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Capítulo 23

Mijail deseaba que aquel día fuese especial para mí. Hizo que toda la ciudad se transformase en el decorado de un cuento de hadas.

Mi reinado de emperatriz en aquel mundo de ensueño acabó para siempre en los peldaños de la avenida de la catedral. Ni siquiera llegué a oír los gritos del gentío. Como un animal salvaje que salta de la maleza, Sergei emergió de entre la multitud y me lanzó un frasco de ácido a la cara. El ácido devoró mí piel, mis párpados y mis manos.

Desgarró mi garganta y me segó la voz. No volví a hablar hasta dos años más tarde, cuando Mijail me reconstruyó como a una muñeca rota.

Fue el principio del horror.

Se detuvieron las obras de nuestra casa y nos instalamos en aquel palacio incompleto. Hicimos de él una prisión que se alzaba en lo alto de una colina. Era un lugar frío y oscuro. Un amasijo de torres y arcos, de bóvedas y escaleras de caracol que ascendían a ninguna parte. Yo vivía recluida en una estancia en lo alto de la torre. Nadie tenía acceso a ella excepto Mijail y, a veces, el doctor Shelley.

Pasé el primer año bajo el letargo de la morfina, atrapada en una larga pesadilla. Creía ver en sueños a Mijail experimentando conmigo igual que lo había estado haciendo con aquellos cuerpos abandonados en hospitales y depósitos. Reconstruyéndome y burlando a la naturaleza. Cuando recobré el sentido, comprobé que mis sueños eran reales. Él me devolvió la voz. Rehizo mi garganta y mi boca para que pudiese alimentarme y hablar. Alteró mis terminaciones nerviosas para que no sintiese el dolor de las heridas que el ácido había dejado en mi cuerpo. Sí, burlé a la muerte, pero pasé a convertirme en una más de las criaturas malditas de Mijail.

Por otro lado Mijail había perdido su influencia en la ciudad. Nadie le apoyaba. Sus antiguos aliados le daban la espalda y le abandonaban. La policía y las autoridades judiciales iniciaron su acoso. Su socio, Sentís, era un usurero mezquino y envidioso. Facilitó información falsa que implicaba a Mijail en mil asuntos de los que él nunca había tenido conocimiento. Deseaba alejarle del control de la empresa. Era uno más de la jauría. Todos ansiaban verle caer de su pedestal para devorar los restos. El ejército de hipócritas y aduladores se transformó en una horda de hienas hambrientas.

Nada de todo eso sorprendió a Mijail. Desde el principio, sólo había confiado en su amigo Shelley y en Luis Claret. “La mezquindad de los hombres -decía, siempre es una mecha en busca de llama”.

Pero aquella traición rompió finalmente el frágil nexo que le unía con el mundo exterior. Se refugió en su propio laberinto de soledad. Su comportamiento era cada vez más extravagante. Tomó por costumbre criar en los sótanos decenas de ejemplares de un insecto que le obsesionaba, una mariposa negra que se conocía como Teufel. Pronto las mariposas negras poblaron el torreón. Se posaban en espejos, cuadros y muebles como centinelas silenciosos. Mijail prohibió a los criados matarlas, ahuyentarlas o atreverse a acercarse a ellas. Un enjambre de insectos de alas negras volaba por los pasillos y las salas. A veces se posaban sobre Mijail y le cubrían, mientras él permanecía inmóvil. Cuando le veía así, temía perderle para siempre.

En aquellos días empezó mi amistad con Luis Claret, que ha durado hasta hoy. Era él quien me mantenía informada de lo que ocurría más allá de los muros de aquella fortaleza. Mijail me había estado contando falsas historias acerca del Teatro Real y de mi reaparición en escena. Hablaba de reparar el daño que el ácido había causado, de cantar con una voz que ya no me pertenecía… Quimeras.

Luis me explicó que las obras del Teatro Real habían sido suspendidas. Los fondos se habían agotado meses atrás. El edificio era una inmensa caverna inútil… La serenidad que Mijail me mostraba era una mera fachada. Pasaba semanas y meses sin salir de casa. Días enteros encerrado en su estudio, sin apenas comer ni dormir. Joan Shelley, según me confesó más tarde, temía por su salud y por su cordura. Le conocía mejor que nadie y desde el principio le había asistido en sus experimentos. Fue él quien me habló claramente de la obsesión de Mijail por las enfermedades degenerativas, de su desesperado intento por encontrar los mecanismos con los que la naturaleza deformaba y atrofiaba los cuerpos. Siempre vio en ellos una fuerza, un orden y una voluntad más allá de toda razón. A sus ojos, la naturaleza era una bestia que devoraba a sus propias criaturas, sin importarle el destino y la suerte de los seres que albergaba. Coleccionaba fotografías de extraños casos de atrofia y de fenómenos médicos. En aquellos seres humanos, esperaba encontrar su respuesta: cómo engañar a sus demonios.

Fue entonces cuando los primeros síntomas del mal se hicieron visibles. Mijail sabía que lo llevaba en su interior, esperando pacientemente como un mecanismo de relojería. Lo había sabido desde siempre, desde que vio morir a su hermano en Praga. Su cuerpo empezaba a autodestruirse. Sus huesos se estaban deshaciendo.

Mijail cubría sus manos con guantes. Ocultaba su rostro y su cuerpo.

Rehuía mi compañía. Yo fingía no advertirlo, pero era cierto: su silueta se transformaba. Un día de invierno sus gritos me despertaron al amanecer. Mijail estaba despidiendo a la servidumbre a gritos.

Nadie se resistió, pues todos le habían cogido miedo en los últimos meses. Sólo Luis se negó a abandonarnos. Mijail, llorando de rabia, destrozó todos los espejos y corrió a encerrarse en su estudio.

Una noche pedí a Luis que fuese a buscar al doctor Shelley. Mijail llevaba dos semanas sin salir ni responder a mis llamadas. Le oía sollozar al otro lado de la puerta de su estudio, hablar consigo mismo… Ya no sabía qué hacer.

Le estaba perdiendo. Con la ayuda de Shelley y de Luis, tiramos la puerta abajo y conseguimos sacarle de allí. Comprobamos con horror que Mijail había estado operando sobre su propio cuerpo, tratando de rehacer su mano izquierda, que se estaba transformando en una garra grotesca e inservible. Shelley le administró un sedante y velamos su sueño hasta el amanecer. Aquella larga noche, desesperado ante la agonía de su viejo amigo, Shelley se desahogó y rompió su promesa de no revelar jamás la historia que Mijail le había confiado años atrás. Al escuchar sus palabras, comprendí que ni la policía ni el inspector Florián llegaron nunca a sospechar que perseguían a un fantasma. Mijail nunca fue un criminal ni un estafador. Mijail fue simplemente un hombre que creía que su destino era engañar a la muerte antes de que ella le engañase a él."

Mijail Kolvenik nació en los túneles de las alcantarillas de Praga el último día del siglo XIX. Su madre era una criada de apenas diecisiete años que servía en un palacio de la gran nobleza.

Su belleza e ingenuidad la habían convertido en la favorita de su señor. Cuando se supo que estaba embarazada, fue expulsada como un perro sarnoso a las calles cubiertas de nieve y suciedad. Marcada de por vida. En aquellos años el invierno barría con un manto de muerte las calles. Se decía que los desposeídos corrían a ocultarse en los viejos túneles del alcantarillado. La leyenda local hablaba de una auténtica ciudad de tinieblas bajo las calles de Praga en la que miles de desheredados pasaban su vida sin volver a ver la luz del sol. Pordioseros, enfermos, huérfanos y fugitivos. Entre ellos se extendía el culto a un enigmático personaje al que llamaban el Príncipe de los Mendigos. Se decía que no tenía edad, que su rostro era el de un ángel y que su mirada era de fuego. Que vivía envuelto en un manto de mariposas negras que cubrían su cuerpo y que acogía en su reino a quienes la crueldad del mundo había negado una posibilidad de sobrevivir en la superficie. Buscando aquel mundo de sombras, la joven se internó en los subterráneos para sobrevivir.

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