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Rey sin reino y guerrero sin armas, Rodrigo llega al cabo de muchos días de soledad a la choza de un ermitaño, le pide confesión, acepta con avaricia de suicida la atroz penitencia ordenada por una voz que baja del cielo: ha de tenderse en el fondo de una zanja donde duerme una culebra que tiene siete cabezas y es tan larga que su cuerpo enroscado da tres vueltas a la tumba voluntaria del rey. Hay una sórdida delectación en la lentitud con que el ermitaño y Rodrigo esperan la mordedura de la muerte. Rodrigo permanece inmóvil en la zanja, cubierta con una losa de piedra por el ermitaño, que reza en voz baja y de vez en cuando pregunta si se ha despertado la culebra. El animal y el hombre respiran en la oscuridad y al cabo de horas o de días el largo cuerpo escamoso empieza a removerse y silban las lenguas venenosas de sus siete cabezas. Cuando muera, el rey será absuelto, pero no por un hombre, porque el deseo y la soberbia y la necesidad de saber que han despeñado a Rodrigo y a sus súbditos en la perdición y el terror son delitos que sólo Dios puede perdonar. Desde lo hondo de la fosa, Rodrigo cuenta al ermitaño que la serpiente ha despertado por fin, que ya empieza a morderle por do más pecado había y que muy pronto la mordedura homicida taladrará su carne hasta llegar al corazón, fuente de mi gran desdicha. Cuando el rey muere, en el paroxismo masoquista de la expiación y del dolor, las campanas de todas las iglesias del mundo tocan a muerto sin que ninguna mano las haga tañer.

Pero en la Córdoba recién conquistada no sólo suenan ya las campanas al atardecer: también se oyen invocaciones de almuédanos que llaman a la oración declarando cinco veces al día la unidad y la omnipotencia solitaria de Dios. A pesar del cataclismo y de la derrota visigoda y de ese gran silencio de pánico y de incertidumbre que ha seguido a las batallas, la apariencia cotidiana de la ciudad ha cambiado muy poco. Los invasores incautan las propiedades de quienes han huido o han muerto, pero respetan escrupulosamente a los que quedaron, imponiéndoles, desde luego, un tributo personal, que no es más gravoso que los que antes existían. Los cristianos y los judíos, que son gentes del Libro -ahl al-kitab- porque han recibido una parte de la revelación (para los musulmanes, Abraham y Jesús son dos de los profetas legítimos que precedieron a Mahoma), pueden seguir practicando sus cultos, aunque no hacer alarde público de sus celebraciones ni construir nuevas iglesias o sinagogas. Desde ahora, la mitad de la basílica de San Vicente será utilizada como mezquita por los musulmanes, que tardarán más de medio siglo en tomarla entera para sí, cuando Córdoba sea ya la capital de un emirato alzado contra los designios remotos de los califas abbasíes. Hacia el 718, siete años después de que acamparan frente a la ciudad los jinetes bereberes de Mugit al-Rumí, el gobernador de esta provincia del Islam que ahora se llama al-Andalus ordena la reconstrucción de las viejas murallas y del puente sobre el Guadalquivir. Pero Córdoba es todavía una ciudad perdida en los límites occidentales del imperio, y ni siquiera ha nacido el hombre que peregrinará hacia ella desde las riberas de otro río sagrado, el Éufrates: un príncipe perseguido y proscrito que sobrevivirá al holocausto de su linaje y no se rendirá nunca al infortunio porque un astrólogo le vaticinó al nacer que sería el fundador de un reino.

III. EL PRÍNCIPE FUGITIVO

Un paradójico destino convierte en persecución y aventura la vida de Abd al-Rahman ibn Muawiya, hijo de un príncipe omeya y de una esclava bereber, nieto del califa Hisham II y criado en uno de aquellos palacios como oasis fortificados que su familia había erigido en el desierto de Siria. Hasta los diecinueve años fue uno más entre los príncipes de un populoso linaje que ostentaba la primacía del Islam. Poco después era casi el único superviviente de un riguroso exterminio, un fugitivo que se escondía de los hombres como un leproso o un apestado. En su infancia había sido el nieto preferido del califa Hisham, y vivió con él en el palacio de al-Rusafa, una especie de edén con jardines y caudalosas aguas y torreones militares que estaba cerca del Éufrates. Un tío suyo, que adivinaba el porvenir de los hombres estudiando los rasgos de sus caras, declaró al verlo por primera vez, cuando jugaba con su hermano Yahya a la entrada de al-Rusafa: «El gran acontecimiento se aproxima y este niño será el hombre que sabéis. He reconocido los signos en su rostro y en su cuello».

Abd al-Rahman no supo entonces lo que querían decir esas palabras, pero sin duda las recordó muchos años después, al final de la huida y del infortunio, cuando su estandarte blanco ondeó sobre las torres de Córdoba y él se dio a sí mismo el título de emir y ordenó que su nombre fuera pronunciado en la oración de los viernes. En seis años lo perdió todo y lo ganó todo. Desconoció la piedad en la misma medida en que desconoció la sumisión. Tal vez en su primera juventud oyó muy pocas veces el nombre de Córdoba, y ni siquiera supo dónde estaba: en algún lugar hacia el oeste, al otro lado de los desiertos y del mar. Si el tiempo era más lento entonces, el espacio era mucho más dilatado. El viaje de Abd al-Rahman desde el Iraq hasta al-Andalus duró cinco años, y nunca estuvo seguro de continuar vivo cuando amaneciera. Por dondequiera que iba lo buscaban espías y ejecutores de sus enemigos abbasíes, que habían arrebatado el califato a su familia. Siendo ya rey de al-Andalus, se alzó contra él una sublevación alentada por el califa de Bagdad. Venció por las armas a los conspiradores y mandó cortar las cabezas de sus adalides. La del principal de ellos, que se llamaba al-Allah, hizo que la conservaran en salmuera y la envió a Oriente en el equipaje de un mercader que iba camino de Qayrawan, en Túnez. Cuando llegó a esa ciudad, el mercader, cumpliendo las órdenes exactas de Abd al-Rahman, abandonó la cabeza amojamada en una plaza del zoco, al amparo de la noche, dejando junto a ella la bandera negra que habían enarbolado los rebeldes y un pergamino en el que se contaba su derrota. A la primera luz del día alguien vio con espanto esa cara que parecía surgir de la tierra, esa bandera desgarrada y sucia de sangre. Desde Qayrawan la cabeza cortada llegó a Bagdad, y el califa, al mirar sus rasgos desfigurados por la muerte, los costurones abiertos de los párpados y de la boca, agradeció que Córdoba estuviera tan lejos y debió de entender que nunca doblegaría al último emir de los omeyas. «Loado sea Dios -cuentan que dijo-, porque ha puesto el mar entre ese demonio y yo».

Pero esa venganza sólo fue un episodio tardío y menor en el gran espectáculo de sangre que había derribado quince años atrás el poder de los omeyas, cuando comenzó en las provincias de Oriente la rebelión abbasí y el último califa de la dinastía, Marwan II, huyó derrotado por Siria y por Palestina y murió combatiendo en un lugar del alto Egipto llamado Busir. Los abbasíes usaban estandartes negros, y sus ejércitos invocaban la venida de un imán oculto que restauraría la pureza del Islam, corrompido por la arbitrariedad y las viciosas costumbres de los omeyas. De uno de ellos, al-Walid (durante cuyo reinado sucedió la conquista de España), decían que se emborrachaba sin tasa y que cuando tiraba al arco usaba como blanco un ejemplar del Corán. El primer califa abbasida, Abul Abbas, eligió para sí el sobrenombre de al-Saffah, «el derramador de sangre», pero no se cebó únicamente con los omeyas vivos. Mandó abrir en Damasco las tumbas de los antiguos califas, y las cenizas de Muawiya fueron esparcidas y malditas y el cadáver de Hisham fue clavado en una cruz y luego quemado en una hoguera. A uno de sus nietos -primo, pues, de Abd al-Rahman- le cortaron una mano y un pie y lo pasearon por los caminos y las ciudades de Siria montado en un burro y precedido por un heraldo que repetía en voz alta su nombre y su dignidad y lo injuriaba burlándose de su mutilación. La princesa Abda, hija de Hisham, fue apuñalada por no confesar dónde escondía su tesoro.

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