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– Cuando hay clase, la velocidad es una minucia -explicaba Germán.

Estábamos ya cerca de Blanes y yo seguía sin saber adónde nos dirigíamos. Germán estaba absorto en el volante y no quise romper su concentración. Conducía con la misma galantería que le caracterizaba en todo, cediendo el paso hasta a las hormigas y saludando a ciclistas, transeúntes y motoristas de la guardia civil. Pasado Blanes, una señal nos anunció la villa costera de Tossa de Mar. Me volví a Marina y ella me guiñó un ojo. Se me ocurrió que quizás íbamos al castillo de Tossa, pero el Tucker bordeó el pueblo y tomó la angosta carretera que, siguiendo la costa, continuaba hacia el norte.

Más que una carretera, aquello era una cinta suspendida entre el cielo y los acantilados que serpenteaba en cientos de curvas cerradas. Entre las ramas de los pinos que se aferraban a empinadas laderas se podía ver el mar extendido en un manto de azul incandescente. Un centenar de metros más abajo, decenas de calas y recodos inaccesibles trazaban una ruta secreta entre Tossa de Mar y la Punta Prima, junto al puerto de Sant Feliu de Guíxols, a una veintena de kilómetros.

Al cabo de unos veinte minutos, Germán detuvo el coche al borde de la carretera. Marina me miró, señalando que habíamos llegado. Bajamos del coche y Kafka se alejó hacia los pinos, como si conociese el camino. Mientras Germán se aseguraba de que el Tucker estuviese bien frenado y no se fuese ladera abajo, Marina se acercó a la pendiente que caía sobre el mar.

Me uní a ella y contemplé la visión. A nuestros pies una cala en forma de media luna abrazaba una lengua de mar verde transparente. Más allá, la hondonada de rocas y playas dibujaba un arco hasta la Punta Prima, donde la silueta de la ermita de Sant Elm se alzaba como un centinela en lo alto de la montaña.

– Anda, vamos -me animó Marina.

La seguí a través de los pinos.

La senda cruzaba la propiedad de una antigua casa abandonada que los arbustos habían hecho suya. Desde allí, una escalera horadada en la roca se deslizaba hasta la playa de piedras doradas. Una bandada de gaviotas alzó el vuelo al vernos y se retiró a los acantilados que coronaban la cala, trazando una especie de basílica de roca, mar y luz. El agua era tan cristalina que podía leerse en ella cada pliegue en la arena bajo la superficie.

Un pico de roca ascendía en el centro como la proa de un buque varado. El olor del mar era intenso y una brisa con sabor a sal peinaba la costa. La mirada de Marina se perdió en el horizonte de plata y bruma.

– Éste es mi rincón favorito del mundo dijo.

Marina se empeñó en mostrarme los recovecos de los acantilados.

No tardé en comprender que acabaría rompiéndome la crisma o cayéndome de cabeza al agua.

– No soy una cabra -puntualicé, intentado aportar algo de sentido común a aquella suerte de alpinismo sin cables.

Marina, ignorando mis ruegos, se encaramaba por paredes lijadas por el mar y se colaba por orificios donde la marea respiraba como una ballena petrificada. Yo, a riesgo de perder el orgullo, seguía esperando que en cualquier momento el destino me aplicase todos los artículos de la ley de la gravedad.

Mi pronóstico no tardó en hacerse realidad. Marina había saltado al otro lado de un diminuto islote para inspeccionar una gruta en las rocas. Me dije que, si ella podía hacerlo, más me valía intentarlo.

Un instante después, sumergía mis dos patazas en las aguas del Mediterráneo. Estaba tiritando de frío y de vergüenza. Marina me observaba desde las rocas, alarmada.

– Estoy bien -gemí. No me he hecho daño.

– ¿Está fría?

– Qué va balbuceé. Es un caldo.

Marina sonrió y, ante mis ojos atónitos, se desprendió de su vestido blanco y se zambulló en la laguna. Apareció a mi lado riéndose. Aquello era una locura, en esa época del año. Pero decidí imitarla. Nadamos con brazadas enérgicas y luego nos tendimos al sol sobre las piedras tibias. Sentí el corazón acelerado en las sienes, no sabría decir a ciencia cierta si a causa del agua helada o como consecuencia de las transparencias que el baño permitía dilucidar en la ropa interior empapada de Marina.

Ella advirtió mi mirada y se levantó a buscar su vestido, que yacía sobre las rocas. La observé caminar entre las piedras, cada músculo de su cuerpo dibujándose bajo la piel húmeda al sortear las rocas. Me relamí los labios salados y pensé que tenía un hambre de lobo.

Pasamos el resto de la tarde en aquella cala escondida del mundo, devorando los bocadillos de la cesta mientras Marina relataba la peculiar historia de la propietaria de aquella masía abandonada entre los pinos. La casa había pertenecido a una escritora holandesa a quien una extraña enfermedad la estaba dejando ciega día a día. Sabedora de su destino, la escritora decidió construirse un refugio sobre los acantilados y retirarse a vivir en él sus últimos días de luz, sentada frente a la playa, contemplando el mar.

Vivía aquí con la única compañía de Sacha, un pastor alemán, y de sus libros favoritos -explicó Marina. Cuando perdió completamente la vista, sabiendo que sus ojos jamás podrían ver un nuevo amanecer sobre el mar, pidió a unos pescadores que solían anclar junto a la cala que se hiciesen cargo de Sacha. Días más tarde, al alba, tomó un bote de remos y se alejó mar adentro. Nunca se la volvió a ver.

Por algún motivo, sospeché que la historia de la autora holandesa era una invención de Marina y así se lo di a entender.

– A veces, las cosas más reales sólo suceden en la imaginación, Oscar -dijo ella. Sólo recordamos lo que nunca sucedió.

Germán se había quedado dormido, el rostro bajo su sombrero y Kafka a sus pies. Marina observó a su padre con tristeza. Aprovechando el sueño de Germán, la tomé de la mano y nos alejamos hacia el otro extremo de la playa. Allí, sentados sobre un lecho de roca alisada por las olas, le expliqué todo lo sucedido en su ausencia.

No dejé detalle, desde la extraña aparición de la dama de negro en la estación, a la historia de Mijail Kolvenik y la Velo Granell que me había explicado Benjamín Sentís, sin olvidar la siniestra presencia en la tormenta aquella noche en su casa de Sarriá. Me escuchó en silencio, con la mirada perdida en el agua que formaba remolinos a sus pies, ausente.

Permanecimos un buen rato allí, callados, observando la silueta de la lejana ermita de Sant Elm.

– ¿Qué dijo el médico de La Paz? pregunté finalmente.

Marina alzó la mirada. El sol empezaba a caer y un reluz ámbar reveló sus ojos empañados en lágrimas.

– Que no queda mucho tiempo…

Me volví y vi que Germán nos saludaba con la mano. Sentí que el corazón se me encogía y que un nudo insoportable me atenazaba la garganta.

– Él no lo cree -dijo Marina.

– Es mejor así.

La miré de nuevo y comprobé que se había secado las lágrimas rápidamente con gesto optimista. Me sorprendí a mí mismo mirándola fijamente y, sin saber de dónde me salió el coraje, me incliné sobre su rostro buscando su boca. Marina posó los dedos sobre mis labios y me acarició la cara, rechazándome suavemente. Un segundo más tarde se incorporó y la vi alejarse.

Suspiré.

Me levanté y volví con Germán. Al acercarme, advertí que estaba dibujando en un pequeño cuaderno de apuntes. Recordé que hacía años que no cogía un lápiz ni un pincel.

Germán alzó la vista y me sonrió.

– A ver qué opina usted del parecido, Oscar -dijo despreocupadamente, y me mostró el cuaderno. Los trazos del lápiz habían conjurado el rostro de Marina con una perfección sobrecogedora.

– Es magnífico -murmuré.

– ¿Le gusta? Lo celebro.

La silueta de Marina se recortaba en el otro extremo de la playa, inmóvil frente al mar. Germán la contempló primero a ella y luego a mí. Cortó la hoja y me la tendió.

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