Capítulo cuarenta y nueve El tío de las vistas
De pronto, sin matices, rompe el silencio de la calle el seco redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascada tiembla un pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo… Los chiquillos gritan: “ ¡El tío de las vistas! ¡Las vistas! ¡Las vistas!
En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro banderitas rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al soI. El viejo toca y toca el tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos en el bolsillo o a la espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco, llega otro corriendo, con su perra en la palma de la mano. Se adelanta, pone sus ojos en la lente…
– ¡Ahooora se verá… al General Prim… en su caballo blancoooo…!-dice el viejo forastero con fastidio, y toca el tambor.
– ¡El puerto…, de Barcelonaaa…! -y más redoble.
Otros niños van llegando con su perra lista, y la adelantan al punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a comprar su fantasía.
El viejo dice:
– Ahooora se verá… el castillo de la Habanaaa ¡ -y toca el tambor…
Platero, que se ha ido con la niña y el perro de enfrente a ver las vistas, mete su cabezota por entre las de los niños, por jugar. El viejo, con un súbito buen humor, le dice: “¡Venga tu perra!”
Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas, mirando al viejo con una humilde solicitud aduladora…
Capítulo cincuenta La flor del camino
¡Que pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles-los toros, las cabras, los potros, los hombres, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna.
Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene a su lado un pajarillo, que se levanta -¿por qué-? al acercarnos; o está llena, cual una breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya consiente el robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como una primavera de mi vida… ¿Qué le diera yo al otoño, Platero a cambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, el ejemplo sencillo y sin término de la nuestra?
Capítulo cincuenta y uno Lord
No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se las he enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada en ellas. Pues éste es Lord, Platero, el perrito foxterrier de que a veces te he hablado. Míralo. Está, ¿lo ves?, en un cojín de los del patio de mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el sol de invierno.
¡Pobre Lord! Vino de Sevilla cuando yo estaba allí pintando. Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno como un muslo de dama, redondo e impetuoso como el agua en la boca de un caño. Aquí y allá, mariposas posadas, unos toques negros. Sus ojos brillantes eran dos breves inmensidades de sentimientos de nobleza. Tenía vena de loco. A veces, sin razón, se ponía a dar vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de mármol, que en mayo lo adornan todo, rojas, azules, amarillas de los cristales traspasados de sol de la montera, como los palomos que pinta don Camilo… Otras se subía a los tejados y promovía un alboroto piador en los nidos de los aviones… La Macaria lo enjabonaba cada mañana, y estaba tan radiante siempre como las almenas de la azotea sobre el cielo azul, Platero.
Cuando se murió mi padre pasó toda la noche velándolo junto a la caja. Una vez que mi madre se puso mala se echó a los pies de su cama y allí se pasó un mes sin comer ni beber… Vinieron a decir un día a mi casa que un perro rabioso lo había mordido… Hubo que llevarlo a la bodega del Castillo y atarlo allí al naranjo, fuera de la gente.
La mirada que dejó atrás por la callejuela cuando se lo llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces, Platero; igual que la luz de una estrella muerta, viva siempre, sobrepasando su nada con la exaltada intensidad de su doloroso sentimiento… Cada vez que un sufrimiento material me punza el corazón, surge ante mí, larga como la vereda de la vida a la eternidad, digo, del arroyo al pino de la Corona, la mirada Que Lord dejó en él para siempre cual una huella macerada.
Capítulo cincuenta y dos El pozo
¡El pozo!… Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una piedra a su quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.
(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo, adornada de volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se ha ido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado!)
– Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas.
Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.
Capítulo cincuenta y tres Albérchigos
Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez, violeta de cal con sol y ciclo azul, hasta la torre, tapa de su fin, negra y desconchada de esta parte del Sur por el constante golpe del viento de la mar; lentos, vienen niño y burro. El niño, hombrecito enanillo y recortado, más chico que su caído sombrero ancho, se mete en su fantástico corazón serrano, que le da coplas y coplas bajas:
…con grandej fatiguiiiyaaaa yo je lo pediaaa…
Suelto, el burro mordisquea la escasa hierba sucia del callejón, levemente abatido por la carguilla de albérchigos. De cuando en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a la calle verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudas piernecillas terrosas, como para cogerle con fuerza, en la tierra, y, ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con una voz en la que torna a ser niño en la e:
– ¡Albéeerchigooo!…
Luego, cual si la venta le importase un bledo -como dice el padre Díaz-, torna a su ensimismado canturreo gitano:
…yo a ti no te curpooo, ni te curparíaaa…
Y le da varazos a las piedras, sin saberlo…
Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda que corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego un repique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de la corneta y los cascabeles del coche de la estación, que parte, pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el aire trae sobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y refulgente cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus olas iguales en su solitario esplendor.
El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su grito:
– ¡Albéeerchigooo!…
Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea y topa a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé qué movimiento gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos blancos.
– Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su burro, y tú te irás con él y serás un vendedor de albérchigos…, ¡ea!