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– Un momento -cortó Shelley.

Tras carraspear, indicó que nos sentásemos de nuevo.

– ¿Tenéis todavía esa colección?

Marina asintió, sosteniendo la mirada del anciano. De improviso, Shelley soltó lo que supuse era una carcajada. Sonó como hojas de diario viejas al arrugarse.

– ¿Cómo sé que decís la verdad?

Marina me lanzó una orden muda. Saqué la fotografía del bolsillo y se la tendí al doctor Shelley. La tomó con su mano temblorosa y la examinó. Estudió la fotografía por largo tiempo. Finalmente, desviando la mirada hacia el fuego, empezó a hablar.

Según nos contó, el doctor Shelley era hijo de padre británico y madre catalana. Se había especializado como traumatólogo en un hospital de Bournemouth. Al establecerse en Barcelona, su condición de foráneo le cerró las puertas de los círculos sociales donde se labraban las carreras prometedoras. Cuanto pudo obtener fue un puesto en la unidad médica de la cárcel. Él atendió a Mijail Kolvenik cuando éste fue objeto de una brutal paliza en los calabozos.

Por aquel entonces Kolvenik no hablaba castellano ni catalán. Tuvo la suerte de que Shelley hablara algo de alemán. Shelley le prestó dinero para comprar ropa, le alojó en su casa y le ayudó a encontrar un empleo en la Velo Granell. Kolvenik le tomó un afecto desmedido y nunca olvidó su bondad.

Una profunda amistad nació entre ambos.

Más adelante, aquella amistad habría de fructificar en una relación profesional. Muchos de los pacientes del doctor Shelley necesitaban piezas de ortopedia y prótesis especiales. La Velo Granell era líder en dicha producción y, entre sus diseñadores, ninguno mostraba más talento que Mijail Kolvenik.

Con el tiempo, Shelley se convirtió en el médico personal de Kolvenik. Una vez la fortuna le sonrió, Kolvenik quiso ayudar a su amigo financiando la creación de un centro médico especializado en el estudio y el tratamiento de enfermedades degenerativas y malformaciones congénitas.

El interés de Kolvenik en el tema se remontaba a su infancia en Praga. Shelley nos explicó que la madre de Mijail Kolvenik había dado a luz gemelos. Uno de ellos, Mijail, nació fuerte y sano. El otro, Andrej, vino al mundo con una incurable malformación ósea y muscular que habría de acabar con su vida apenas siete años más tarde. Este episodio marcó la memoria del joven Mijail y, de algún modo, su vocación. Kolvenik siempre pensó que, con la atención médica adecuada y con el desarrollo de una tecnología que supliese lo que la naturaleza le había negado, su hermano hubiera podido alcanzar la edad adulta y vivir una vida plena.

Fue esa creencia la que le llevó a dedicar su talento al diseño de mecanismos que, como a él le gustaba decir, "completasen" los cuerpos que la providencia había dejado de lado.

"La naturaleza es como un niño que juega con nuestras vidas. Cuando se cansa de sus juguetes rotos, los abandona y los sustituye por otros -decía Kolvenik. Es nuestra responsabilidad recoger las piezas y reconstruirlas."

Algunos veían en estas palabras una arrogancia rayana en la blasfemia; otros veían sólo esperanza.

La sombra de su hermano nunca había abandonado a Mijail Kolvenik.

Creía que un azar caprichoso y cruel había decidido que fuese él quien viviese y su hermano quien naciese con la muerte escrita en el cuerpo. Shelley nos explicó que Kolvenik se sentía culpable por ello y que llevaba en lo más profundo de su corazón una deuda hacia Andrej y hacia todos aquellos que, como su hermano, estaban marcados por el estigma de la imperfección.

Fue durante esa época cuando Kolvenik empezó a recopilar fotografías de fenómenos y deformaciones de todo el mundo. Para él, aquellos seres dejados de la mano del destino eran los hermanos invisibles de Andrej. Su familia.

Mijail Kolvenik era un hombre brillante continuó el doctor Shelley. Tales individuos siempre inspiran el recelo de quienes se sienten inferiores. La envidia es un ciego que quiere arrancarte los ojos. Cuanto se dijo de Mijail en los últimos años y tras su muerte fueron calumnias… Aquel maldito inspector… Florián. No entendía que le utilizaban como un títere para derribar a Mijail…

– ¿Florián? intervino Marina.

Florián era el inspector jefe de la brigada judicial dijo Shelley, mostrando cuanto desprecio le permitían sus cuerdas vocales. Un trepa, una sabandija que pretendía hacerse un nombre a costa de la Velo Granell y de Mijail Kolvenik. Sólo me consuela pensar que nunca pudo probar nada. Su obstinación acabó con su carrera. Fue él quien se sacó de la manga todo aquel escándalo de los cuerpos…

– ¿Cuerpos?

Shelley se sumió en un largo silencio. Nos miró a ambos y la sonrisa cínica volvió a aflorar.

– Ese tal inspector Florián… -preguntó Marina. ¿Sabe dónde podríamos encontrarle?

– En un circo, con el resto de los payasos -replicó Shelley.

– ¿Conoció usted a Benjamín Sentís, doctor? -pregunté, tratando de reconducir la conversación.

– Por supuesto -repuso Shelley. Trataba con él regularmente. Como socio de Kolvenik, Sentís se encargaba de la parte administrativa de la Velo Granell. Un hombre avaricioso que no conocía su lugar en el mundo, en mi opinión. Podrido por la envidia.

– ¿Sabía que el cuerpo del señor Sentís fue encontrado hace una semana en las alcantarillas? -pregunté.

– Leo los periódicos respondió fríamente.

– ¿No le pareció extraño?

– No más que el resto de lo que se ve en la prensa -replicó Shelley. El mundo está enfermo. Y yo empiezo a estar cansado. ¿Alguna cosa más?

Estaba por preguntarle acerca de la dama de negro cuando Marina se me adelantó, negando con una sonrisa. Shelley alcanzó un llamador de servicio y tiró de él. María Shelley hizo acto de presencia, la mirada pegada a los pies.

– Estos jóvenes ya se iban, María.

– Sí, padre.

Nos incorporamos. Hice ademán de recuperar la fotografía, pero la mano temblorosa del doctor se me adelantó.

– Esta fotografía me la quedo yo, si no os importa…

Dicho esto, nos dio la espalda y con un gesto indicó a su hija que nos acompañase hasta la puerta.

Justo antes de salir de la biblioteca me volví a echar un último vistazo al doctor y pude ver que lanzaba la fotografía al fuego.

Sus ojos vidriosos la contemplaron arder entre las llamas.

María Shelley nos guió en silencio hasta el vestíbulo y una vez allí nos sonrió a modo de disculpa.

– Mi padre es un hombre difícil pero de buen corazón… justificó. La vida le ha dado muchos sinsabores y a veces su carácter le traiciona…

Nos abrió la puerta y encendió la luz de la escalera. Leí una duda en su mirada, como si quisiera decirnos algo, pero temiese hacerlo. Marina también lo advirtió y le ofreció su mano en señal de agradecimiento. María Shelley la estrechó. La soledad rezumaba por los poros de aquella mujer como un sudor frío.

– No sé lo que mi padre les habrá contado… -dijo, bajando la voz y volviendo la vista, temerosa.

– ¿María? -llegó la voz del doctor desde el interior del piso. ¿Con quién hablas?

Una sombra cubrió la faz de María.

– Ya voy, padre, ya voy…

Nos tendió una última mirada desolada y se metió en el piso. Al volverse, advertí que una pequeña medalla pendía de su garganta. Hubiera jurado que era la figura de una mariposa con las alas negras desplegadas. La puerta se selló sin darme tiempo a asegurarme.

Nos quedamos en el rellano, escuchando la voz atronadora del doctor en el interior destilando furia sobre su hija. La luz de la escalera se extinguió. Por un instante creí oler a carne en descomposición.

Provenía de algún punto de las escaleras, como si hubiese un animal muerto en la oscuridad. Me pareció entonces escuchar pasos que se alejaban hacia lo alto y el olor, o la impresión, desapareció.

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