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– Es para usted, Oscar, para que no se olvide de mi Marina.

De vuelta, el crepúsculo transformó el mar en una balsa de cobre fundido. Germán conducía sonriente y no cesaba de explicar anécdotas sobre sus años al volante de aquel viejo Tucker. Marina le escuchaba, riéndose de sus ocurrencias y sosteniendo la conversación con hilos invisibles de hechicera. Yo iba callado, la frente pegada a la ventana y el alma en el fondo del bolsillo. A medio camino, Marina me tomó la mano en silencio y la sostuvo entre las suyas.

Llegamos a Barcelona al anochecer. Germán se empeñó en acompañarme hasta la puerta del internado. Aparcó el Tucker frente a la verja y me dio la mano. Marina descendió y entró conmigo. Su presencia me quemaba y no sabía cómo irme de allí.

– Oscar, si hay algo…

– No.

– Mira, Oscar, hay cosas que tú no entiendes, pero…

– Eso es evidente corté.

– Buenas noches. Me volví para huir a través del jardín.

– Espera -dijo Marina desde la verja.

Me detuve junto al estanque.

– Quiero que sepas que hoy ha sido uno de los mejores días de mi vida -dijo.

Cuando me volví a responder, Marina ya se había marchado.

Ascendí cada peldaño de la escalera como si llevase botas de plomo. Me crucé con algunos de mis compañeros. Me miraron de reojo, como si fuese un desconocido. Los rumores de mis misteriosas ausencias habían corrido por el colegio. Poco me importaba. Cogí el periódico del día de la mesa del corredor y me refugié en mi habitación. Me tendí en la cama con el diario sobre el pecho. Escuché voces en el pasillo. Encendí la lamparilla de noche y me sumergí en el mundo para mí irreal del diario. El nombre de Marina parecía escrito en cada línea. "Ya pasará", pensé.

Al poco rato, la rutina de las noticias me sosegó. Nada mejor que leer acerca de los problemas de los demás para olvidar los propios. Guerras, estafas, asesinatos, fraudes, himnos, desfiles y fútbol. El mundo seguía sin cambios. Más tranquilo, seguí leyendo. Al principio no lo advertí. Era una pequeña nota, un breve para rellenar espacio. Doblé el diario y lo coloqué bajo la luz.

Cadáver hallado en un túnel de alcantarillado del barrio Barcelona. Gustavo Berceo, redacción.

El cuerpo de Benjamín Sentís, de ochenta y tres años de edad y natural de Barcelona, fue hallado la madrugada del viernes en una boca del colector cuarto de la red de alcantarillado de Ciutat Vella. Se desconoce cómo llegó el cadáver hasta ese tramo, cerrado desde 1941. La causa de la muerte se atribuye a un paro cardíaco. Pero, según nuestras fuentes, al cuerpo del fallecido se le habían amputado ambas manos.

Benjamín Sentís, retirado, adquirió cierta notoriedad en los años cuarenta en torno al escándalo de la empresa Velo Granell, de la que fue socio accionista. En los últimos años había vivido recluido en un pequeño piso de la calle Princesa, sin parentescos conocidos y casi arruinado.

Capítulo 12

Pasé la noche en vela, dándole vueltas al relato que Sentís me había explicado. Releí la noticia de su muerte una y otra vez, esperando encontrar en ella alguna clave secreta entre los puntos y las comas. El anciano me había ocultado que él era el socio de Kolvenik en la Velo Granell. Si el resto de su historia era consistente, supuse que Sentís debía de haber sido el hijo del fundador de la empresa, el hijo que había heredado el cincuenta por ciento de las acciones de la compañía al ser nombrado Kolvenik director general.

Esta revelación cambiaba todas las piezas del rompecabezas de lugar. Si Sentís me había mentido en ese punto, podía haberme mentido en todo lo demás.

La luz del día me sorprendió intentando dilucidar qué significado tenían la historia y su desenlace. Ese mismo martes me escabullí durante la pausa del mediodía para encontrarme con Marina. Ella, que parecía haberme leído el pensamiento una vez más, esperaba en el jardín con una copia del diario del día anterior en las manos. Una simple mirada me bastó para saber que ya había leído la noticia de la muerte de Sentís.

– Ese hombre te mintió… Y ahora está muerto.

Marina echó un vistazo hacia la casa, como si temiese que Germán pudiese oírnos.

– Mejor será que vayamos a dar una vuelta -propuso.

Acepté, aunque tenía que volver a clase en menos de media hora.

Nuestros pasos nos dirigieron hacia el parque de Santa Amelia, en la frontera con el barrio de Pedralbes. Una mansión restaurada recientemente como centro cívico se alzaba en el corazón del parque. Uno de los antiguos salones albergaba ahora una cafetería. Nos sentamos a una mesa junto a un amplio ventanal. Marina leyó en voz alta la noticia que yo casi era capaz de recitar de memoria.

– No dice en ningún sitio que haya sido un asesinato -aventuró Marina, con poca convicción.

– Ni falta que hace. Un hombre que ha vivido recluido durante veinte años aparece muerto en las alcantarillas, donde alguien se ha entretenido en quitarle las dos manos, de propina, antes de abandonar el cuerpo…

– De acuerdo. Es un asesinato.

– Es más que un asesinato -dije, con los nervios de punta. ¿Qué hacía Sentís en un túnel abandonado de las alcantarillas en mitad de la noche?

Un camarero que secaba vasos aburrido tras la barra nos escuchaba.

– Baja la voz -susurró Marina.

Asentí y traté de calmarme.

– Tal vez deberíamos ir a la policía y explicar lo que sabemos -apuntó Marina.

– Pero no sabemos nada -objeté.

– Sabemos algo más que ellos, probablemente. Hace una semana una misteriosa mujer te hace llegar una tarjeta con la dirección de Sentís y el símbolo de la mariposa negra. Tú visitas a Sentís, quien dice no saber nada del asunto, pero te explica una extraña historia sobre Mijail Kolvenik y la empresa Velo Granell, envuelta en turbios asuntos cuarenta años atrás. Por algún motivo olvida decirte que él formó parte de esa historia, que de hecho él era el hijo del socio fundador, el hombre para quien ese tal Kolvenik creó dos manos artificiales tras un accidente en la factoría… Siete días más tarde, Sentís aparece muerto en las cloacas…

– Sin las manos ortopédicas… -añadí, recordando que Sentís se había mostrado reticente a estrecharme la mano al recibirme.

Al pensar en su mano rígida, sentí un escalofrío.

– Por alguna razón, cuando entramos en aquel invernadero nos cruzamos en el camino de algo -dije, tratando de poner orden en mi mente, y ahora hemos pasado a formar parte de ello. La mujer de negro acudió a mí con esa tarjeta…

– Oscar, no sabemos si acudió a ti ni cuáles eran sus motivos. No sabemos ni quién es…

– Pero ella sí sabe quiénes somos nosotros y dónde encontrarnos. Y si ella lo sabe…

Marina suspiró.

– Llamemos ahora mismo a la policía y olvidé monos de todo esto cuanto antes -dijo. No me gusta y además no es asunto nuestro.

– Lo es, desde que decidimos seguir a la dama en el cementerio…

Marina desvió la mirada hacia el parque. Dos niños jugueteaban con una cometa, intentado alzarla al viento. Sin apartar los ojos de ellos, murmuró lentamente:

– ¿Qué sugieres entonces?

Sabía perfectamente lo que yo tenía en mente.

El sol se ponía sobre la iglesia de la Plaza Sarriá cuando Marina y yo nos adentramos en el Paseo de la Bonanova rumbo al invernadero. Habíamos tenido la precaución de coger una linterna y una caja de fósforos. Torcimos en la calle Iradier y nos adentramos en los pasajes solitarios que bordeaban la vía de los ferrocarriles.

El eco de los trenes ascendiendo hacia Vallvidrera se filtraba entre las arboledas. No tardamos en encontrar el callejón donde habíamos perdido de vista a la dama y la verja que ocultaba el invernadero al fondo. Un manto de hojas secas cubría el empedrado. Sombras gelatinosas se extendían a nuestro alrededor mientras penetrábamos en la maleza. La hierba silbaba al viento y el rostro de la luna sonreía entre resquicios en el cielo. Al caer la noche, la hiedra que cubría el invernadero me hizo pensar en una cabellera de serpientes. Rodeamos la estructura del edificio y encontramos la puerta trasera. La lumbre de un fósforo reveló el símbolo de Kolvenik y la Velo Granell, empañado por el musgo. Tragué saliva y miré a Marina. Su rostro exhalaba un brillo cadavérico.

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