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Me apoyé contra la pared. Las rodillas me flaqueaban y me senté acurrucado, exhausto.

No sé cuánto tiempo estuve así. Cuando conseguí ponerme en pie, decidí acudir al único lugar donde creí que iba a sentirme seguro.

Capítulo 15

Llegué a casa de Marina y crucé el jardín a tientas. Rodeé la casa y me dirigí hacia la entrada de la cocina. Una luz cálida danzaba entre los postigos. Me sentí aliviado. Llamé con los nudillos y entré. La puerta estaba abierta. A pesar de lo avanzado de la hora, Marina escribía en su cuaderno en la mesa de la cocina a la luz de las velas, con Kafka en su regazo.

Al verme, la pluma se le cayó de los dedos.

– ¡Por Dios, Oscar! ¿Qué…? -exclamó, examinando mis ropas raídas y sucias, palpando los arañazos en mi rostro. ¿Qué te ha pasado?

Después de un par de tazas de té caliente conseguí explicarle a Marina lo que había sucedido o lo que recordaba, porque empezaba a dudar de mis sentidos. Me escuchó con mi mano entre las suyas para tranquilizarme. Supuse que debía de ofrecer todavía peor aspecto de lo que había pensado.

– ¿No te importa que pase la noche aquí? No sabía adónde ir. Y no quiero volver al internado.

– Ni yo voy a permitir que lo hagas. Puedes estar con nosotros el tiempo que haga falta.

– Gracias.

Leí en sus ojos la misma inquietud que me carcomía. Después de lo sucedido aquella noche, su casa era tan segura como el internado o cualquier otro lugar. Aquella presencia que nos había estado siguiendo sabía dónde encontrarnos.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, Oscar?

– Podríamos buscar a ese inspector que mencionó Shelley, Florián, y tratar de averiguar qué es lo que realmente está sucediendo…

Marina suspiró.

– Oye, quizás es mejor que me vaya… -aventuré.

– Ni hablar. Te prepararé una habitación arriba, junto a la mía. Ven.

– ¿Qué…, qué dirá Germán?

– Germán estará encantado. Le diremos que vas a pasar las Navidades con nosotros.

La seguí escaleras arriba. Nunca había estado en el piso superior. Un corredor flanqueado por puertas de roble labrado se extendió a la luz del candelabro. Mi habitación estaba en el extremo del pasillo, contigua a la de Marina.

El mobiliario parecía de anticuario, pero todo estaba pulcro y ordenado.

– Las sábanas están limpias -dijo Marina, abriendo la cama.

– En el armario hay más mantas, por si tienes frío. Y aquí tienes toallas. A ver si te encuentro un pijama de Germán.

– Me sentará como una tienda de campaña -bromeé.

– Más vale que sobre y no que falte. Vuelvo en un segundo.

Oí sus pasos alejarse en el pasillo. Dejé mi ropa sobre una silla y resbalé entre las sábanas limpias y almidonadas. Creo que no me había sentido tan cansado en mi vida. Los párpados se me habían convertido en láminas de plomo. A su regreso Marina traía una especie de camisón de dos metros de largo que parecía robado de la colección de lencería de una infanta.

– Ni hablar -objeté. Yo no duermo con eso.

– Es lo único que he encontrado. Te quedará que ni pintado. Además, Germán no me deja que tenga muchachos desnudos durmiendo en la casa. Normas.

Me lanzó el camisón y dejó unas velas sobre la consola.

– Si necesitas cualquier cosa, da un golpe en la pared. Yo estoy al otro lado.

Nos miramos en silencio un instante. Finalmente Marina desvió la mirada.

– Buenas noches, Oscar -susurró.

– Buenas noches.

Desperté en una estancia bañada de luz. La habitación miraba al Este y la ventana mostraba un sol reluciente alzándose sobre la ciudad. Antes de levantarme ya advertí que mi ropa había desaparecido de la silla donde la había dejado la noche anterior. Comprendí lo que eso significaba y maldije tanta amabilidad, convencido de que Marina lo había hecho a propósito.

Un aroma a pan caliente y café recién hecho se filtraba bajo la puerta. Abandonando toda esperanza de mantener mi dignidad, me dispuse a bajar a la cocina ataviado con aquel ridículo camisón. Salí al pasillo y comprobé que toda la casa estaba sumergida en aquella mágica luminosidad. Escuché las voces de mis anfitriones en la cocina, charlando. Me armé de valor y descendí las escaleras. Me detuve en el umbral de la puerta y carraspeé.

Marina estaba sirviendo café a Germán y alzó la vista.

– Buenos días, bella durmiente -dijo.

Germán se volvió y se levantó caballerosamente, ofreciéndome su mano y una silla en la mesa.

– ¡Buenos días, amigo Oscar! -exclamó con entusiasmo. Es un placer tenerle con nosotros. Marina ya me ha explicado lo de las obras en el internado. Sepa que puede quedarse aquí todo lo que haga falta, con confianza. Ésta es su casa.

– Muchísimas gracias…

Marina me sirvió una taza de café, sonriendo ladina y señalando el camisón.

– Te sienta fenomenal.

– Divino. Parezco la flor de Mantua. ¿Dónde está mi ropa?

– Te la he limpiado un poco y está secándose.

Germán me acercó una bandeja con cruasanes recién traídos de la pastelería Foix. La boca se me hizo un río.

– Pruebe uno de éstos, Oscar -sugirió Germán. Es el Mercedes Benz de los cruasanes. Y no se confunda, esto que ve aquí no es mermelada; es un monumento.

Devoré ávidamente cuanto me ponían por delante con apetito de náufrago. Germán ojeaba el diario distraídamente. Se le veía de buen humor y, aunque ya había terminado de desayunar, no se levantó hasta que estuve ahíto y no me quedaba nada más que los cubiertos por comer. Luego, consultó su reloj.

– Vas a llegar tarde a tu cita con el cura, papá -le recordó Marina.

Germán asintió con cierto fastidio.

– No sé ni para qué me molesto… -dijo. El muy granuja hace más trampas que un montero.

– Es el uniforme dijo Marina. Cree que le da venia…

Miré a ambos con desconcierto, sin tener la más remota idea de qué querían decir.

– Ajedrez -aclaró Marina. Germán y el cura mantienen un duelo desde hace años.

– Nunca rete al ajedrez a un jesuita, amigo Oscar. Hágame caso. Con su permiso… -dijo Germán, incorporándose.

– Faltaría más. Buena suerte.

Germán tomó su gabán, su sombrero y su bastón de ébano y partió al encuentro del prelado estratega. Tan pronto se hubo marchado, Marina se asomó al jardín y volvió con mi ropa.

– Siento decirte que Kafka ha dormido en ella.

La ropa estaba seca, pero el perfume a felino no iba a desaparecer ni con cinco lavados.

– Esta mañana, al ir a buscar el desayuno, he llamado a la jefatura de policía desde el bar de la plaza. El inspector Víctor Florián está retirado y vive en Vallvidrera. No tiene teléfono, pero me han dado una dirección.

– Me visto en un minuto.

La estación del funicular de Vallvidrera quedaba a unas pocas calles de la casa de Marina. Con paso firme nos plantamos allí en diez minutos y compramos un par de billetes. Desde el andén, al pie de la montaña, la barriada de Vallvidrera dibujaba un balcón sobre la ciudad. Las casas parecían colgadas de las nubes con hilos invisibles. Nos sentamos al final del vagón y vimos Barcelona desplegarse a nuestros pies mientras el funicular trepaba lentamente.

– Éste debe de ser un buen trabajo -dije. Conductor de funiculares. El ascensorista del cielo.

Marina me miró, escéptica.

– ¿Qué tiene de malo lo que he dicho? -pregunté.

– Nada. Si eso es todo a lo que aspiras.

– No sé a lo que aspiro. No todo el mundo tiene las cosas tan claras como tú. Marina Blau, premio Nobel de Literatura y conservadora de la colección de camisones de la familia Borbón.

Marina se puso tan seria que lamenté al instante haber hecho aquel comentario.

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