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Florián asintió.

– Llamó a la comisaría y preguntó por mí. Según él, tenía información sobre los crímenes en la fábrica y sobre el caso de la Velo Granell. Le llamé y hablé con él. Pensé que deliraba, pero accedí a verle. Por compasión. Quedamos en una bodega de la calle Princesa al día siguiente. No se presentó a la cita. Dos días más tarde, un viejo amigo de la comisaría me llamó para decirme que habían encontrado su cadáver en un túnel abandonado de las alcantarillas en Ciutat Vella. Las manos artificiales que Kolvenik había creado para él habían sido amputadas. Pero eso venía en la prensa.

Lo que los diarios no publicaron es que la policía encontró una palabra escrita con sangre en la pared del túnel: "Teufel".

– ¿"Teufel"?

– Es alemán -dijo Marina. Significa "diablo".

– También es el nombre del símbolo de Kolvenik -nos desveló Florián.

– ¿La mariposa negra?

Él movió afirmativamente la cabeza.

– ¿Por qué se llama así? -preguntó Marina.

– No soy entomólogo. Sólo sé que Kolvenik las coleccionaba -dijo.

Se acercaba el mediodía y Florián nos invitó a comer algo en un bar que había junto a la estación. A todos nos apetecía salir de aquella casa. El dueño del bar parecía amigo de Florián y nos guió a una mesa apartada junto a la ventana.

– ¿Visita de los nietos, jefe? -le preguntó, sonriente.

El aludido asintió sin dar más explicaciones. Un camarero nos sirvió unas raciones de tortilla y pan con tomate; también trajo una cajetilla de Ducados para Florián. Saboreando la comida, que estaba excelente, Florián prosiguió su relato.

– Al iniciar la investigación sobre la Velo Granell, averigüé que Mijail Kolvenik no tenía un pasado claro… En Praga no había registro alguno de su nacimiento y nacionalidad. Probablemente Mijail no era su verdadero nombre.

– ¿Quién era entonces? -pregunté.

Hace más de treinta años que me hago esa pregunta. De hecho, cuando me puse en contacto con la policía de Praga, sí descubrí el nombre de un tal Mijail Kolvenik, pero aparecía en los registros de Wolfterhaus.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– El manicomio municipal. Pero no creo que Kolvenik hubiese estado nunca allí. Simplemente adoptó el nombre de uno de los internos. Kolvenik no estaba loco.

– ¿Por qué motivo adoptaría Kolvenik la identidad de un paciente de un manicomio? -preguntó Marina.

– No era algo tan inusual en la época explicó Florián. En tiempos de guerra, cambiar de identidad puede significar nacer de nuevo. Dejar atrás un pasado indeseable. Sois muy jóvenes y no habéis vivido una guerra. No se conoce a la gente hasta que se ha vivido una guerra…

– ¿Tenía Kolvenik algo que ocultar? -pregunté. Si la policía de Praga estaba informada respecto a él, sería por algo…

– Pura coincidencia de apellidos. Burocracia. Creedme, sé de lo que hablo -dijo Florián. Suponiendo que el Kolvenik de sus archivos fuese nuestro Kolvenik, dejó poco rastro. Su nombre se mencionaba en la investigación de la muerte de un cirujano de Praga, un hombre llamado Antonin Kolvenik. El caso fue cerrado y la muerte atribuida a causas naturales.

– ¿Por qué motivo entonces llevaron a ese Mijail Kolvenik a un manicomio? -interrogó Marina esta vez.

Florián dudó unos instantes, como si no se atreviese a contestar. Se sospechaba que había hecho algo con el cuerpo del fallecido…

– ¿Algo?

– La policía de Praga no aclaró el qué -replicó Florián secamente, y encendió otro cigarrillo.

Nos sumimos en un largo silencio.

– ¿Qué hay de la historia que nos explicó el doctor Shelley? Acerca del hermano gemelo de Kolvenik, la enfermedad degenerativa y…

– Eso es lo que Kolvenik le explicó. Ese hombre mentía con la misma facilidad con que respiraba. Y Shelley tenía buenas razones para creerle sin hacer preguntas -dijo Florián. Kolvenik financiaba su instituto médico y sus investigaciones hasta la última peseta. Shelley era prácticamente un empleado más de la Velo Granell.

Un esbirro…

– Así pues, ¿el hermano gemelo de Kolvenik era otra ficción? estaba desconcertado. Su existencia justificaría la obsesión de Kolvenik por las víctimas con deformaciones y…

– No creo que el hermano fuese una ficción -cortó Florián. En mi opinión.

– ¿Entonces?

– Creo que ese niño del que hablaba era en realidad él mismo.

– Una pregunta más, inspector…

– Ya no soy inspector, hija.

– Víctor, entonces. ¿Todavía es Víctor, verdad?

Aquélla fue la primera vez que vi sonreír a Florián de manera relajada y abierta.

– ¿Cuál es la pregunta?

– Nos ha dicho que, al investigar las acusaciones de fraude de la Velo Granell, descubrieron que había algo más…

– Sí. Al principio creímos que era un subterfugio, lo típico: cuentas de gastos y pagos inexistentes para evadir impuestos, pagos a hospitales, centros de acogida de indigentes, etc. Hasta que a uno de mis hombres le resultó extraño que ciertas partidas de gastos se facturasen, con la firma y aprobación del doctor Shelley, desde el servicio de Necropsias de varios hospitales de Barcelona. Los depósitos de cadáveres, vamos aclaró el ex policía. La "morgue".

– ¿Kolvenik vendía cadáveres? -sugirió Marina.

– No. Los estaba comprando. Por docenas. Vagabundos. Gentes que morían sin familia ni conocidos. Suicidas, ahogados, ancianos abandonados… Los olvidados de la ciudad.

El murmullo de una radio se perdía en el fondo, como un eco de nuestra conversación.

– ¿Y qué hacía Kolvenik con esos cuerpos?

– Nadie lo sabe repuso Florián. Nunca llegamos a encontrarlos.

– Pero usted tiene una teoría al respecto, ¿no es así, Víctor? -continuó Marina.

Florián nos observó en silencio. -No.

Para ser un policía, aunque estuviese retirado, mentir no se le daba bien. Marina no insistió en el tema. El inspector se veía cansado, consumido por sombras que poblaban sus recuerdos. Toda su ferocidad se había desmoronado. El cigarrillo le temblaba en las manos y se hacía difícil determinar quién se estaba fumando a quién.

– En cuanto a ese invernadero del que me habéis hablado… No volváis a él. Olvidad todo este asunto. Olvidad ese álbum de fotografías, esa tumba sin nombre y esa dama que la visita. Olvidad a Sentís, a Shelley y a mí, que no soy más que un pobre viejo que no sabe ni lo que se dice. Este asunto ha destruido ya suficientes vidas. Dejadlo.

Hizo señas al camarero para que anotase la consumición en su cuenta y concluyó:

– Prometedme que me haréis caso.

Me pregunté cómo íbamos a dejar correr el asunto cuando precisamente el asunto venía corriendo detrás de nosotros. Después de lo que había sucedido la noche anterior, sus consejos me sonaban a cuento de hadas.

– Lo intentaremos -aceptó Marina por los dos.

– El camino al infierno está hecho de buenas intenciones -repuso Florián.

El inspector nos acompañó hasta la estación del funicular y nos dio el teléfono del bar.

– Aquí me conocen. Si necesitáis cualquier cosa, llamad y me darán el recado. A cualquier hora del día o la noche. Manu, el dueño, tiene insomnio crónico y pasa las noches escuchando la BBC a ver si aprende idiomas, o sea que no molestaréis…

– No sé cómo agradecerle…

– Agradecédmelo haciéndome caso y manteniéndoos al margen de este enredo -cortó Florián.

Asentimos. El funicular abrió sus puertas.

– ¿Y usted, Víctor? -preguntó Marina. ¿Qué va a hacer usted?

– Lo que hacemos todos los ancianos: sentarme a recordar y preguntarme qué hubiera pasado si lo hubiese hecho todo al revés. Anda, marchaos ya…

Nos metimos en el vagón y nos sentamos junto a la ventana. Atardecía. Sonó un silbato y las puertas se cerraron. El funicular inició el descenso con una sacudida. Lentamente las luces de Vallvidrera fueron quedando atrás, igual que la silueta de Florián, inmóvil en el andén.

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