Y en seguiria me vinieron agolpados demasiados pensamientos, la mujer viva y siempre viva por tanto, el gesto de dolor en la foto, los ojos apretados y también los dientes, aquellos ojos cerrados no eran ojos de muerta porque los muertos no hacen ya fuerza y todo cesa cuando expiran, incluso el daño, cómo no había pensado que aquella expresión era la de alguien vivo o la de alguien muriendo, pero nunca la de alguien ya muerto. Y aquellas bragas, por qué su cadáver tenía puestas las bragas, por qué conservar una prenda cuando se llega tan lejos, las bragas las conserva solamente alguien vivo. Y si ella estaba viva podía también estarlo mi mejor amigo, Dorta el bromista y el resignado, qué clase de broma me había gastado haciéndome creer en su asesinato y en su condena, qué clase de broma si estaba vivo.
De dónde has sacado los cigarrillos -le dije.
¿Qué cigarrillos? -Estela se puso alerta de pronto, y repitió para ganar tiempo:- ¿Qué cigarrillos?
Los que estuviste fumando antes, en el restaurante, con sabor a clavo. Déjame ver el paquete.
Instintivamente se cerró el albornoz, sin anudárselo, como para protegerse de su descubrimiento, estaba allí con un tipo que la había observado y seguido desde La Ancha o tal vez desde antes, todo aquel rato. Mi tono debía de ser lo bastante nervioso y colérico, porque señaló su bolso dejado en una silla, la silla que había aguantado la ropa del hombre tosco.
Están ahí. Me los dio un amigo.
Le había metido miedo, noté que me tenía miedo y que haría lo que le dijese por eso. Ya no había superioridad ni condescendencia, sólo miedo de mí y de mis manos, o de un arma blanca que hiciera boquete o rajara. Cogí el bolso, lo abrí y saqué el paquete estrecho, rojo y dorado y negro, con su tramo de rieles curvos en relieve y su anuncio, ‘Smoking kills’, fumar mata. Kretek.
¿Qué amigo? ¿El que estaba contigo? ¿Quién es?
No, yo no sé quién es él, él quería salir a cenar esta noche, ya yo estuve con él sólo otra vez.
Ah cómo detesto a los hombres que hacen daño a las mujeres y cómo me detesté a mí mismo -o fue luego- cuando le agarré el brazo a Estela y le volví a abrir su albornoz de un manotazo dejándola desprotegida y pasé mi pulgar por el canal de sus pechos como si de allí quisiera sacarle algo, lo pasé varias veces apretando mientras decía:
Dónde está el borquete, ¿eh? Dónde está la lanza, ¿eh? Dónde está toda la sangre, qué pasó con mi amigo, quién lo mató, tú lo mataste. ¿Quién le puso las gafas, di, se las pusiste tú, de quién fue la idea, fue tuya?
La tenía inmovilizada con su brazo retorcido y más retorcido a la espalda, y con la otra mano, con mi pulgar tan fuerte, le apretaba el esternón arriba y abajo, o se lo aplastaba, o se lo frotaba sintiendo a ambos lados el verdadero tacto de los pechos vistos tantas veces con mis ojos táctiles.
Yo no sé nada de lo que pasó, no me dijeron -dijo gimiendo-, él ya estaba muerto cuando yo llegué. A mí sólo me llamaron para hacer las fotos.
¿Te llamaron? ¿Quién te llamó? ¿Cuándo?
Nunca se sabe lo que pueden hacer nuestros pulgares, se habría alarmado alguien que me hubiera visto por la rendija de la persiana, los pulgares que no son nuestros parecen siempre imparables o incontrolables y que para ellos será siempre tarde. Pero estos eran míos. Me di cuenta de que no hacía falta asustarla más ni hacerle más daño, dejé de hacérselo, la solté, noté mis dedos calientes por el roce, como si ardieran momentáneamente, ese mismo ardor estaría en el canal de sus pechos como un aviso y un recordatorio, contaría lo que supiera. Pero antes de que hablara, antes de que se recobrara y hablara ya la idea me atravesó la cabeza, por qué los habían descubierto a la noche siguiente, tan tarde y con demasiado retraso, los dos cadáveres que sólo era uno, quizá para pensar y prepararlo todo y hacer las fotos, y quién hizo esas fotos que nunca se publicaron, tampoco la de ella, ni siquiera el rostro medio tapado por su cabellera echada hacia delante por su propia mano bien viva, sólo retratos de mi amigo Dorta en mejores tiempos, una composición esa cabellera que encubría un poco, la noticia contó lo que la policía dijo, no hubo versión de vecinos y las fotos las vi yo tan sólo, en el despacho de Gómez Alday tan sólo, las enseñaría a un juez como mucho.
La policía me llamó. El inspector me llamó, me dijo que me necesitaba para posar con un cadáver de muerte violenta. A veces hay que hacer cualquier cosa, hasta acostarse con un muerto. Aunque estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro, yo con él no hice nada.
Dorta estaba muerto. Durante unos instantes había vuelto a vivir para mi sospecha, en realidad nada extraño: el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia nunca se desvanezca, no ver a alguien puede ser accidental, hasta intrascendente, y no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia con quien ninguna mujer nunca hizo nada, ni vivo ni muerto, eso preocupaba a Estela, la pobre: ‘Estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro’; y ni sangres mezcladas ni semen ni nada, todo aquello lo había inventado Gómez Alday para contármelo a mí o a cualquier otro curioso o metomentodo y que yo lo asumiera en el tiempo, los periódicos se cansan pronto y no dieron tantos detalles, sólo que había habido sexo entre los cadáveres cuando aún no lo eran.
Y te mancharon bien, ¿eh? Con sus pegotes de sangre y todo.
Sí, me mancharon el pecho con ketchup y esperaron a que se secara y tiraron las fotos luego. No llevó mucho tiempo, con el calor fue rápido, el joven las hizo. Me dieron unos miles y me dijeron que me callara bien. -Con su pulgar hizo el gesto de cerrarse la boca, como una cremallera. Seguía hablando pero me iba perdiendo el miedo, no dejaría de hablar por eso, aunque habría notado que por mi cabeza había cruzado esa expresión o ese pensamiento, ‘la pobre’, todos notamos eso, y nos tranquiliza.- De eso hace ya bastante tiempo. Si hablas te mando a latigazos de vuelta a Cuba en un barco negrero, me dijo, eso dijo el inspector. Y ahora qué pasará con eso, ahora qué, me volverá para Cuba.
El joven -dije yo, y mi voz sonó aún alterada, aún no se podía estar del todo a salvo conmigo-, qué joven. Qué joven.
El muchacho que estuvo con él todo el rato, estaba en el servicio militar, tenía que volver al cuartel, hablaron de eso. -Y aún se atrevió Gómez Alday, pensé, aún se atrevió a decir que el lancero podía ser alguien acostumbrado a clavar bayonetas, ahí te pudras con el corazón lleno de hierro aunque no estemos en guerra, un saco más, saco de harina saco de plumas saco de carne, kretek kretek.- Ya yo no sé más, llegué y me fui de allí por la tarde, con mi dinero y los cigarrillos, esos me los robé de la casa al salir cuando no me vieron, dos cartones. Aún me quedan tres o cuatro paquetes, los fumo lento y a la gente le impresionan, aún huelen mucho.
El motivo para fumarlos no era muy distinto del que tenía Dorta, algo en común tenían, él y Estela. Me senté a su lado en la cama baja y le pasé la mano por el hombro.
Lo siento -le dije-. El muerto era amigo mío y yo vi esas fotos.
Demasiadas veces tiene razón Ruibérriz de Torres, a todos nos conoce mucho. Después de todo yo llevaba tiempo viendo de tarde en tarde aquella cara doliente y aquellos pechos quietos y muertos y ensangrentados, y me daba alegría verlos en movimiento y vivos y recién duchados, aunque mi amigo en cambio siguiera muerto y hubiera habido tanto engaño. También fue una forma de pagarle y compensarle a la mujer el mal rato, aunque podía haberle dado el dinero por nada, o por la información tan sólo. Pero al fin y al cabo: tampoco iba a conciliar el sueño hasta que llegara la hora de las oficinas y las comisarías, aunque algunas de éstas pasan la noche en vela.
Dejé dinero en el saloncito al salir, quizá de más, quizá de menos, la tía Mónica se habría acostado hacía horas. Cuando me fui la mujer dormía. No pensé que la fueran a volver a Cuba, como ella decía.