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Sostener su mirada en aquellos primeros momentos fue lo más difícil. Le habían cortado el pelo como a un muchacho. Sin su larga cabellera, Marina me pareció humillada, desnuda. Me mordí la lengua con fuerza para conjurar las lágrimas que me ascendían del alma.

– Me lo tuvieron que cortar… -dijo, adivina. Por las pruebas.

Vi que tenía marcas en el cuello y en la nuca que dolían con sólo mirar. Traté de sonreír y le tendí el paquete.

– A mí me gusta -comenté como saludo.

Aceptó el paquete y lo dejó en su regazo. Me acerqué y me senté junto a ella en silencio. Me tomó la mano y me la apretó con fuerza.

Había perdido peso. Se le podían leer las costillas bajo un camisón blanco de hospital. Dos círculos oscuros se dibujaban bajo sus ojos.

Sus labios eran dos líneas finas y resecas. Sus ojos color ceniza ya no brillaban. Con manos inseguras abrió el paquete y extrajo el libro del interior. Lo hojeó y alzó la mirada, intrigada.

– Todas las páginas están en blanco…

– De momento -repliqué yo. Tenemos una buena historia que contar, y lo mío son los ladrillos.

Apretó el libro contra su pecho.

– ¿Cómo ves a Germán? -me preguntó.

– Bien -mentí. Cansado, pero bien.

– Y tú, ¿cómo estás?

– ¿Yo?

– No, yo. ¿Quién va a ser?

– Yo estoy bien.

– Ya, sobre todo después de la arenga del sargento Rojas…

Enarqué las cejas como si no tuviese la menor idea de lo que me estaba hablando.

– Te he echado de menos -dijo.

– Yo también.

Nuestras palabras se quedaron suspendidas en el aire. Durante un largo instante nos miramos en silencio. Vi cómo la fachada de Marina se iba desmoronando.

– Tienes derecho a odiarme -dijo entonces.

– ¿Odiarte? ¿Por qué iba a odiarte?

– Te mentí -dijo Marina. Cuando viniste a devolver el reloj de Germán, ya sabía que estaba enferma. Fui egoísta, quise tener un amigo… y creo que nos perdimos por el camino.

Desvié la mirada a la ventana.

– No, no te odio.

– Me apretó la mano de nuevo.

Marina se incorporó y me abrazó.

– Gracias por ser el mejor amigo que nunca he tenido -susurró a mi oído.

Sentí que se me cortaba la respiración. Quise salir corriendo de allí. Marina me apretó con fuerza y recé pidiendo que no se diese cuenta de que estaba llorando. El doctor Rojas me iba a quitar el carné.

– Si me odias sólo un poco, el doctor Rojas no se molestará dijo entonces. Seguro que va bien para los glóbulos blancos o algo así.

Entonces sólo un poco.

Gracias.

Capítulo 27

En las semanas que siguieron Germán Blau se convirtió en mi mejor amigo. Tan pronto acababan las clases en el internado a las cinco y media de la tarde, corría a reunirme con el viejo pintor. Tomábamos un taxi hasta el hospital y pasábamos la tarde con Marina hasta que las enfermeras nos echaban de allí.

En aquellos paseos desde Sarriá a la avenida de Gaudí aprendí que Barcelona puede ser la ciudad más triste del mundo en invierno. Las historias de Germán y sus recuerdos pasaron a ser los míos.

En las largas esperas en los pasillos desolados del hospital, Germán me confesó intimidades que no había compartido con nadie más que con su esposa. Me habló de sus años con su maestro Salvat, de su matrimonio y de cómo sólo la compañía de Marina le había permitido sobrevivir a la pérdida de su mujer. Me habló de sus dudas y de sus miedos, de cómo toda una vida le había enseñado que cuanto tenía por cierto era una simple ilusión y que había demasiadas lecciones que no valía la pena aprender. También yo hablé con él sin trabas por primera vez, le hablé de Marina, de mis sueños como futuro arquitecto, en unos días en los que había dejado de creer en el futuro. Le hablé de mi soledad y de cómo hasta encontrarlos a ellos había tenido la sensación de estar perdido en el mundo por casualidad. Le hablé de mi temor a volver a estarlo si los perdía. Germán me escuchaba y me entendía. Sabía que mis palabras no eran más que un intento por aclarar mis propios sentimientos y me dejaba hacer.

Guardo un recuerdo especial de Germán Blau y de los días que compartimos en su casa y en los pasillos del hospital. Ambos sabíamos que sólo nos unía Marina y que, en otras circunstancias, jamás hubiésemos llegado a cruzar una palabra. Siempre creí que Marina llegó a ser quien era gracias a él y no me cabe duda de que lo poco que yo soy se lo debo también a él más de lo que me gusta admitir.

Conservo sus consejos y sus palabras guardados bajo llave en el cofre de mi memoria, convencido de que algún día me servirán para responder a mis propios miedos y a mis propias dudas.

Aquel mes de marzo llovió casi todos los días. Marina escribía la historia de Kolvenik y Eva Irinova en el libro que le había regalado mientras decenas de médicos y auxiliares iban y venían con pruebas, análisis y más pruebas y más análisis. Fue por entonces cuando recordé la promesa que le había hecho a Marina en una ocasión, en el funicular de Vallvidrera, y empecé a trabajar en la catedral. Su catedral.

Conseguí un libro en la biblioteca del internado sobre la catedral de Chartres y empecé a dibujar las piezas del modelo que pensaba construir. Primero las recorté en cartulina. Después de mil intentos que casi me convencieron de que jamás sería capaz de diseñar una simple cabina de teléfonos, encargué a un carpintero de la calle Margenat que recortase mis piezas sobre láminas de madera.

– ¿Qué es lo que estás construyendo, muchacho? me preguntaba, intrigado. ¿Un radiador?

– Una catedral.

Marina me observaba con curiosidad mientras erigía su pequeña catedral en la repisa de la ventana. A veces, hacía bromas que no me dejaban dormir durante días.

– ¿No te estás dando mucha prisa, Oscar? preguntaba. Es como si esperases que me fuese a morir mañana.

Mi catedral pronto empezó a hacerse popular entre los otros pacientes de la habitación y sus visitantes. Doña Carmen, una sevillana de ochenta y cuatro años que ocupaba la cama de al lado me lanzaba miradas de escepticismo.

Tenía una fuerza de carácter capaz de reventar ejércitos y un trasero del tamaño de un seiscientos. Llevaba al personal del hospital a golpe de pito. Había sido estraperlista, cupletera, "bailaora", contrabandista, cocinera, estanquera y Dios sabe qué más. Había enterrado dos maridos y tres hijos.

Una veintena de nietos, sobrinos y demás parientes acudían a verla y a adorarla. Ella los ponía a raya diciendo que las pamplinas eran para los bobos. A mí siempre me pareció que doña Carmen se había equivocado de siglo y que, de haber estado ella allí, Napoleón no habría pasado de los Pirineos. Todos los presentes, excepto la diabetes, éramos de la misma opinión.

En el otro lado de la habitación estaba Isabel Llorente, una dama con aire de maniquí que hablaba en susurros y que parecía escapada de una revista de modas de antes de la guerra. Se pasaba el día maquillándose y mirándose en un pequeño espejo ajustándose la peluca. La quimioterapia la había dejado como una bola de billar, pero ella estaba convencida de que nadie lo sabía. Me enteré de que había sido "Miss" Barcelona en 1934 y la querida de un alcalde de la ciudad. Siempre nos hablaba de un romance con un formidable espía que en cualquier momento volvería a rescatarla de aquel horrible lugar donde la habían confinado. Doña Carmen ponía los ojos en blanco cada vez que la oía. Nunca la visitaba nadie y bastaba con decirle lo guapa que estaba para que sonriese una semana.

Una tarde de jueves a finales de marzo llegamos a la habitación y encontramos su cama vacía. Isabel Llorente había fallecido aquella mañana, sin darle tiempo a su galán a que la rescatase.

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