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– Les aseguro que se toman las máximas medidas de seguridad para que nadie toque las cuartillas -dijo Felipe.

Entré detrás de ellos. La habitación era pequeña y olía a papel. La luz del día penetraba por una ventana cerrada, de doble hoja y cristal esmerilado, situada en la pared del fondo. En las paredes de los lados se erguían dos grandes estanterías metálicas, la de la derecha ocupada hasta la mitad por cuadernos de piel negra con etiquetas en los lomos. El suelo era de baldosas. La luz eléctrica consistía en una bombilla desnuda.

Neirs dio un breve paseo expulsando humo azul. De repente desapareció tras un pequeño recodo entre la ventana y la estantería de la izquierda. «¿Me ves?», le preguntó a Virgilio. «Desde la puerta, no», replicó éste. «Ajá», dijo Neirs y salió de su escondite. Los camareros, Felipe y yo contemplábamos, hipnotizados, el misterioso trajín himenóptero de los dos investigadores.

– ¿A qué hora cierran el local y quién es el último en marcharse? -preguntó Neirs.

– A las doce. Yo -dijo Felipe.

– ¿A qué hora abren?

– ¿Y quién es el primero en venir por la mañana? -inquirió Virgilio seguidamente.

– A las once. El chef -respondió Felipe, dedicando una mirada, al tiempo que la respuesta, a cada uno de los que habían preguntado.

Luego anotó algo en su libreta. Comprendí que hablaba de forma tan concisa para lograr reproducir el diálogo por escrito sin necesidad de modificarlo demasiado.

– ¿Esta habitación siempre se cierra con llave por las noches? -indagó Neirs.

– Sí, señor.

– Pero supongo que durante los horarios de comida permanece abierta…

– Sí, señor.

– ¿Has visto, Virgilio? El baño está enfrente…

– Ya me he dado cuenta, Horacio.

– ¿Y la ventana?

– Siempre cerrada -dijo Felipe.

– Fíjate que la ventana es una especie de tragaluz y queda al nivel de la acera, Virgilio.

– Ya lo he visto, Horacio.

– Lo cual es lógico, porque estamos en un sótano…

– En efecto.

– ¿Pueden hablar más despacio, por favor? -rogó el encargado, escribiendo a toda velocidad.

– Para mí, la cosa está clara -dijo Neirs-. El falsificador (llamémosle así, aunque probablemente habría que denominarlo «secuestrador») viene a cenar una noche cualquiera, después del rapto. Le interesa modificar los textos que describen la presencia de esa mujer en el restaurante, para que no queden pruebas. ¿Cómo lo hace? Paga la cuenta y se escabulle hacia el pasillo con la excusa de ir al cuarto de baño. Entra en esta habitación y aguarda tranquilamente a que el restaurante se cierre, oculto en este recodo. Después se dedica a sustituir las cuartillas que desea por sus propios textos, que quizá ya traía escritos, o que escribió ad hoc. Dispone de toda la noche, y puede tomárselo con calma: imita varias letras; se burla de los futuros lectores hablando de la mesa, la silla, el adorno del oso… Incluso se permite el lujo de finalizar cada párrafo con la misma frase, a modo de rúbrica: «Repleto de fantasía». Después introduce las cuartillas falsas en las anillas de los cuadernos y los devuelve a la estantería. Por último, antes de que el restaurante se abra y al amparo de la oscuridad, escapa por la ventana.

– Pero ¿cómo cerró la ventana después? -dijo Felipe, que no perdía comba, sin duda para que sus comentarios figuraran en su propia libreta-. La ventana siempre está cerra…

Neirs, con un simple gesto, había separado las dos hojas. El sol del domingo se volcó como un cubo de oro dentro de la habitación, y todos parpadeamos.

– Quod erat demonstrandum -dijo Virgilio.

– Simplemente encajó las dos hojas -explicó Neirs-. La ventana nunca estuvo cerrada.

– ¿Cómo se escribe «demostrandun»? -me preguntó Felipe por lo bajo.

Yo contemplaba boquiabierto a Horacio Neirs: no sabía si era el sol, que daba en su espalda, o mi admiración, pero lo veía rodeado de un halo celestial. Súbitamente, el detective se acercó y me palmeó el hombro.

– Váyase a casa ahora, señor Cabo. Tómese la tarde del domingo libre, al menos, y procure descansar. Virgilio y yo nos quedaremos un rato más, con el permiso de estos señores -señaló a Felipe-, para investigar los cuadernos del restaurante… Quizá alguno de ellos no haya sido modificado.

Protesté, pero hasta con mi tono de voz le daba la razón. Empezaba a experimentar la fatiga acumulada durante los últimos días. Antes de despedirme quise saber cuál era su impresión sobre el caso. Parecía ilusionado, aunque mantenía su frialdad de costumbre. Virgilio se mostraba más pesimista. «No hemos salido aún del tremedal de la literatura -comentó-. Recuérdelo: es el mundo MÁS movedizo y traicionero de todos. No podemos dar nada por seguro.» La próxima línea de investigación -afirmaron- sería más realista: averiguar si alguien había denunciado, recientemente, la desaparición de una mujer. Revisarían los periódicos atrasados, solicitarían entrevistas con la policía, interrogarían de nuevo a la señora Guerrero… En cualquier caso, esperarían. Porque un secuestrador siempre pretende obtener algo con su crimen, y ese algo acaba por salir a la luz tarde o temprano: un rescate, una venganza, un goce, un acto de presión… «En esto se parecen a los escritores -opinó Neirs-, que no soportan por mucho tiempo el anonimato. Le aseguro que tendremos noticias suyas antes de lo que sospechamos.» Tras recibir la promesa de que me llamarían en cuanto supieran algo, me despedí de los detectives, del encargado y de los camareros, dejándolos a todos en el cuarto de los cuadernos, y me arrastré hacia el salón. «Estoy extenuado -pensaba-. Aunque se declarara un fuego ahora mismo, sería incapaz de echar a correr.»

Cinco segundos después de pensar esto estaba corriendo por la calle. Así es la vida a veces, tan opuesta a nuestras intenciones. Y es que al llegar al salón me encontré, de manera imprevista (creo que para ambos), con el hombre de la cara fofa. Se hallaba al pie de las escaleras, vestido con el mismo traje gris y sosteniendo el cuaderno y la pluma. Algo en su sigilosa actitud me hizo comprender instantáneamente que me había seguido hasta el restaurante. En cuanto me vio, se detuvo el tiempo justo para escribir una frase y de inmediato corrió escaleras arriba.

– ¡Un momento! -grité.

Me precipité tras él. El pie derecho me traicionó en uno de los peldaños, y casi derribo a Marcel Proust al apoyarme en la pared. Un sol arenoso, casi marino, me cegó al salir a la calle. A mi izquierda, en la acera vacía, una mancha gris disminuía de tamaño.

– ¡Oiga!

Mi voz temblaba de furia. «Voy a alcanzarte, no importa lo mucho que corras -pensé-. Me debes una explicación.» La mancha dobló una es quina. Llegué hasta allí… y me paré en seco. Había desaparecido. Un autobús recogía pasajeros al otro lado de la calle, pero no creí que Cara Fofa hubiera logrado escabullirse en su interior sin que yo lo advirtiera. Tenía que estar oculto en algún portal.

El comercio más próximo era una pequeña librería. Al pasar frente a ella atisbé a mi presa. Se hallaba encajado en el oscuro vestíbulo, entre dos escaparates. Sendos reflejos de sí mismo lo sitiaban. Su doble fantasma convivía, transparente, con los atriles colmados de volúmenes. Retrocedió hasta golpear la puerta de la tienda, y el letrero de «Cerrado» respondió con un resonar de castañuelas. Escribió algo en la libreta. Aguardó. No dejaba de mirarme.

– ¿Quién es usted? -dije-. ¿Por qué me sigue?

Escribió. Aguardó. Me acerqué dos pasos.

– ¿Qué es lo que escribe?

Volvió a escribir. Me acerqué más. Sus blandos rasgos rebosaban por el cuello de la camisa. Parecía una tortuga extraterrestre. Sudaba copiosamente.

– ¡Deme el maldito cuaderno! -grité, arrebatándoselo.

Eché un vistazo a las últimas frases, las que acababa de anotar (y que revelaban, claro, una caligrafía urgente y difícil). Se trataba de un diálogo. Las palabras no me causaron excesiva sorpresa (las esperaba), pero un detalle me dejó sin habla.

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