En esta pared, la de la qibla, termina el itinerario material del viajero, pero no la extensión de su viaje simbólico, porque el muro que interrumpe el espacio es también la señal que indica la dirección de la ciudad sagrada. Al otro lado, hacia el sur, está el río, y más allá los campos y los caminos de al-Andalus, el mar, las ciudades del Magrib y de Ifriqiya, el desierto de Arabia, la silueta negra de la Kaaba. El mihrab es la zona más lujosamente decorada de la mezquita porque tiene que imantar a los ojos para orientarlos en esa lejanía. George Popadopoulo, que es uno de los hombres que más saben en este mundo sobre la estética del Islam -y que mejor lo cuentan-, sostiene una estimulante teoría sobre el origen del mihrab: su forma se parece notoriamente a los nichos cubiertos con media cúpula donde se ponían en los templos romanos las estatuas de los dioses y de los emperadores divinizados, y donde los cristianos levantaron más tarde las imágenes de Cristo. Tal vez el Islam, que no consentía imágenes de Mahoma, recobró la forma del nicho para señalar el espacio de la presencia del Profeta sin incurrir en el sacrilegio de alzarle una estatua, pero haciendo evidente el lugar vacío donde podría haber estado, sugiriendo su ausencia.
La pared del mihrab se unta con perfumes en las purificaciones rituales. Un maestro griego vino de Constantinopla para decorarla y enseñó a sus discípulos cordobeses el arte del mosaico, al que llamaban en árabe fusaifisa. Durante varios años aquel hombre trabajó en el mihrab de la mezquita, y cuando se marchó de regreso a Bizancio los artesanos de Córdoba adiestrados por él concluyeron su obra, dibujando laberintos de vegetaciones abstractas y versículos del Corán con los infinitesimales cubos de pasta vidriada que había enviado al califa al-Hakam el basileus Nicéforo Focas: trescientos veinte quintales de piezas de vidrio azul, blanco, negro, amarillo, verde, púrpura, cubiertas a veces de una delgadísima lámina de oro. Con teselas doradas sobre un fondo azul están hechas las palabras de la escritura coránica que rodean la entrada del mihrab. Las que hay en el interior, a lo largo de la base de la cúpula, están labradas en el mármol, pero su color, ya casi perdido, era también dorado, más brillante aún sobre el rojo del fondo. La luz de las lámparas heriría cegadoramente la superficie calada del mármol y el vidrio y el oro de los mosaicos, húmedos por los perfumes derramados sobre ellos. La luz y la geometría de los arabescos desintegran la impenetrabilidad del muro: «El arabesco permite al vacío entrar en el corazón de la materia, deshacer su opacidad y hacerla transparente a la luz de Dios», escribe Hossain Nasr.
Solo, de espaldas a los otros fieles, el imán está frente al mihrab cuando dirige la oración, y el interior vacío agranda el eco de su voz, que suena en toda la mezquita como si procediera de ese umbral tras el que no hay nada y donde arde una lámpara: de nuevo, como en el alminar, la palabra y la luz se identifican. El Corán dice que la luz de Dios es como un nicho en cuyo interior hay una lámpara, y que la lámpara es un cristal, y el cristal es como una estrella reluciente. La lámpara del mihrab de Córdoba colgaba de una cúpula en forma de concha labrada en un solo bloque de mármol y sustentada sobre un espacio octogonal. Su ámbito desnudo, donde no hay más que luz y palabras pronunciadas o escritas, sugiere la unidad y la invisibilidad de la presencia divina, tan ajena a toda materia o representación que no puede ser simbolizada sino por el absoluto vacío. El mihrab es un santuario desierto, una capilla sin imágenes, una puerta que conduce a un lugar que no es de este mundo, la gruta de las religiones más antiguas y el sanctasanctórum del templo de Salomón, donde dice el Corán que amamantaron los ángeles a la Virgen María. Arrodillado y solo frente a la entrada del mihrab, el imán sentía tal vez que la proximidad de Dios era semejante a la atracción del abismo. Lo deslumbraba la luz y el dédalo de los mosaicos y de las floraciones, y palabras de mármol hipnotizaban su mirada, y cuando alzaba la cabeza del suelo el gran arco de entrada parecía irradiar y elevarse como el disco rojo del sol sobre el horizonte del amanecer. Pero cualquier hombre en cualquier parte puede ser un imán. No hay objetos de culto, y toda la liturgia de la oración se reduce a unos pocos gestos sumarios. La tierra entera es una sola mezquita, y no hay lugar de la naturaleza que no sea sagrado: «Hacia dondequiera que te vuelvas, allí está la cara de Dios».
Dos siglos después de la caída del califato de Córdoba, cuando los cristianos tomaron la ciudad, la mezquita fue convertida en catedral y consagrada a la Virgen, pero sólo se le agregaron unas pocas capillas que apenas modificaban su espacio interior. En el siglo XVI, el cabildo solicitó permiso al emperador Carlos I para derribar las naves centrales y elevar sobre ellas el nuevo edificio de la catedral. El emperador, que no había estado nunca en Córdoba, lo concedió, imaginando vagamente que sólo se destruiría una ruina musulmana semejante a tantas otras que aún quedaban en su reino. Sólo cuando viajó a la ciudad y vio con sus propios ojos la mezquita se arrepintió de su error, pero ya era demasiado tarde. Cuentan que dijo a los canónigos, aterrado por la destrucción de la que también él era cómplice: «Yo no sabía qué era esto, pues de haberlo sabido no habría permitido que se tocase lo antiguo, porque hacéis lo que se puede hacer y lo que hay en cualquier parte, y habéis deshecho lo que era singular en el mundo».
VII. EL MÉDICO DEL CALIFA
Tal vez sea cierto, como creían los árabes, que los nombres auguran el destino, y que el número tres expresa ciclos cerrados en el tiempo y en las generaciones. En cada uno de los tres siglos que reinó sobre al-Andalus la dinastía omeya hubo un emir que se llamó Abd al-Rahman. En el siglo VIII, segundo de la hégira, Abd al-Rahman el Inmigrado, el fundador, el proscrito; en el IX, Abd al-Rahman ibn al-Hakam, que edificó un estado tan cuidadosamente como coleccionaba sus placeres y sus libros; en el siglo X, el último y el más resplandeciente de la gloria de Córdoba, Abd al-Rahman al-Nasir lidin-Allah, el siervo del Misericordioso, el que combate victoriosamente por la religión de Dios. Más lacónicos, los cronistas cristianos le llaman Abd al-Rahman III. Para los musulmanes es, por antonomasia, al-Nasir, el vencedor. Cada uno de estos tres hombres que se llamaron igual y que compartieron a lo largo de doscientos años las mismas lealtades de la sangre restableció el poderío de al-Andalus en el filo mismo de su destrucción. El primero encontró una provincia deshecha por la guerra civil. El segundo, un reino aterrorizado por la crueldad de su padre al-Hakam, aquel que ordenó el exterminio de los rabadíes de Córdoba. El tercer Abd al-Rahman, que subió al trono el año 912, había heredado el poder vacilante de su abuelo Abd Allah, a quien también le debía la circunstancia de haber nacido huérfano, pues el viejo emir no tuvo escrúpulo en ordenar el asesinato de uno de sus propios hijos, Muhammad, padre de su nieto y sucesor. Con el tiempo, tampoco al-Nasir rehusó el parricidio: un hijo suyo, por conspirar contra él, fue decapitado en su presencia. Pero eso ocurrió cuando ya no era emir, sino califa de Occidente, y vivía como un minotauro viejo y huraño en el centro del laberinto que construyó para sí y tal vez para la memoria de su concubina que se llamaba Azahar: la ciudad palacio de Madinat al-Zahra, que tenía quince mil puertas y cuatro mil trescientas trece columnas, y sobre cuyo arco de entrada dicen que había una estatua de mujer.
Tenía el pelo rubio, pero se lo tintaba de negro, y los ojos de un azul oscuro. Su piel era muy blanca, y su rostro atractivo, pero sentado a caballo parecía más gallardo que cuando estaba de pie, porque su torso era muy fornido y sus piernas muy cortas, como las de casi todos los omeyas andaluces, de manera que los estribos de oro apenas sobresalían un palmo del vientre de su cabalgadura. Su madre era una esclava franca o vascona; su abuela paterna, una princesa navarra, doña Tota. Tuvo once hijos y dieciséis hijas. Doblegó con la misma inapelable fiereza a los cristianos de los reinos del norte y a los rebeldes árabes o muladíes de al-Andalus, y no permitió que nadie hiciera sombra a su poder, pero también fue el más tolerante de los monarcas omeyas, y estuvo a punto de nombrar gran cadí de Córdoba a un mozárabe, propósito del que se desdijo para no irritar a los alfaquíes rigoristas, guardianes de una ortodoxia que a él le era casi del todo indiferente. Se trató de igual a igual con los emperadores de Bizancio y de Germania y extendió su autoridad hacia el norte de África. Una crónica anónima cuenta sus hazañas con la austeridad de las inscripciones funerales romanas: «Conquistó España ciudad por ciudad, exterminó a sus defensores y los humilló, destruyó sus castillos, impuso pesados tributos a los que dejó con vida y los abatió terriblemente por medio de crueles gobernadores hasta que todas las comarcas entraron en su obediencia y se le sometieron todos los rebeldes». Reinó durante cincuenta años, seis meses y dos días sobre un país que nunca volvería a ser tan poderoso y tan fértil, y vivió obsesionado por la voluntad de dejar tras de sí un estado invencible y un palacio que mantuviera en las generaciones futuras la memoria de su nombre: «Cuando los reyes quieren que se hable en la posteridad de sus altos designios -escribió-, ha de ser con la lengua de las edificaciones. ¿No ves cómo han permanecido las pirámides y a cuántos reyes los borraron las vicisitudes de los tiempos?»