Con la cabeza vuelta hacia el chalet -a veces cuesta apartar la vista- salí a encontrarme con él tan aéreamente como había entrado, lo cogí de una manga y lo arrastré a la otra acera.
¿Qué hay? -le dije- ¿Qué has sabido?
Lo previsible, casa de putas, abierta a todas horas, se anuncia en los periódicos, superchicas, europeas y americanas y asiáticas, dicen entre otras cosas. Te advierto que no serán muchas más de cuatro gatas. El teléfono viene en la guía a nombre de Calzada Fernández, Mónica. Así que saldrá él, si no ha salido.
Debe de estar a punto, ya han acabado y se está vistiendo. Han salido unos puteros que van por ahí de literarios, creerán que son armas y letras -le dije yo -. Hay que alejarse de aquí un momento, porque luego entro yo, en cuanto él salga.
Qué dices, te has vuelto loco, vas a ponerte en fila después de ese palurdo? ¿Qué te ha dado con esa mujer?
Volví a cogerlo de la manga y lo llevé más lejos, bajo los árboles, hasta un punto en el que seríamos invisibles para quien saliera. Ladró un perro perezoso del vecindario, calló en seguida. Sólo entonces le contesté a Ruibérriz:
No me ha dado nada de lo que tú crees, pero le tengo que ver los pechos esta misma noche, es lo único que cuenta. Y si es una puta mejor que mejor: le pago, se los veo a conciencia, puede que hablemos un rato y largo.
¿Puede que hablemos un rato y largo? Eso no te lo crees ni tú. No es para tanto, pero para más que mirar ya da. ¿Qué hay con sus pechos?
Nada, te lo contaré mañana porque a lo mejor no hay nada que contar tampoco. Si quieres seguir al tipo en el coche cuando se vaya, bien, aunque no creo que importe. Si no, gracias por la pesquisa y déjame ahora, ya me apaño solo. La verdad, no se te resiste nada.
Ruibérriz me miró con impaciencia pese al halago final. Pero suele aguantarme, es un amigo. Hasta que deje de serlo.
El tipo me trae sin cuidado, y ella también, para el caso. Si estás listo aquí te quedas, ya me dirás mañana. Andate con ojo, tú no frecuentas estos sitios.
Se fue Ruibérriz y ahora sí oí el motor de su coche a lo lejos mientras se abría la puerta de la casa (‘Vaya con Dios’, tal vez de nuevo, no me pudo llegar desde donde estaba). Vi al hombre tosco ya fuera del recinto, sí oí la cancela ruidosa. Echó a andar con cansancio en la dirección contraria a la mía -concluida su noche de fingimiento y esfuerzo, yo pude ir avanzando ya a sus espaldas mientras él se perdía en la fronda negra en busca de su automóvil. Tenía mucha impaciencia, y aun así aguardé unos minutos fumando otro cigarrillo antes de empujar la cancela. En la habitación de los trámites seguía habiendo luz, la misma lámpara, la persiana bajada con sus rendijas, no aireaban inmediatamente.
Llamé al timbre, de ring antiguo, no de campanas. Esperé. Esperé y una mujer grande me abrió la puerta, la había visto en el tercer piso, parecía una de nuestras tías cuando éramos niños, tías de Dorta o tías mías, llegada desde los años sesenta sin alterar su peinado rubio de platillo volante ni su maquillaje de pincel y polvera y hasta tenacillas.
¿Sí, buenas noches? -dijo interrogativamente.
Quisiera ver a Estela.
Se está duchando -contestó ella con naturalidad, y añadió sin recelo, sólo haciendo gala de buena memoria:- Usted por aquí no ha venido antes.
No, me ha hablado de ella un amigo. Estoy en Madrid de paso y me ha hablado bien de ella un amigo.
Bueenoo -arrastró las vocales con tolerancia, tenía acento gallego-, a ver qué se puede hacer. Tendrá que esperar un poco, eso seguro. Pase.
Un saloncito en penumbra con dos sofás enfrentados, se accedía a él en seguida desde la entrada, bastaba seguir andando. Las paredes casi vacías, ni un libro ni un cuadro, sólo una foto apaisada de gran tamaño pegada a una tabla gruesa, como había en los aeropuertos y agencias de viajes, antes. La foto era de rascacielos blancos, el letrero no dejaba lugar a la conjetura, ‘Caracas’, nunca he estado en Caracas. Tal vez Estela era venezolana, pensé al instante, pero las venezolanas no suelen tener los pechos blandos, o su fama es de lo contrario. Quizá tampoco Estela, quizá no era la muerta y era todo un espejismo alcohólico y veraniego y nocturno, mucha cerveza con limón y mucho calor, ojalá fuera así, pensé, las historias asumidas en el tiempo ya no deben cambiarse, aunque se hayan encajado sin explicación en su día: su falta de explicación acaba constituyéndose en la historia misma, esa es la historia, si ya se la ha asumido en el tiempo. Me senté, tía Mónica me dejó a solas, ‘Voy a averiguar para cuánto rato tiene’, dijo. Esperé su regreso, sabía que tendría que producirse antes de la aparición deseada, un edecán la señora. Y sin embargo no fue así, la señora tardó, no volvía, tuve ganas de buscar el cuarto de baño en que se estuviera duchando la puta y entrar y verla sin más espera, pero la asustaría, y a los dos cigarrillos fue ella quien descendió por las escaleras con el pelo mojado y bravío, en albornoz pero calzada con sus zapatos de calle, los dedos al aire, las uñas pintadas, las hebillas sueltas como único signo de que también sus pies estaban en casa, de retirada. El albornoz no era amarillo, sino azul celeste.
¿Tiene mucha prisa? -me preguntó sin preámbulos.
Mucha. -No me importaba lo que pudiera entender, al cabo de un rato entendería bien, y era ella quien debía darme explicaciones. Miraba sin curiosidad, sin mirar del todo, no como Gómez Alday pero sí como alguien que no aguarda sorpresas en su circunstancia. Era una mujer guapa imperfecta, o a pesar de sus imperfecciones resultaba guapa, al menos para el verano.
¿Quieres que me vista o va bien así? -pasó a tutearme, quizá se sintió con derecho tras saber de mi urgencia. Vestirse para desvestirse, pensé, por si quería yo ver lo segundo.
Va bien así.
No dijo más, hizo un gesto con la cabeza hacia una de las puertas de la planta baja y echó a andar hacia allí como una oficinista que va a buscar un impreso, la abrió. Yo me puse en pie y la seguí en el acto, debía de notar mi impaciencia equívoca, no parecía atemorizarla, más bien otorgarle superioridad sobre mí, sus maneras eran condescendientes, qué errada estaba si era ella y tenía que responder de una noche antigua y quizá ya olvidada. Entramos, era la misma habitación aún no aireada en la que acababa de debatirse con el tipo tosco, había allí un olor ácido pero más soportable de lo que habría supuesto. Un ventilador giraba en el techo, desde mi rendija no había podido verlo. Allí estaba el sombrero vaquero, tirado en el suelo, para uso de clientes quizá con complejos o con cabeza de huevo invertido, de alquiler también el sombrero. Un elemento vaquero en la última noche de Dorta, me había hablado de unas botas inverosímiles, de piel de cocodrilo.
Ella se sentó en la cama que no era colchón ni cama, uno de esos lechos japoneses bajos que no recuerdo cómo se llaman, creo que están de moda.
¿Te han dicho ya el precio? -la pregunta era desganada, mecánica.
No, pero no importa, lo hablamos luego. No habrá problemas.
Con la señora -dijo Estela-. Lo hablas con la señora. -Y añadió:- Bueno, ¿cómo lo quieres? Aparte de rápido.
Abrete el albornoz.
Obedeció, se desanudó el cinturón dejando ver algo, pero no me bastaba. Parecía aburrida, parecía hastiada, si antes no había habido deseo ahora habría rechazo tácito. Su acento era centroamericano o caribe, sin duda ya endurecido por una estancia en Madrid de años.
Abretelo más, del todo, bien abierto, que te vea -dije, y mi voz debió de sonar alterada, porque ella me miró por vez primera del todo y con una ráfaga de aprensión. Pero se lo abrió, se lo abrió tanto que hasta los hombros le quedaron al descubierto como a una estrella antigua de cine en noche de gala, maldita la gala que había esta noche, allí estaban, los pechos bien conocidos en blanco y negro, allí los reconocí en color sin dudar un instante pese a la penumbra, los pechos sugerentes y bien formados pero de consistencia blanda, cederían en las manos como bolsas de agua, seguía siendo pobre para meterse plástico, durante dos años yo los había mirado ensangrentados en una fotocopia cada vez más languideciente, más veces de las que habría debido, más de lo que lo imaginé que lo haría cuando le hice a Gómez Alday mi extravagante petición morbosa, era un hombre comprensivo. En los pechos algo menos morenos que el resto no había ningún boquete ni raja ni cicatriz ni tajo, toda la piel uniforme y lisa y sin ninguna herida excepto por los pezones, demasiado oscuros para mi gusto, uno se acostumbra a saber qué le gusta y qué no al primer golpe de vista.