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Capítulo 17

Desperté sin aliento. Me sentía más fatigado que cuando me había acostado. Las sienes me latían cómo si me hubiese bebido dos garrafas de café negro. No sabía qué hora era, pero a juzgar por el sol debía de rondar el mediodía. Las agujas del despertador confirmaron mi diagnóstico. Las doce y media.

Me apresuré a bajar, pero la casa estaba vacía. Un servicio de desayuno, ya frío, me esperaba sobre la mesa de la cocina, junto a una nota.

a Oscar:

Hemos tenido que ir al médico. Estaremos fuera todo el día. No olvides dar de comer a Kafka. Nos veremos a la hora de cenar.

Marina

Releí la nota, estudiando la caligrafía mientras daba buena cuenta del desayuno. Kafka se dignó a aparecer minutos más tarde y le serví un tazón de leche. No sabía qué hacer aquel día. Decidí acercarme al internado para recoger algo de ropa y decirle a doña Paula que no se preocupase de limpiar mi habitación, porque iba a pasar las vacaciones con mi familia.

El paseo hasta el internado me sentó bien. Entré por la puerta principal y me dirigí al apartamento de doña Paula en el tercer piso.

Doña Paula era una buena mujer a la que nunca le faltaba una sonrisa para los internos. Llevaba treinta años viuda y Dios sabe cuántos más a régimen. "Es que soy de naturaleza de engordar, ¿sabe usted?", decía siempre. Nunca había tenido hijos y, aún ahora, rondando los sesenta y cinco, se comía con los ojos a los bebes que veía pasar en sus cochecitos cuando iba al mercado. Vivía sola, sin más compañía que dos canarios y un inmenso televisor Zenith que no apagaba hasta que el himno nacional y los retratos de la familia Real la enviaban a dormir. Tenía la piel de las manos ajada por la lejía.

Las venas de sus tobillos hinchados causaban dolor al mirarlos.

Los únicos lujos que se permitía eran una visita a la peluquería cada dos semanas y el Hola. Le encantaba leer sobre la vida de las princesas y admirar los vestidos de las estrellas de la farándula. Cuando llamé a su puerta, doña Paula estaba viendo una reposición de "El Ruiseñor de los Pirineos" en un ciclo de musicales de Joselito en Sesión de Tarde. De acompañamiento, se estaba preparando una dosis de tostadas rebosantes de leche condensada y canela.

– Buenas, doña Paula. Perdone que la moleste.

– ¡Ay, Oscar, hijo, qué vas a molestar! Pasa, pasa…

En la pantalla, Joselito le cantaba una coplilla a un cabritillo bajo la mirada benévola y encantada de una pareja de la guardia civil. Junto al televisor, una colección de figuritas de la Virgen compartía vitrina de honor con los viejos retratos de su marido Rodolfo, todo brillantina y flamante uniforme de la Falange. Pese a su devoción por su difunto esposo, doña Paula estaba encantada con la democracia porque, como ella decía, ahora la tele era en color y había que estar al día.

– Oye, qué ruido la otra noche, ¿eh? En el telediario explicaron lo del terremoto ese en Colombia y, ¡ay, mira!, no sé, que me entró un miedo en el cuerpo…

– No se preocupe, doña Paula, que Colombia está muy lejos.

– Di que sí, pero como también hablan español, no sé, digo yo que…

Pierda cuidado, que no hay peligro. Quería comentarle que no se preocupe por mi habitación. Voy a pasar la Navidad con la familia.

– ¡Ay, Oscar, qué alegría!

Doña Paula casi me había visto crecer y estaba convencida de que todo lo que yo hacía iba a misa. "Tú sí que tienes talento", solía decir, aunque nunca llegó a explicar muy bien para qué. Insistió en que me bebiese un vaso de leche y me comiese unas galletas que ella misma cocinaba. Así lo hice, a pesar de que no tenía apetito. Estuve con ella un rato, viendo la película en televisión y asintiendo a todos sus comentarios. La buena mujer hablaba por los codos cuando tenía compañía, o sea, casi nunca.

– Mira que era majo de muchacho, ¿eh? y señalaba al candoroso Joselito.

– Sí, doña Paula. Voy a tener que dejarla ahora…

– Le di un beso de despedida en la mejilla y me fui. Subí un minuto a mi habitación y recogí a toda prisa algunas camisas, un par de pantalones y ropa interior limpia. Lo empaqueté todo en una bolsa, sin entretenerme un segundo más de lo necesario. Al salir pasé por secretaría y repetí mi historia de las fiestas con la familia con rostro imperturbable. Salí de allí deseando que todo fuese tan fácil como mentir.

Cenamos en silencio en la sala de los cuadros. Germán estaba circunspecto, perdido dentro de sí mismo. A veces nuestras miradas se encontraban y él me sonreía, por pura cortesía. Marina removía con la cuchara un plato de sopa, sin llevársela nunca a los labios. Toda la conversación se redujo al sonido de los cubiertos arañando los platos y el chisporroteo de las velas. No costaba imaginar que el médico no había manifestado buenas noticias sobre la salud de Germán.

Decidí no preguntar sobre lo que parecía evidente. Tras la cena, Germán se disculpó y se retiró a su habitación. Lo noté más envejecido y cansado que nunca. Desde que le conocía, era la primera vez

que le había visto ignorar los retratos de su esposa Kirsten. Tan pronto desapareció, Marina apartó su plato intacto y suspiró.

– No has probado bocado.

– No tengo hambre.

– ¿Malas noticias?

– Hablemos de otra cosa, ¿vale? -me cortó con un tono seco, casi hostil.

El filo de sus palabras me hizo sentir un extraño en casa ajena. Como si hubiese querido recordarme que aquélla no era mi familia, que aquélla no era mi casa ni aquéllos eran mis problemas, por mucho que me esforzase en mantener esa ilusión.

– Lo siento -murmuró al cabo de un rato, alargando la mano hacia mí.

– No tiene importancia -mentí.

Me incorporé para retirar los platos a la cocina. Ella se quedó sentada en silencio acariciando a Kafka, que maullaba en su regazo. Me tomé más tiempo del necesario. Fregué platos hasta que dejé de sentir las manos bajo el agua fría.

Cuando volví a la sala, Marina ya se había retirado. Había dejado dos velas encendidas para mí. El resto de la casa estaba oscuro y silencioso. Soplé las velas y salí al jardín. Nubes negras se extendían lentamente sobre el cielo. Un viento helado agitaba la arboleda.

Volví la mirada y advertí que había luz en la ventana de Marina. La imaginé tendida en el lecho.

Un instante más tarde, la luz se apagó. El caserón se alzó oscuro como la ruina que me había parecido el primer día. Sopesé la posibilidad de acostarme yo también y descansar, pero presentía un principio de ansiedad que sugería una larga noche sin sueño. Opté por salir a caminar para aclarar las ideas o, al menos, agotar el cuerpo.

Apenas había dado dos pasos cuando comenzó a chispear. Era una noche desapacible y no había nadie en las calles. Hundí las manos en los bolsillos y eché a andar. Vagabundeé por espacio de casi dos horas. Ni el frío ni la lluvia tuvieron a bien concederme el cansancio que tanto ansiaba. Algo me rondaba la cabeza y, cuanto más trataba de ignorarlo, más intensa se hacía su presencia.

Mis pasos me llevaron al cementerio de Sarriá. La lluvia escupía sobre rostros de piedra ennegrecida y cruces inclinadas. Tras la verja podía distinguirse una galería de siluetas espectrales.

La tierra humedecida hedía a flores muertas. Apoyé la cabeza entre los barrotes. El metal estaba frío. Un rastro de óxido se deslizó por mi piel. Escruté las tinieblas como si esperase encontrar en a aquel lugar la explicación a todo cuanto estaba sucediendo. No supe ver más que muerte y silencio.

¿Qué estaba haciendo allí? Si todavía me quedaba algo de sentido común, volvería al caserón y dormiría cien horas sin interrupción. Aquélla era probablemente la mejor idea que había tenido en tres meses.

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