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De pronto la persecución se interrumpió. El califa Abul Abbas dictó una amnistía para los supervivientes, que por orden suya fueron convocados a un banquete de reconciliación que se celebraría en Abu-Futrus, en Palestina. Unos setenta omeyas abandonaron sus refugios para acudir a él. Entre ellos no estaban Abd al-Rahman ni su hermano Yahya, tal vez porque recelaban o porque la noticia no les llegó a tiempo. Comenzado el banquete, un poeta cortesano llamado Subl recitó unos versos en los que exaltaba a los abbasíes y los animaba a exterminar para siempre a los omeyas. Cuando el poeta terminó, como si su último verso hubiera sido la señal que esperaban, hombres armados con palos de lanzas irrumpieron en el salón y se arrojaron sobre los vencidos, matándolos a golpes. Friedrich von Schack, que relata la historia como si describiera una matanza pintada por Delacroix, dice que sobre los muertos y los descalabrados moribundos se extendieron alfombras, y que el ruido de los platos y los vasos, de las carcajadas de los borrachos y de los instrumentos de los músicos, sonaba al mismo tiempo que los gemidos de las víctimas, por que la fiesta continuó en el salón lleno de sangre.

Ni Shakespeare en Titus Andronicus se atrevió a acumular tanto horror. La Historia se permite excesos que no toleraría la Literatura, pero en seguida la imita para contarnos la huida del príncipe que logró salvarse del lodazal de sangre de Abu-Futrus. Abd al-Rahman es el héroe al que rescata el destino para que pueda vengar a su familia asesinada y hacer que no sea borrado su nombre. Un mensajero fiel cabalga hacia el lugar donde Yahya y Abd al-Rahman están escondidos para contarles la matanza. Yahya está solo, porque su hermano mayor ha salido de caza. Pero unos jinetes a sueldo de los abbasíes han seguido al mensajero sin que él se diera cuenta, y rodean la casa en la que ha entrado y lo degüellan junto al príncipe. Otra vez el azar ha preservado la vida de Abd al-Rahman. Ahora huye hacia el Este, llevando consigo a dos de sus hermanas, a un hermano menor y a su propio hijo, Suleyman, que tiene cuatro años. De todos sus antiguos criados y esclavos sólo le queda uno, su liberto Badr, que no lo abandonará nunca. Cruza el Éufrates y se esconde en una pequeña aldea. Dozy supone que tenía el propósito de pasar a África: Levi-Provençal, que quería seguir huyendo hacia las llanuras más lejanas de Asia. Pero tal vez en lo único que pensaba era en seguir eludiendo el acoso y la obstinación de sus verdugos. Tenía diecinueve o veinte años, y hasta unos meses atrás había vivido en una culta indolencia, dedicado a escribir versos y a frecuentar jardines y mujeres: ahora, cruelmente despojado de todo, erraba por los desiertos como una alimaña, sin esquivar nunca a sus perseguidores. Cuando la extenuación le cerrara los ojos soñaría que estaba en al-Rusafa y oiría en sueños los pasos de sus enemigos acercándose. Desde el umbral de la choza de barro donde estaba oculto miraría la línea del horizonte imaginando que brotaban de ella las altas lanzas y los estandartes negros de los abbasíes.

Era preciso esperar hasta que terminaran los peores días de la persecución. Por muchos espías que lo busquen, un hombre puede volverse invisible en la anchura del mundo, en sus multitudes o en sus espacios vacíos. En esa aldea sin nombre Abd al-Rahman espera y desconfía del silencio y de la quietud de las cosas. Puede que Abul Abbas, el usurpador fanático, el que se honra en llamarse Derramador de Sangre, se haya fatigado de su propia crueldad. Abd al-Rahman aguarda y vigila y de vez en cuando se retira a dormitar a oscuras, porque padece una enfermedad de los ojos y tolera mal la hiriente luz del desierto. Una mañana, su hijo Suleyman entra llorando en la alcoba y busca refugio junto a él: mientras jugaba en la puerta de la choza ha visto aparecer en el horizonte desnudo un grupo de jinetes con banderas negras.

Los enviados del califa empiezan a registrar una por una las casas de la aldea y luego las incendian. Sin tiempo para llevar consigo más que unas pocas monedas de oro, Abd al-Rahman huye con su hermano menor, y cuando los soldados entran en la casa sólo hay en ella dos muchachas silenciosas y un niño que no para de llorar. Los dos príncipes omeyas abandonan la aldea y alcanzan la orilla del Éufrates. El río baja crecido, Abd al-Rahman anima a su hermano a lanzarse al agua con él. Nada con vigor y desesperación, y al volver la cabeza ve que los jinetes se han detenido en la orilla y que su hermano está quedándose atrás. Es demasiado joven y no tiene fuerzas para seguir nadando: sin duda teme ahogarse. Abd al-Rahman le grita que no se detenga, pero lo ve quedarse cada vez más lejos y oye que los soldados le dicen que vuelva, que no hay nada que temer. ¿No han respetado las vidas de las muchachas y del niño? Abd al-Rahman llega a la otra orilla chorreando y exhausto y sigue llamando a su hermano, ve que le da la espalda, que emerge lentamente del agua y camina sobre el cieno de la ribera para acercarse a los soldados y a sus estandartes negros. Desde la otra orilla del Éufrates, que nunca volverá a cruzar, Abd al-Rahman presencia la degollación de su hermano y escucha, como paralizado en un sueño, los gritos finales de su agonía y su terror.

Así empieza ese viaje a Occidente que terminará en Córdoba al cabo de cinco años. Abd al-Rahman es un Simbad clandestino, un Ulises que deberá inventarse una patria simétrica porque la suya le fue prohibida para siempre. Vive sin sosiego y peregrina escondiéndose por los territorios del Islam sin más compañía que la de su liberto Badr. En un poema escrito al final de su vida recordaba así aquellos años: «Vino acosado de hambre, ahuyentado por las armas, fugitivo de la muerte, cruzó el desierto, surcó el mar, superando olas y estériles campos». Alentado por Badr, protegido por su lealtad y su astucia, en las que tal vez cimenta una parte de su coraje, Abd al-Rahman llega al norte de África, a la provincia de Ifriqiya, cuyo gobernador, Ibn Habib, no había reconocido aún la legitimidad del califato abbasí. Allí al menos podía sentirse temporalmente a salvo de los emisarios del Derramador de Sangre. Pero Ibn Habib, que lo acogió con hospitalidad, recelaba de él. Había en su corte un adivino judío que le había pronosticado que un hombre que se peinaba con dos rizos sobre la frente fundaría un gran reino. Ibn Habib adoptó ese peinado, pero en cuanto vio por primera vez a Abd al-Rahman se dio cuenta de que también el príncipe omeya se peinaba así. Decidió inmediatamente matarlo, y el adivino judío le dijo: «Si lo matas, ciertamente que no será él el predestinado; y si lo dejas, puede que sea…».

De nuevo tuvo que huir Abd al-Rahman para no ser ejecutado. En ninguna ciudad estaría seguro: se adentró en los desiertos, buscando refugio entre las tribus bereberes, que no rendían sumisión al poder de nadie. No poseía nada y no sabía resignarse a nada que fuera indigno de su vasta ambición. «Se hallaba solo -dice una crónica anónima-, sin más auxilio que su inteligencia, sin más compañero que su firme voluntad». Tramaba intrigas inmediatamente fracasadas, huía de una tierra a otra cuando lo expulsaban y sin darse cuenta iba acercándose a las regiones occidentales de África. Muy pronto sólo tendría el mar frente a sí. Dozy nos lo retrata como un personaje de Stendhal: «Sueños ambiciosos cruzaban sin cesar por su cabeza de veinte años. Alto, vigoroso, valiente, habiendo recibido una esmerada educación y poseyendo talentos poco comunes, su instinto le decía que estaba llamado a brillantes destinos, y su espíritu aventurero y emprendedor se alimentaba con los recuerdos de su infancia, que, desde que llevaba una vida pobre y errante, se despertaron con mayor viveza».

Abd al-Rahman viajaba de Oriente a Occidente, pero muchos años antes su madre había recorrido a la inversa aquellos mismos caminos, cuando fue hecha esclava por los árabes que guerreaban contra las tribus bereberes y llevada a un harén de Siria. Si una esclava, embarazada de su dueño, paría un hijo varón, ganaba automáticamente la libertad y recibía el título de umm wallad, «la madre del hijo», que le otorgaba una posición de privilegio en la casa. Sin ningún otro lugar donde seguir escondiéndose, Abd al-Rahman, el príncipe desterrado, encontró la hospitalidad de la tribu de donde fue arrancada su madre cuando la apresaron como botín de guerra. El azar, que tantas veces lo había salvado, lo llevaba a los mismos lugares que ella no volvió a ver. Llamaban Nafza a aquella tribu; su territorio estaba en las proximidades de Ceuta. Como Musa ibn Nusayr cuarenta años atrás, Abd al-Rahman vislumbraría al otro lado del mar las costas azuladas de España. Igual que a él le daría miedo navegar sobre los abismos del agua, pero aquella tierra cercana y al mismo tiempo casi invisible y desconocida ejercería una influencia hipnótica sobre su voluntad. Se le habían ido cerrando todos los caminos que dejaba tras él. Veteranos de la antigua invasión le contaban que había en aquel país valles tan fértiles y ciudades tan espléndidas como las de Siria. Él venía de Mesopotamia, donde las Escrituras situaban el Paraíso Terrenal: había llegado cerca de la tierra donde según los griegos estaba el Jardín de las Hespérides.

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