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Capítulo ciento treinta y siete Platero de cartón

Platero, cuando, hace un año, salió por el mundo de Los hombres un pedazo de este libro que escribí en memoria tuya, una amiga tuya y mía me regaló este Platero de cartón. ¿Lo ves desde ahi? Mira: es mitad gris y mitad blanco, tiene la boca negra y colorada. los ojos enormemente grandes y enormemente negros; lleva unas angarillas de burro con seis macetas de flores de papel de seda, rosas, blancas y amarillas mueve la cabeza y anda sobre una tabla pintada de añil, con cuatro ruedas toscas.

Acordándome de ti, Platero, he ido tomándole cariño a este borrillo de juguete. Todo el que entra en mi escritorio le dice sonriendo: “Platero”. Si alguno no lo sabe y me pregunta qué es, le digo yo: “Es Platero…” Y de tal manera me ha acostumbrado el nombre al sentimiento, que ahora yo mismo, aunque esté solo, creo que eres tú y lo mimo con mis ojos.

¿Tú? ¡Qué vil es la memoria del corazón humano! Este Platero de cartón me parece hoy más Platero que tú mismo, Platero…

Madrid, 1915.

Capítulo ciento treinta y ocho A Platero en su tierra

Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo… Vengo solo. Ya los niños y las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó su obra sobre nosotros tres -ya tú sabes-, y sobre su desierto estamos en pie, dueños de la mejor riqueza: la de nuestro corazón.

¡Mi corazón! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos como a mí me basta. Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso. Pero, no; mejor será que no piensen… Así no tendrán en su memoria la tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de mis impertinencias.

¡Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que nadie más que tú ha de saber!… Ordenaré mis actos para que el presente sea toda la vida y les parezca el recuerdo; para que el sereno porvenir les deje el pasado del tamaño de una violeta y de su color, tranquilo en la sombra, y de su olor suave.

Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero ¿qué más te da el pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?

Moguer, 1916.

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