Литмир - Электронная Библиотека

Barcelona

Marina me devolvió la fotografía, encogiéndose de hombros.

– Hace casi treinta años que fue tomada esa fotografía, Oscar… No significa nada…

– Esta mañana he mirado en el listín telefónico. El tal doctor Shelley figura todavía como ocupante en el 46 48 de la Rambla de los Estudiantes, primer piso. Sabía que me sonaba. Luego he recordado que Sentís mencionó que el doctor Shelley había sido el primer amigo de Mijail Kolvenik al llegar a Barcelona…

Marina me estudió.

– Y tú, para celebrarlo, has hecho algo más que mirar el listín…

– He llamado -admití. Me ha contestado la hija del doctor Shelley, María. Le he dicho que era de la máxima importancia que hablásemos con su padre.

– ¿Y te ha hecho caso?

– Al principio no, pero cuando he mencionado el nombre de Mijail Kolvenik, le ha cambiado la voz. Su padre ha accedido a recibirnos.

– ¿Cuándo?

Consulté mi reloj.

En unos cuarenta minutos.

Tomamos el metro hasta la Plaza Cataluña. Empezaba a caer la tarde cuando ascendimos por las escaleras que daban a la boca de las Ramblas. Se acercaban las Navidades y la ciudad estaba engalanada con guirnaldas de luz. Los faroles dibujaban espectros multicolores sobre el paseo. Bandadas de palomas revoloteaban entre quioscos de flores y cafés, músicos ambulantes y cabareteras, turistas y lugareños, policías y truhanes, ciudadanos y fantasmas de otras épocas. Germán tenía razón; no había una calle así en todo el mundo.

La silueta del Gran Teatro del Liceo se alzó frente a nosotros. Era noche de ópera y la diadema de luces de las marquesinas estaba encendida. Al otro lado del paseo reconocimos el dragón verde de la fotografía en la esquina de una fachada, contemplando el gentío. Al verlo pensé que la historia había reservado los altares y las estampitas para san Jorge, pero al dragón le había tocado la ciudad de Barcelona en perpetuidad.

La antigua consulta del doctor Joan Shelley ocupaba el primer piso de un viejo edificio de aire señorial e iluminación fúnebre.

Cruzamos un vestíbulo cavernoso desde el que una escalinata suntuosa ascendía en espiral. Nuestros pasos se perdieron en el eco de la escalera. Observé que los llamadores de las puertas estaban forjados con forma de rostros de ángel. Vidrieras catedralicias rodeaban el tragaluz, convirtiendo el edificio en el mayor caleidoscopio del mundo. El primer piso, como solía suceder en los edificios de la época, no era tal, sino el tercero.

Pasamos el entresuelo y el principal hasta llegar a la puerta en la que una vieja placa de bronce anunciaba: "Dr. Joan Shelley". Miré mi reloj. Faltaban dos minutos para la hora señalada cuando Marina llamó a la puerta.

Sin duda, la mujer que nos abrió se había escapado de una estampa religiosa. Evanescente, virginal y tocada de un aire místico. Su piel era nívea, casi transparente; y sus ojos, tan claros que apenas tenían color. Un ángel sin alas.

– ¿Señora Shelley? -Pregunté con cortesía.

Ella admitió dicha identidad, su mirada encendida de curiosidad.

– Buenas tardes -empecé. Mi nombre es Oscar. Hablé con usted esta mañana…

– Lo recuerdo. Adelante. Adelante…

Nos invitó a pasar. María Shelley se desplazaba como una bailarina saltando entre nubes, cámara lenta. Era de constitución frágil y desprendía un aroma a agua de rosas. Calculé que debía de tener treinta y pocos años, pero parecía más joven. Tenía una de las muñecas vendada y un pañuelo rodeaba su garganta de cisne. El vestíbulo era una cámara oscura tramada de terciopelo y espejos ahumados. La casa olía a museo, como si el aire que flotaba en ella llevase allí atrapado décadas.

– Le agradecemos mucho que nos reciba. Ésta es mi amiga Marina.

María posó su mirada en Marina. Siempre me ha parecido fascinante ver cómo las mujeres se examinan unas a otras. Aquella ocasión no fue una excepción.

– Encantada -dijo finalmente María Shelley, arrastrando las palabras. Mi padre es un hombre de avanzada edad. De temperamento un tanto volátil. Les ruego que no le fatiguen.

– No se preocupe -dijo Marina.

Nos indicó que la siguiéramos hacia el interior. Definitivamente María Shelley se movía con una elasticidad vaporosa.

– ¿Y dice usted que tiene algo que pertenece al fallecido señor Kolvenik? -preguntó María.

– ¿Le conoció usted? -Pregunté a mi vez.

Su cara se iluminó con las memorias de otros tiempos.

– En realidad, no… Oí hablar mucho de él, sin embargo. De niña dijo, casi para sí misma.

Las paredes vestidas de terciopelo negro estaban cubiertas con estampas de santos, vírgenes y mártires en agonía. Las alfombras eran oscuras y absorbían la poca luz que se filtraba entre los resquicios de ventanas cerradas. Mientras seguíamos a nuestra anfitriona por aquella galería me pregunté cuánto tiempo llevaría viviendo allí, sola con su padre.

¿Se habría casado, habría vivido, amado o sentido algo fuera del mundo opresivo de aquellas paredes?

María Shelley se detuvo ante una puerta corredera y llamó con los nudillos.

– ¿Padre?

El doctor Joan Shelley, o lo que quedaba de él, estaba sentado en un butacón frente al fuego, bajo pliegos de mantas. Su hija nos dejó a solas con él. Traté de apartar los ojos de su cintura de avispa mientras se retiraba. El anciano doctor, en quien apenas se reconocía al hombre del retrato que yo llevaba en el bolsillo, nos examinaba en silencio. Sus ojos destilaban recelo. Una de sus manos temblaba ligeramente sobre el respaldo de la butaca. Su cuerpo hedía a enfermedad bajo una máscara de colonia. Su sonrisa sarcástica no ocultaba el desagrado que le inspiraban el mundo y su propio estado.

– El tiempo hace con el cuerpo lo que la estupidez hace con el alma -dijo, señalándose a sí mismo. Lo pudre. ¿Qué es lo que queréis?

– Nos preguntábamos si podría hablarnos de Mijail Kolvenik.

– Podría, pero no veo por qué -cortó el doctor. Ya se habló demasiado en su día y todo fueron mentiras. Si la gente pensara una cuarta parte de lo que habla, este mundo sería el paraíso.

– Sí, pero nosotros estamos interesados en la verdad apunté.

El anciano hizo una mueca burlona.

– La verdad no se encuentra, hijo. Ella lo encuentra a uno.

Traté de sonreír dócilmente, pero empezaba a sospechar que aquel hombre no tenía interés en soltar prenda. Marina, intuyendo mi temor, tomó la iniciativa.

– Doctor Shelley -dijo con dulzura, accidentalmente ha llegado a nuestras manos una colección de fotografías que podría haber pertenecido al señor Mijail Kolvenik. En una de esas imágenes se le ve a usted y a uno de sus pacientes. Por ese motivo nos hemos atrevido a molestarle, con la esperanza de devolver la colección a su legítimo dueño o a quien corresponda.

Esta vez no hubo frase lapidaria por respuesta. El médico observó a Marina, sin ocultar cierta sorpresa. Me pregunté por qué no se me habría ocurrido a mí un ardid como aquél. Decidí que, cuanto más dejase a Marina llevar el peso de la conversación, mejor.

– No sé de qué fotografías habla usted, señorita…

– Se trata de un archivo que muestra pacientes afectados por malformaciones… -indicó Marina.

Un brillo se encendió en los ojos del doctor. Habíamos tocado un nervio. Había vida bajo las mantas, después de todo.

– ¿Qué le hace pensar que dicha colección pertenecía a Mijail Kolvenik? -preguntó, fingiendo indiferencia. ¿O que yo tenga algo que ver con ella?

– Su hija nos ha dicho que ustedes dos eran amigos -dijo Marina, desviando el tema.

– María tiene la virtud de la ingenuidad cortó Shelley, hostil.

Marina asintió, se incorporó y me indicó que hiciese lo mismo.

– Entiendo -dijo cortésmente. Veo que estábamos equivocados. Sentimos haberle molestado, doctor. Vamos, Oscar. Ya encontraremos a quién entregar la colección…

20
{"b":"100378","o":1}