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Capítulo setenta Los toros

A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños? A ver si yo los dejaba que te llevasen para pedir contigo la llave en los toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he dicho que no lo piensen siquiera…

¡Venían locos, Platero! Todo el pueblo está conmovido con la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y desentonada, ante las tabernas; van v vienen coches y caballos calle Nueva arriba, calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la calleja, están preparando el Canario, ese coche amarillo que les gusta tanto a los niños, para la cuadrilla. Los patios se quedan sin flores, para las presidentas. Da pena ver a los muchachos andando torpemente por las calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro, oliendo a cuadra y a aguardiente…

A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con sol, en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentas se están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos iremos por la calleja al campo, como el año pasado…

¡Qué hermoso el campo en estos días de fiesta, en que todos lo abandonan! Apenas si en un majuelo, en una huerta, un viejecito se inclina sobre la cepa agria, sobre el regato puro… A lo lejos sube sobre el pueblo, como una corona chocarrera, el redondo vocerío, las palmas la música de la plaza de toros, que se pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar… Y el alma, Platero, se siente reina verdadera de lo que posee por virtud de su sentimiento, del cuerpo grande y sano de la Naturaleza, que, respetado, da a quien lo merece el espectáculo sumiso de su hermosura resplandeciente y eterna.

Capítulo setenta y uno Tormenta

Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio… El amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio…

El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezo que no acaba del todo, como una enorme carga de piedra que cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana desierta. (N o hay por dónde huir.) Todo lo débil-flores, pájaros-desaparece de la vida.

Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios, que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que no pueden vencer la negrura. El coche de las seis, que parecen las cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio, cantando el cochero por espantar el miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de prisa…

¡Ángelus! Un Ángelus duro y abandonado, solloza entre el tronido. ¿El último Ángelus del mundo? Y se quiere que la campana acabe pronto, o que suene más, mucho más, que ahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se sabe lo que se quiere…

(No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos. Los niños llaman desde todas partes…

– ¿Qué será de Platero, tan solo en la indefensa cuadra del corral?

Capítulo setenta y dos Vendimia

Este año, Platero, ¡qué pocos burros han venido con uva! Es en balde que los carteles digan con grandes letras: A seis reales. ¿Dónde están aquellos burros de Lucena, de Almonte, de Palos, cargados de oro líquido, prieto, chorreante, como tú, conmigo, de sangre; aquellas recuas que esperaban horas y horas mientras se desocupaban los lagares? Corría el mosto por las calles, y las mujeres y los niños llenaban cántaros, orzas, tinajas…

¡Qué alegres en aquel tiempo las bodegas, Platero, la bodega del Diezmo! Bajo el gran nogal que cayó el tejado, los bodegueros lavaban, cantando, las botas con un fresco, sonoro y pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda la pierna, con las jarras de mosto o de sangre de toro, vivas y espumeantes; y allá en el fondo, bajo el alpende, los toneleros daban redondos golpes huecos, metidos en la limpia viruta olorosa… Yo entraba en Almirante por un a puerta y salía por la otra-las dos alegres puertas correspondidas, cada una de las cuales le daba a la otra su estampa de vida y de luz, entre el cariño de los bodegueros…

Veinte lagares pisaban día y noche. ¡Qué locura, qué vértigo, qué ardoroso optimismo! Este año, Platero, todos están con las ventanas tabicadas, y basta y sobra con el del corral y con dos o tres lagareros. Y ahora, Platero, hay que hacer algo, que siempre no vas a estar de holgazán…

Los otros burros han estado mirando, cargados, a Platero, libre y vago; y para que no lo quieran mal ni piensen mal de él, me llego con él a la era vecina, lo cargo de uva y lo paso al lagar, bien despacio, por entre ellos… Luego me lo llevo de allí disimuladamente…

Capítulo setenta y tres Nocturno

Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo, vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave. La torre se ve, cerrada, lívida, muda y dura, en Un errante limbo violeta, azulado, pajizo… Y allá, tras las bodegas oscuras del arrabal, la luna caída, amarilla, y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el río.

El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus árboles. Hay un canto roto de grillo. Una conversación somnámbula de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se deshiciesen las estrellas… Platero, desde la tibieza de su cuadra, rebuzna tristemente.

La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada, dulce luego. Al fin, se calla… A lo lejos, hacia Montemayor, rebuzna otro asno… Otro, luego, por el Vallejuelo… Ladra un perro…

Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de su color, como en el día. Por la última casa de la calle de la Fuente, bajo una roja y vacilante farola, tuerce le esquina un hombre solitario… ¿Yo? No; yo, en la fragante penumbra celeste, móvil y dorada, que hacen la luna, las lilas, la brisa y la sombra, escucho mi hondo corazón sin par…

La esfera gira, sudorosa y blanda…

Capítulo setenta y cuatro Sarito

Para la vendimia, estando yo una tarde grana en la viña del arroyo, las mujeres me dijeron que un negrito preguntaba por mí.

Iba yo hacia la era cuando él venía ya vereda abajo:

– ¡Sarito!

Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia portorriqueña. Se había escapado de Sevilla para torear por los pueblos, y venía de Niebla, andando, el capote, dos veces colorado, al hombro, con hambre y sin dinero.

Los vendimiadores lo acechaban de reojo, en un mal disimulado desprecio; las mujeres, más por los hombres que por ellas, lo evitaban. Antes, al pasar por el lagar, se había peleado ya con un muchacho, que le había partido una oreja de un mordisco

Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no atreviéndose a acariciarme a mí mismo, acariciaba a Platero, que andaba por allí comiendo uva; y me miraba, en tanto, noblemente…

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