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– ¿Quién es usted? -preguntó Natalia-. ¿Por qué me sigue?

El hombre no dijo nada y escribió. Ella se acercó dos pasos. Su faldita ondeaba con la brisa, desnudándole los muslos.

– ¿Qué es lo que escribe? -preguntó, irritada.

El hombre volvió a escribir. Aguardó. Natalia se acercó un poco más. Sus bellos rasgos se contraían de ira.

Alcé la vista, atónito.

– No se ofenda, por favor -dijo Cara Fofa-. Usted es, tan sólo, mi inspiración. La otra noche, al verlo en el restaurante sentado en la mesa de Modesto… Bueno, me ocurrió como cuando Proust se comió la famosa magdalena… Una súbita inspiración… La vi a ella a través de usted, no me pregunte cómo ni por qué: la inspiración tiene sus razones, ya sabe… Usted se convirtió en la protagonista femenina de mi novela. -Me tendió una mano que no acepté-. Mi nombre es Adán Nadal, y soy empresario y escritor aficionado… -Bajó los ojos un momento, como si aquella declaración fuera vergonzosa-. Pero me tomo muy en serio mi afición, se lo aseguro… Tengo tiempo para ello: soy viudo, vivo solo… Mi gran defecto es que carezco por completo de imaginación. Así como se lo digo, créame. Me apasiona escribir, pero soy incapaz de inventar lo más mínimo. Por eso voy por ahí, buscando personas y cosas que trasladar al papel con escasas diferencias. -Se encogió de hombros-. Y usted se ha convertido en Natalia, qué le vamos a hacer…

Mientras lo escuchaba, hojeaba el cuaderno. Sorprendí varios encabezamientos: «Natalia en el café art déco», «Natalia en el Parque Ferial»…

– ¿Natalia? -dije.

– Así he bautizado a mi protagonista.

– ¡Me ha estado siguiendo todos estos días!

– No. -Meneó la gruesa cabeza-. En realidad, sólo hoy. Lo vi en el Parque Ferial y lo seguí hasta aquí, copiando todos sus movimientos. Iba usted con dos caballeros, pero eso no me importaba. Entraron en un portal frente al restaurante, salieron más de dos horas después… Le juro que nada de eso me interesaba. Lo único que pretendía era observarle, señor Cabo, para obtener los gestos y las conductas de Natalia… Porque usted es ella. Y le repito: no se ofenda. Ni yo mismo entiendo por qué tiene que ser así, pero lo cierto es que lo es.

– ¿Y a qué vino lo de anoche, en el café?

Perlas de sudor recorrían su frente. Se secó con la manga del traje.

– Bueno… Compréndalo… Ya le he explicado que soy incapaz de inventar nada. Necesitaba un aspecto físico… Quiero decir… Usted es Natalia, salvo en lo que al aspecto físico se refiere, claro… Y de nuevo le pido que no se ofenda: una mujer con su apariencia no es…

– Siga -lo interrumpí.

– De modo que contraté a una modelo y le pedí que organizara una cita. Los observé a ambos y obtuve una mezcla: las conductas son suyas, el cuerpo es de ella… Un cuerpo precioso, por cierto… Ahora mismo la estoy viendo: una muchacha de 17 años, muy atractiva, que acaba de arrebatarme el cuaderno… -Y estiró su erizado bigote oscuro al sonreír-. Sí, yo también estoy en la novela… Soy «el hombre» que la sigue a todas partes, mirándola y haciendo anotaciones… ¿Por qué?, se preguntará usted… ¿Qué quiere este hombre de mí?… ¡Ah, ése es el secreto de mi novela!… ¿Soy un pervertido? ¿Tengo alguna relación de parentesco con usted? -Alzó el espeso gusano negro de una ceja-. Le confieso que ni yo mismo lo sé… Ya sabe lo que es esto de escribir: como si un espíritu ajeno nos poseyera. ¿Por qué estoy haciendo lo que hago? ¿Por qué no lo dejo y me voy a casa?… Lo ignoro. Sólo sé que hoy me he dedicado a seguirlo a usted y he anotado sus movimientos… Ya veremos a dónde nos conduce todo esto. -Y lo dijo como si fuera problema de ambos saber adónde conduciría todo. Volvió a deslizar la manga de su chaqueta por la frente-. Hagamos algo, si a usted no le importa. Déjeme visitarlo mañana por la tarde, y le prometo que no lo molestaré más. Sólo mañana por la tarde. No le quitaré mucho tiempo: tomaré algunas notas, pensaré qué papel juego en mi propia obra, quién es Natalia y quién soy yo… y después me marcharé y me encerraré en casa a terminar la novela. ¡Pero lo necesito a usted, señor Cabo! ¡Sólo una vez más! ¿Acaso no es escritor también? ¿No ha sufrido también el maltrato de las musas? ¡Apiádese de mí! ¿Qué culpa tengo yo de que sólo a través de usted pueda obtener a Natalia? -Y su voz se convirtió en una súplica desesperada-. ¡No me deje sin Natalia, se lo ruego!

Por un instante acaricié la idea de golpear aquellas blandas mejillas, estrellar mi puño en aquellos ojos enormes y fijos como tartas. Me daba náuseas tan sólo mirarlo. Pero lo que hice fue arrojarle el cuaderno a la cara.

– Lárguese y no vuelva a seguirme.

Adán Nadal atrapó con suma torpeza la gaviota muerta de sus propias páginas y la aplastó contra el chaleco.

– ¿Me lo promete? -dijo-. ¿Quedamos mañana?

– He dicho que se largue.

– Lo siento -murmuró, y percibí algo extraño en su entonación (o quizá fueron mis nervios): de repente no supe a cuál de los dos se dirigía, si a su personaje o a mí. ¿Era Natalia la receptora de aquel «lo siento»? Busqué la respuesta en sus pupilas leonadas, que no pestañeaban, pero sólo encontré mi propio rostro (mi propia sombra diminuta a contraluz). Por un instante me hundí en aquellos ojos, que me dedicaban una atención sorprendente, y comprobé que la fijeza de su mirada tenía una explicación muy simple: Adán Nadal no me veía, traspasaba mi semblante como si fuera papel. La sensación que experimenté no podía ser más extraña, como si detrás de mí hubiera alguien mucho más sólido, con una realidad, por así decir, más coagulada que la mía, y los ojos de ambos me exceptuaran. Eran dos amantes contemplándose desde sendos arrecifes (y yo, el breve océano que los separaba), como Rosalía Guerrero y Braulio Cauno.

El hombre salió del vestíbulo de la tienda y se detuvo para añadir:

– Lamento caerle tan mal… Quizá podamos discutir el tema mañana.

– ¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!

Se encogió de hombros y anotó algo. Comprendí que estaba escribiendo mi propia réplica y acotando: «dijo Natalia». De hecho, pensé que mi frase hubiera podido pertenecer igualmente a la adolescente de 17 años en que sus ojos me convertían. («¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!», así, pronunciada con voz de muchacha.)

De pronto me pareció imprescindible librarme de aquel espectro transexual: cada vez que Adán Nadal me dedicaba su mirada de galápago yo me sentía (aunque el lector se burle, sí) un poco Natalia. Pero ¿cómo impedir que tal cosa suceda? Nada lograría arrebatándole el cuaderno, rompiéndolo, golpeando su rostro fofo y pálido, ni siquiera huyendo. Probablemente (soporté un febril escalofrío) tampoco lo conseguiría si aquel tipo se muriera. El terrible poder de la escritura, su espantosa brujería, reside en su propia tenuidad. La acotación «dijo Natalia» es un hecho indestructible: destrozar el papel donde está escrito no puede modificarlo. Nada que yo pudiera hacer o decir, nada en el universo, impediría el efecto de aquella acotación, como no hay nada que tú puedas hacer ahora, lector, para impedir que yo declare: «Soy Juan Cabo». Ni siquiera tu incredulidad te salva de la maldición de mis frases. Lo escrito, escrito queda.

Permanecí inmóvil mientras Adán Nadal se alejaba en silencio. Pero, cosa extraña, en ese momento empecé a lamentar haberlo tratado con tanta aspereza. En fin de cuentas el delito de aquel pobre diablo había consistido, tan sólo, en inspirarse en mí para construir a su personaje. Cuando quise reparar mi error me resultó imposible. Se había esfumado. No lo veía por ninguna parte. «Lo siento», pensé, sin saber tampoco muy bien a quién iba destinado aquel pensamiento.

El cansancio volvió a dominarme. Apoyé la cabeza en el cristal del escaparate de la librería sospechando que, si cerraba los ojos, no me costaría ningún esfuerzo dormirme allí, de pie, en el oscuro vestíbulo.

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