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Cerré los ojos y seguí golpeando con toda el alma a aquel siniestro títere hasta sentir que la cabeza se desencajaba del cuerpo. Sólo entonces sus garras nos liberaron.

Rodamos sobre las piedras, cegados por la luz. Toneladas de acero cruzaron a escasos centímetros de nuestros cuerpos arrancando una lluvia de chispas. Los fragmentos despedazados del engendro salieron despedidos, humeando como las brasas que saltan en una hoguera.

Cuando el tren hubo pasado, abrimos los ojos. Me volví hacia Marina y asentí, dándole a entender que estaba bien. Nos incorporamos lentamente. Entonces sentí la punzada de dolor en la pierna.

Marina colocó mi brazo sobre sus hombros y así pude alcanzar el otro lado de las vías. Una vez allí, nos giramos a mirar atrás. Algo se movía entre los raíles, brillando bajo la luna. Era una mano de madera, segada por las ruedas del tren. La mano se agitaba en espasmos más y más espaciados, hasta que se detuvo por completo. Sin mediar palabra, ascendimos entre los arbustos hacia un callejón que conducía a la calle Anglí. Las campanas de la iglesia sonaban a lo lejos.

Afortunadamente, Germán dormitaba en su estudio cuando llegamos.

Marina me guió sigilosamente hasta uno de los baños para limpiarme la herida de la pierna a la luz de las velas. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de baldosas esmaltadas que reflejaban la llama. Una monumental bañera apoyada sobre cuatro patas de hierro se alzaba en el centro.

– Quítate los pantalones -dijo Marina, de espaldas a mí, buscando en el botiquín.

– ¿Qué?

– Ya me has oído.

Hice lo que me ordenaba y extendí la pierna sobre el borde de la bañera. El corte era más profundo de lo que había pensado y el contorno había adquirido un tono purpúreo. Me entraron náuseas.

Marina se arrodilló junto a mí y lo examinó cuidadosamente.

– ¿Te duele?

– Sólo cuando lo miro.

Mi improvisada enfermera tomó un algodón impregnado en alcohol y lo aproximó al corte.

– Esto va a escocer…

Cuando el alcohol mordió la herida, aferré el borde de la bañera con tal fuerza que debí de dejar grabadas mis huellas dactilares en él.

– Lo siento -murmuró Marina, soplando sobre el corte.

Más lo siento yo.

Respiré profundamente y cerré los ojos mientras ella seguía limpiando la herida meticulosamente. Finalmente tomó una venda del botiquín y la aplicó sobre el corte. Aseguró el esparadrapo con mano experta, sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo.

– No iban por nosotros -dijo Marina.

No supe bien a qué se refería.

– Esas figuras en el invernadero -añadió sin mirarme. Buscaban el álbum de fotografías. No debimos habérnoslo llevado…

Sentí su aliento sobre mi piel mientras aplicaba una gasa limpia.

– Sobre lo del otro día, en la playa… -empecé.

Marina se detuvo y alzó la mirada.

– Nada.

Marina aplicó la última tira de esparadrapo y me observó en silencio. Creí que iba a decirme algo, pero simplemente se incorporó y salió del baño.

Me quedé a solas con las velas y unos pantalones inservibles.

Capítulo 13

Cuando llegué al internado, pasada la medianoche, todos mis compañeros estaban ya acostados, aunque desde las cerraduras de sus habitaciones se filtraban agujas de luz que iluminaban el pasillo. Me deslicé de puntillas hasta mi cuarto. Cerré la puerta con sumo cuidado y miré el despertador de la mesilla. Casi la una de la madrugada. Encendí la lámpara y extraje de mi bolsa el álbum de fotografías que nos habíamos llevado del invernadero.

Lo abrí y me sumergí de nuevo en la galería de personajes que lo poblaban. Una imagen mostraba una mano cuyos dedos estaban unidos por membranas, igual que los de un anfibio. Junto a ella, una niña de rubios tirabuzones ataviada de blanco ofrecía una sonrisa casi demoníaca, con colmillos caninos asomando entre los labios. Página tras página, crueles caprichos de la naturaleza desfilaron ante mí.

Dos hermanos albinos cuya piel parecía a punto de prender en llamas con la simple claridad de una vela. Siameses unidos por el cráneo, sus rostros enfrentados de por vida. El cuerpo desnudo de una mujer cuya columna vertebral se retorcía como una rama seca… Muchos de ellos eran niños o jóvenes. Muchos parecían menores que yo. Apenas había adultos ni ancianos. Comprendí que la esperanza de vida para aquellos infortunados era mínima.

Recordé las palabras de Marina, que aquel álbum no era nuestro y que nunca debimos habernos apropiado de él. Ahora, cuando la adrenalina ya se me había evaporado de la sangre, esa idea cobró un nuevo significado. Al examinarlo, profanaba una colección de recuerdos que no me pertenecían. Percibía que aquellas imágenes de tristeza e infortunio eran, a su manera, un álbum familiar. Pasé las páginas repetidamente, creyendo intuir entre ellas un vínculo que iba más allá del espacio y el tiempo. Por fin lo cerré y lo guardé de nuevo en mi bolsa. Apagué la luz y la imagen de Marina caminando en su playa desierta me vino a la mente. La vi alejarse en la orilla hasta que el sueño acalló la voz de la marea.

Por un día la lluvia se cansó de Barcelona y partió rumbo Norte. Como un forajido, me salté la última clase de aquella tarde para encontrarme con Marina. Las nubes se habían abierto en un telón azul.

Una lengua de sol salpicaba las calles. Ella me esperaba en el jardín, concentrada en su cuaderno secreto. Tan pronto me vio se afanó en cerrarlo. Me pregunté si estaría escribiendo sobre mí, o sobre lo que nos había sucedido en el invernadero.

– ¿Qué tal sigue tu pierna? -preguntó, aferrando el cuaderno con ambos brazos.

– Sobreviviré. Ven, tengo algo que quiero enseñarte.

Saqué el álbum y me senté junto a ella en la fuente. Lo abrí y pasé varias hojas. Marina suspiró en silencio, perturbada por aquellas imágenes.

– Aquí está -dije, deteniéndome en una fotografía, hacia el final del álbum. Esta mañana, al levantarme, me ha venido a la cabeza.

Hasta ahora no había caído, pero hoy…

Marina observó la fotografía que le mostraba. Era una imagen en blanco y negro, embrujada con la rara nitidez que sólo los viejos retratos de estudio poseen. En ella podía apreciarse un hombre cuyo cráneo estaba brutalmente deformado y cuya espina dorsal apenas

le mantenía en pie. Se apoyaba en un hombre joven ataviado con una bata blanca, lentes redondos y un corbatín a juego con su bigote pulcramente recortado. Un médico.

El doctor miraba a la cámara. El paciente se cubría los ojos con la mano, como si se avergonzase de su condición. Tras ellos se distinguía el panel de un vestidor y lo que parecía una consulta médica.

En una esquina se apreciaba una puerta entreabierta. Desde ella, mirando tímidamente la escena, una niña de muy corta edad sostenía una muñeca. La fotografía parecía más un documento médico de archivo que otra cosa.

– Fíjate bien -insistí.

– No veo más que a un pobre hombre…

– No le mires a él. Mira detrás de él.

– Una ventana…

– ¿Qué ves a través de esa ventana?

Marina frunció el ceño.

– ¿Lo reconoces? -pregunté, señalando la figura de un dragón que decoraba la fachada del edificio al otro lado de la habitación desde donde había sido tomada la fotografía.

– Lo he visto en alguna parte…

– Eso mismo pensé yo -corroboré. Aquí en Barcelona. En las Ramblas, frente al Teatro del Liceo. Repasé todas y cada una de las fotografías del álbum y ésta es la única que está tomada en Barcelona. Despegué la fotografía del álbum y se la tendí a Marina. Al dorso, en letras casi borradas, se leía:

Estudio Fotográfico Martorell Borrás 1951

Copia Doctor Joan Shelley Rambla de los Estudiantes 46 48, 1º

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