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X. LA CIUDAD ARRASADA

No hay un otoño de la grandeza de Córdoba, no hay una lenta curva de declinación, como en las postrimerías de Roma, un presentimiento gradual de fracaso: Córdoba se hunde de pronto como el sol en los trópicos, como Pompeya borrada por el Vesubio, como Sodoma y Gomorra y como la Atlántida, presa de una especie de castigo bíblico sin misericordia, de una desgracia súbita. En cuatro años estrictos la mayor ciudad de Occidente es derribada por lo que el poeta Ibn Suhayd llama el viento de la adversidad: inundaciones, hambre, peste, incendios, exterminio metódico, guerreros Africanos cabalgando por sus callejones con sables ensangrentados, palacios devastados por multitudes rapaces, bibliotecas ardiendo entre las risas agradecidas de los fanáticos de la ignorancia y de la religión. El réquiem de Córdoba es un apocalipsis. Madinat al-Zahara, la ciudad de la soberbia, se hunde como la torre de Babel: al menos de ella quedan las ruinas. Pero de Madinat al-Zahira ni siquiera el recuerdo se salva de la destrucción. Una muchedumbre amotinada entró en ella como un río que se desbordara y linchó a sus guardianes, y lo que no fue robado por los saqueadores sucumbió al fuego, de manera que hoy no sabemos ni en qué lugar se levantó. El vasto edificio político erigido por Abd al-Rahman III y usurpado y fortalecido luego por Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur se desmorona de pronto igual que una estatua de arena. El impulso de disgregación que había latido en al-Andalus desde los tiempos de la conquista arrecia hasta convertirse en un gran cataclismo, en una locura unánime de la que nadie se salva, la guerra civil, la fitna, una batalla sangrienta de todos contra todos en la que no hay nadie que no participe como verdugo o como víctima o que no sea sucesivamente ambas cosas.

Lo que venían anunciando los astrólogos, lo que presintió al-Mansur cuando se echó a llorar en los jardines de al-Zahira, se cumplirá siete años justos después de su muerte: siete años durante los cuales creció tanto la prosperidad y el lujo de Córdoba que ni siquiera los ancianos que recordaban los días de Abd al-Rahman III encontraban razones para la nostalgia. Ibn Jaldún, que en el siglo XIV reflexionó sobre el auge y caída de los imperios con una claridad no inferior a la de Gibbon o Toynbee, notó que a veces, en el filo de la decadencia, una civilización condenada despliega un engañoso esplendor: «…pero eso no es sino el último centelleo de una mecha que va a extinguirse, tal como sucede a una lámpara que, estando a punto de apagarse, despide súbitamente un resplandor que hace suponer su encendimiento».

Había muerto al-Mansur, el guerrero invencible, pero ahora era primer ministro su hijo Abd al-Malik, y el califa Hisham seguía oculto en sus alcázares y entregado a sus devociones y a sus vicios. Que un soberano permanezca recluido y delegue todo el poder en sus visires es para Ibn Jaldún otro de los síntomas de que una dinastía va a hundirse: «La reclusión del califa es ocasionada comúnmente por los progresos del lujo: los herederos de un soberano, al pasar su juventud sumidos en los placeres, olvidan el sentir de su dignidad varonil y, habituados al ambiente de nodrizas y comadronas, acaban contrayendo una blandura del alma que los torna incapaces del poder; no saben incluso la diferencia entre mandar y ser dominado». Abd al-Malik era corrupto y soberbio, y andaba siempre en juergas de borrachos con sus oficiales de confianza, todos cristianos y bereberes, pero también era un militar valeroso y enérgico y había aprendido de su padre la cautela política de amparar el ejercicio absoluto de su poder tras la ficción de un califa legítimo, pero fantasma. A diferencia de al-Mansur, que fue un hombre cultivado y adicto a la literatura, Abd al-Malik no era más que un guerrero violento, pero siguió pagando pensiones espléndidas a los poetas y a los astrólogos de su corte, así como a los jugadores profesionales de ajedrez a los que su padre había protegido. Al-Mansur había usado el lujo como un arma de propaganda política: Abd al-Malik se complacía bárbaramente en él, igual que todos los que lo rodeaban, y dicen que en Córdoba nunca hubo más comercio de sedas y de metales preciosos que en aquellos siete años que precedieron al desastre: un día, al salir de al-Zahira, para ponerse al frente del ejército, Abd al-Malik se presentó montado en un pura sangre blanco, vestido con una cota de malla de plata sobredorada y con un casco octogonal incrustado de piedras preciosas en medio de las cuales resplandecía un gran rubí. Como su padre, adoptó un sobrenombre califal. Se hizo llamar al-Muzzafar, el vencedor, y lo cierto es que combatió con éxito a los cristianos en sus expediciones anuales de guerra santa, pero padecía una enfermedad del pecho y murió todavía joven: también dicen que lo envenenó su hermano menor, Abd al-Rahman, que no era hijo de su misma madre, sino de una de aquellas princesas navarras, rubias y de ojos azules, que tanto gustaban a los andalusíes.

Le llamaban un poco despectivamente Sanchol, o Sanchuelo, porque era nieto del rey Sancho Abarca de Navarra, de modo que tenía un parentesco directo con el califa Hisham, hijo también de una rubia cristiana, aquella Subh a la que tanto amó al-Hakam II y que se hizo cómplice y amante de Muhammad ibn Abi Amir sin saber que estaba labrando su desgracia futura. Dice un cronista árabe que Sanchol vivía «dominado por el vino y anegado en los placeres». Era un notorio borracho, se exhibía acompañado siempre por «sodomitas, cantantes, bufones, bailarines», y mostraba tan impúdicamente su impiedad que una vez, al oír al muecín llamando a la oración, dijo a gritos, parodiando la salmodia litúrgica entre las carcajadas de sus compañeros de parranda: «No vayáis a rezar, venid mejor a la taberna». El califa se apresuró a otorgarle el mismo nombramiento que ya habían tenido su padre y su hermano mayor, pero a Abd al-Rahman Sanchol no le bastaba ser nada más que primer ministro: al fin y al cabo una parte de la sangre que corría por sus venas era la misma de Hisham, y los dos compartían no sólo el parentesco, sino también el gusto por la indolencia y la depravación. Algunas noches se veía pasar por las calles despobladas de Córdoba un rumoroso cortejo de mujeres veladas y hombres pintados y vestidos como mujeres, ocultos tras las cortinas de los palanquines y rodeados de guardias: al ver el brillo de las telas de lujo y oír las risas de los embozados se sabía en seguida que una vez más el Príncipe de los Creyentes abandonaba el alcázar para acudir a una fiesta en Madinat al-Zahira.

En su testamento, al-Mansur había advertido a sus hijos que sólo conservarían el poder si respetaban escrupulosamente la apariencia de la legalidad califal. Pero una mañana de principios del año 1009 se supo en Córdoba que había ocurrido lo increíble: Hisham ibn al-Hakam ibn Abd al-Rahman, descendiente directo de los primeros califas del Islam y de Abd al-Rahman el Inmigrado, acababa de nombrar sucesor no a un príncipe omeya, como exigían la tradición y la ley, sino al hijo de aquel escribano advenedizo que se había convertido en dictador de al-Andalus, al impío y borracho Sanchol. En la ciudad crecía una tensión difícilmente contenida por el miedo. Circulaban versos anónimos que maldecían al nuevo tirano, y se contaba que un viejo ermitaño, al pasar junto a los muros de Madinat al-Zahira, había gritado contra ellos un conjuro profético: «¡Palacio que te has enriquecido con los despojos de tantas casas, quiera Dios que pronto todas las casas se enriquezcan con los tuyos!».

Insensatamente, Sanchol no receló, sino que decidió emprender cuanto antes una campaña contra los cristianos, aunque era enero y los caminos estarían embarrados por las lluvias: quería lograr en seguida la gloria militar, volver a Córdoba como habían vuelto tantas veces su padre y su hermano, en un desfile de triunfo, seguido por una caravana de prisioneros, tesoros y racimos de cabezas cortadas. El viernes 14 de enero los estandartes fueron bendecidos en la mezquita mayor, y Sanchol cometió una nueva injuria pública que tampoco le sería perdonada: todos sus soldados y sus generales debían usar el turbante de los bereberes, y él mismo, para dar ejemplo, se presentó así. Fueran de origen árabe o andaluz, los cordobeses odiaban unánimemente a aquellos guerreros medio salvajes venidos del norte de África. En al-Andalus sólo los teólogos llevaban turbante: que se impusiera a los soldados la obligación de usarlo era, por una parte, una falta de respeto a la religión, y por otra, una muestra más de sometimiento a las costumbres odiosas de los bereberes. Pero Abd al-Rahman Sanchol, poseído por una temeraria predisposición al fracaso, no parecía oír nada ni sospechar nada. Abandonó Córdoba en medio de un temporal de lluvias, subió hasta las montañas de León sin encontrar nunca al enemigo y extraviándose con todo su ejército entre tormentas de nieve, y sólo cuando todos los caminos estuvieron cegados por el barro dio la orden de replegarse hacia Toledo. Fue allí donde supo que en Córdoba había estallado una rebelión.

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