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Charlamos durante una hora. Me habló de libros que había leído de adolescente, de viajes que nunca había llegado a hacer… Kolvenik era un hombre carismático. La inteligencia le ardía en los ojos.

Por mucho que lo intenté, no pude evitar que me cayese bien. Es más, sentí pena por él, aunque se suponía que yo era el cazador y él, la presa. Observé que cojeaba y se apoyaba en un bastón de marfil labrado. "Creo que nadie ha perdido tantos amigos en un día", le dije.

Sonrió y rechazó tranquilamente la idea. "Se equivoca, inspector. En ocasiones como ésta, uno nunca invita a los amigos." Me preguntó muy cortésmente si tenía planeado persistir en su persecución. Le dije que no pararía hasta llevarle a los tribunales. Recuerdo que me preguntó: "¿Qué podría hacer yo para disuadirle de tal propósito, amigo Florián?". "Matarme", repliqué. "Todo a su tiempo, inspector", me dijo, sonriendo. Con estas palabras se alejó, cojeando.

No le volví a ver…, pero sigo vivo. Kolvenik no cumplió su última amenaza.

Florián se detuvo y bebió un sorbo de agua, saboreándola como si fuese el último vaso del mundo. Se relamió los labios y prosiguió su relato.

– Desde aquel día, Kolvenik, aislado y abandonado por todos, vivió recluido con su esposa en el grotesco torreón que se había hecho construir. Nadie le vio en los años siguientes. Sólo dos personas tenían acceso a él. Su antiguo chofer, un tal Luis Claret. Claret era un pobre desgraciado que adoraba a Kolvenik y se negó a abandonarle incluso después de que no pudiese ni pagarle su sueldo. Y su médico personal, el doctor Shelley, a quien también estábamos investigando. Nadie más veía a Kolvenik. Y el testimonio de Shelley asegurándonos que se encontraba en su mansión del parque Güell, afectado por una enfermedad que no nos supo explicar, no nos convencía lo más mínimo, sobre todo después de echar un vistazo a sus archivos y su contabilidad.

Durante un tiempo llegamos a sospechar que Kolvenik había muerto o había huido al extranjero, y que todo aquello era una farsa. Shelley seguía alegando que Kolvenik había contraído una extraña dolencia que le mantenía confinado en su mansión. No podía recibir visitantes ni salir de su refugio bajo ninguna circunstancia; ése era su dictamen.

– Ni nosotros, ni el juez lo creíamos. El 31 de diciembre de 1948 obtuvimos una orden de registro para inspeccionar el domicilio de Kolvenik y una orden de arresto contra él. Gran parte de la documentación confidencial de la empresa había desaparecido. Sospechábamos que se encontraba oculta en su residencia. Habíamos amasado ya suficientes indicios para acusar a Kolvenik de fraude y evasión fiscal. No tenía sentido esperar más.

– El último día de 1948 iba a ser el último en libertad para Kolvenik. Una brigada especial estaba preparada para acudir a la mañana siguiente al torreón. A veces, con los grandes criminales, uno debe resignarse a atraparlos en los detalles…

El puro de Florián se había apagado de nuevo. El inspector le echó un último vistazo y lo dejó caer en una maceta vacía. Había más restos de cigarros allí, en una suerte de fosa común para colillas.

– Esa misma noche, un pavoroso incendio destruyó la vivienda y acabó con la vida de Kolvenik y su esposa Eva. Al amanecer se encontraron los dos cuerpos carbonizados, abrazados en el desván…

Nuestras esperanzas de cerrar el caso ardieron con ellos. Nunca dudé de que el incendio había sido provocado. Por un tiempo creí que Benjamín Sentís y otros miembros de la directiva de la empresa estaban detrás.

– ¿Sentís? -interrumpí.

– No era ningún secreto que Sentís detestaba a Kolvenik por haber conseguido el control de la empresa de su padre, pero tanto él como los demás tenían mejores razones para desear que el caso nunca llegase a los tribunales. Muerto el perro, se acabó la rabia. Sin Kolvenik, el puzzle no tenía sentido. Podría decirse que aquella noche muchas manos manchadas de sangre se limpiaron al fuego. Pero, una vez más, como en todo lo relacionado con aquel escándalo desde el primer día, nunca pudo probarse nada. Todo acabó en cenizas.

– Todavía hoy, la investigación sobre la Velo Granell es el mayor enigma de la historia del departamento de policía de esta ciudad. Y el mayor fracaso de mi vida…

– Pero el incendio no fue culpa suya -ofrecí.

– Mi carrera en el departamento quedó arruinada. Fui asignado a la brigada antisubversiva. ¿Sabéis lo que es eso? Los cazadores de fantasmas. Así se les conocía en el departamento. Hubiera dejado el puesto, pero eran tiempos de hambre y mantenía a mi hermano y a su familia con mi sueldo. Además, nadie iba a dar empleo a un ex policía.

La gente estaba harta de espías y chivatos. Así que me quedé. El trabajo consistía en registros a medianoche en pensiones andrajosas que albergaban a jubilados y mutilados de guerra para buscar copias de "El capital" y octavillas socialistas escondidas en bolsas de plástico dentro de la cisterna del inodoro, cosas así…

– A principios de 1949 creí que todo había acabado para mí. Todo lo que podía salir mal había salido peor. O eso creía yo. Al amanecer del 13 de diciembre de 1949, casi un año después del incendio donde murieron Kolvenik y su esposa, los cuerpos despedazados de dos inspectores de mi antigua unidad fueron hallados a las puertas del viejo almacén de la Velo Granell, en el Borne. Se supo que habían acudido allí investigando un informe anónimo que les había llegado sobre el caso de la Velo Granell. Una trampa. La muerte que encontraron no se la desearía ni a mi peor enemigo. Ni las ruedas de un tren hacen con un cuerpo lo que yo vi en el depósito del forense… Eran buenos policías. Armados. Sabían lo que hacían. El informe dijo que varios vecinos oyeron disparos. Se encontraron catorce casquillos de nueve milímetros en el área del crimen.

Todos ellos provenían de las armas reglamentarias de los inspectores. No se encontró ni un solo impacto o proyectil en las paredes.

– ¿Cómo se explica eso? -preguntó Marina.

No tiene explicación. Es sencillamente imposible. Pero ocurrió… Yo mismo vi los casquillos e inspeccioné la zona.

Marina y yo intercambiamos una mirada.

– ¿Podría ser que los disparos fueran efectuados contra un objeto, un coche o un carruaje por ejemplo, que absorbió las balas y luego desapareció de allí sin dejar rastro? -propuso Marina.

– Tu amiga sería una buena policía. Ésa es la hipótesis que manejamos en su momento, pero aún no había evidencias que la apoyasen. Proyectiles de ese calibre tienden a rebotar sobre superficies metálicas y dejan un rastro de varios impactos o, en cualquier caso, restos de metralla. No se encontró nada.

– Días más tarde, en el entierro de mis compañeros, me encontré con Sentís -continuó Florián. Estaba turbado, con aspecto de no haber dormido en días. Llevaba la ropa sucia y apestaba a alcohol. Me confesó que no se atrevía a volver a su casa, que llevaba días vagando, durmiendo en locales públicos… "Mi vida no vale nada, Florián", me dijo. "Soy un hombre muerto." Le ofrecí la protección de la policía. Se rió. Incluso le propuse refugiarse en mi casa. Se negó. "No quiero tener su muerte en la conciencia, Florián", dijo antes de perderse entre la gente.

En los siguientes meses, todos los antiguos miembros del consejo directivo de la Velo Granell encontraron la muerte, teóricamente, de un modo natural. Fallo cardíaco, fue el dictamen médico en todos los casos. Las circunstancias eran similares. A solas en sus lechos, siempre a medianoche, siempre arrastrándose por el suelo…, huyendo de una muerte que no dejaba rastro. Todos excepto Benjamín Sentís. No volví a hablar con él en treinta años, hasta hace unas semanas.

– Antes de su muerte… -apunté.

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