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Sentí que me faltaba el aire. Era imposible aceptar la visión que se ofrecía a nuestros ojos. Atrapados en las tinieblas, colgando de garfios herrumbrosos, había docenas de cuerpos inertes, incompletos. Sobre dos grandes mesas yacían en un caos completo unas extrañas herramientas: piezas de metal, engranajes y mecanismos construidos en madera y acero. Una colección de frascos reposaba en una vitrina de cristal, un juego de jeringas hipodérmicas y un muro repleto de instrumentos quirúrgicos sucios, ennegrecidos.

– ¿Qué es esto? -murmuró Florián, tenso.

Una figura de madera y piel, de metal y hueso yacía sobre una de las mesas como un macabro juguete inacabado. Representaba a un niño con ojos redondos de reptil; una lengua bífida asomaba entre sus labios negros. Sobre la frente, marcado a fuego, se podía ver claramente el símbolo de la mariposa.

– Es su taller… Aquí es donde los crea… -se me escapó en voz alta.

Y entonces los ojos de aquel muñeco infernal se movieron. Giró la cabeza. Sus entrañas producían el sonido de un reloj al ajustarse.

Sentí sus pupilas de serpiente posarse sobre las mías. La lengua bífida se relamió los labios. Nos estaba sonriendo.

– Salgamos de aquí -dijo Florián. ¡Ahora mismo!

Regresamos a la galería y cerramos la compuerta a nuestras espaldas. Florián respiraba entrecortadamente. Yo no podía ni hablar. Tomó la linterna de mis manos temblorosas e inspeccionó el túnel. Mientras lo hacía, pude ver una gota atravesar el haz de luz.

Y otra. Y otra más. Gotas brillantes de color escarlata. Sangre. Nos miramos en silencio. Algo estaba goteando desde el techo.

Florián me indicó que me retirase unos pasos con un gesto y dirigió el haz de luz hacia arriba. Vi cómo el rostro de Florián palidecía y su mano firme empezaba a temblar.

– Corre -fue lo único que me dijo. ¡Vete de aquí!

Alzó el revólver después de lanzarme una última mirada. Leí en ella primero terror y después la rara certeza de la muerte. Despegó los labios para decir algo más, pero jamás llegó a brotar sonido alguno de su boca. Una figura oscura se precipitó sobre él y le golpeó antes de que pudiera mover un músculo. Sonó un disparo, un estallido ensordecedor rebotando contra la pared. La linterna fue a parar a una corriente de agua. El cuerpo de Florián salió despedido contra el muro con tal fuerza que abrió una brecha en forma de cruz en las baldosas ennegrecidas. Tuve la certeza de que estaba muerto antes de que se desprendiese de la pared y cayese al suelo, inerte.

Eché a correr buscando desesperadamente el camino de vuelta. Un aullido animal inundó los túneles. Me volví. Una docena de figuras reptaba desde todos los ángulos.

Corrí como no lo había hecho en la vida, escuchando la jauría invisible aullar a mi espalda, tropezando. La imagen del cuerpo de Florián incrustado en la pared seguía clavada en mi mente.

Estaba cerca de la salida cuando una silueta saltó al frente, apenas unos metros más allá, impidiéndome alcanzar las escaleras de subida. Me detuve en seco. La luz que se filtraba me mostró el rostro de un arlequín. Dos rombos negros cubrían su mirada de cristal y unos labios de madera pulida mostraban colmillos de acero. Di un paso atrás. Dos manos se posaron sobre mis hombros. Unas uñas me rasgaron la ropa. Algo me rodeó el cuello.

Era viscoso y frío. Sentí el nudo cerrarse, cortándome la respiración. Mi visión empezó a desvanecerse. Algo me agarró los tobillos. Frente a mí, el arlequín se arrodilló y extendió las manos hacia mi cara. Creí que iba a perder el conocimiento. Recé por que así fuese. Un segundo más tarde, aquella cabeza de madera, piel y metal estalló en pedazos.

El disparo provenía de mi derecha. El estruendo se me clavó en los tímpanos y el olor a pólvora impregnó el aire. El arlequín se desmoronó a mis pies. Hubo un segundo disparo. La presión sobre mi garganta desapareció y caí de bruces. Sólo percibía el olor intenso de la pólvora. Noté que alguien tiraba de mí. Abrí los ojos y atiné a ver cómo un hombre se inclinaba sobre mí y me alzaba.

Percibí de pronto la claridad del día y mis pulmones se llenaron de aire puro. Después perdí el conocimiento. Recuerdo haber soñado con cascos de caballos repicando mientras unas campanas resonaban sin cesar.

Capítulo 21

La habitación en la que desperté me resultó familiar. Las ventanas estaban cerradas y una claridad diáfana se filtraba desde los postigos. Una figura se alzaba a mi lado, observándome en silencio.

Marina.

– Bienvenido al mundo de los vivos.

Me incorporé de golpe. La visión se me nubló al instante y sentí astillas de hielo taladrándome el cerebro. Marina me sostuvo mientras el dolor se apagaba lentamente.

– Tranquilo -me susurró.

– ¿Cómo he llegado aquí…?

– Alguien te trajo al amanecer. En un carruaje. No dijo quién era.

– Claret… -murmuré, mientras las piezas empezaban a encajar en mi mente.

Era Claret quien me había sacado de los túneles y quien me había traído de nuevo al caserón de Sarriá. Comprendí que le debía la vida.

– Me has dado un susto de muerte. ¿Dónde has estado? He pasado toda la noche esperándote. No vuelvas a hacerme algo así en la vida, ¿me oyes?

Me dolía todo el cuerpo, incluso al mover la cabeza para asentir.

Me tendí de nuevo. Marina me acercó un vaso de agua fresca a los labios. Me lo bebí de un trago.

– ¿Quieres más, verdad?

Cerré los ojos y la oí llenar de nuevo el vaso.

– ¿Y Germán? le pregunté.

– En su estudio. Estaba preocupado por ti. Le he dicho que algo te había sentado mal.

– ¿Y te ha creído?

– Mi padre cree todo lo que yo le digo -repuso Marina, sin malicia.

Me tendió el vaso de agua.

– ¿Qué hace tantas horas en su estudio si ya no pinta?

Marina me tomó la muñeca y comprobó mi pulso.

– Mi padre es un artista -dijo luego. Los artistas viven en el futuro o en el pasado; nunca en el presente. Germán vive de recuerdos. Es todo cuanto tiene.

– Te tiene a ti.

– Yo soy el mayor de sus recuerdos -dijo mirándome a los ojos. Te he traído algo para comer. Tienes que reponer fuerzas.

Negué con la mano. La sola idea de comer me producía náuseas.

Marina me puso una mano en la nuca y me sostuvo mientras bebía de nuevo. El agua fría, limpia sabía a bendición.

– ¿Qué hora es?

– Media tarde. Has dormido casi ocho horas.

Me posó la mano en la frente y la dejó allí unos segundos.

– Al menos ya no tienes fiebre.

Abrí los ojos y sonreí. Marina me observaba seria, pálida.

– Delirabas. Hablabas en sueños…

– ¿Qué decía?

– Tonterías.

Me llevé los dedos a la garganta. La sentía dolorida.

– No te toques -dijo Marina, apartándome la mano. Tienes una buena herida en el cuello. Y cortes en los hombros y la espalda. ¿Quién te ha hecho eso?

– No lo sé…

Marina suspiró, impaciente.

– Me tenías muerta de miedo.

– No sabía qué hacer. Me acerqué a una cabina para llamar a Florián, pero me dijeron en el bar que tú acababas de llamar y que el inspector había salido sin decir adónde iba. Volví a llamar poco antes del amanecer y aún no había vuelto…

– Florián está muerto. -advertí que la voz se me rompía al pronunciar el nombre del pobre inspector. Ayer por la noche volví al cementerio otra vez -empecé.

– Tú estás loco -me interrumpió Marina.

Probablemente tenía razón. Sin mediar palabra, me ofreció un tercer vaso de agua. Lo apuré hasta la última gota. Luego, lentamente, le expliqué lo que había sucedido la noche anterior. Al finalizar mi relato Marina se limitó a mirarme en silencio. Me pareció que le preocupaba algo más, algo que no tenía nada que ver con todo cuanto le había explicado. Me instó a que comiese lo que me había traído, con hambre o sin ella. Me ofreció pan con chocolate y no me quitó ojo de encima hasta que no di pruebas de engullir casi media pastilla y un panecillo del tamaño de un taxi. El latigazo de azúcar en la sangre no se hizo esperar y pronto me sentí revivir.

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