Continuamente llegaban a Córdoba desde el norte de África tribus enteras de bereberes para enrolarse en sus ejércitos. Eran jinetes más belicosos que los andaluces, debilitados, dice Ibn Jaldún, por los largos años de abundancia y de paz, inútiles ya para la guerra. Combatían con la misma furia de los nómadas de los desiertos de Arabia y eran fanáticamente leales no al califa ni al Estado, sino a Muhammad ibn Abi Amir, a quien debían su salario y el cuantioso botín que les era repartido después de cada victoria. Los cordobeses los despreciaban como a bárbaros y les tenían miedo, porque eran cada vez más numerosos en las calles de la ciudad y casi nunca se castigaban sus abusos: vinieron tantos, con su piel oscura, con sus turbantes negros, sus modales salvajes y su idioma extranjero, que hubo que ampliar otra vez la mezquita mayor para que cupieran en ella durante la oración de los viernes. Pero, gracias a ellos, al-Andalus estaba conociendo una superioridad militar que no había sido tan absoluta ni en los tiempos de Abd al-Rahman III, y los esclavos de guerra afluían, a precios irrisorios, a los mercados de Córdoba, y el país conocía una prosperidad que muy pronto sería recordada con más nostalgia que la Edad de Oro: la vida en Córdoba, bajo la dictadura de Ibn Abi Amir, fue más apacible y regalada que nunca, la comida era barata y abundante, la ley inflexible, pero también imparcial, las calles nocturnas tan seguras como los caminos más desolados.
En los arrabales de la ciudad cundía el hervidero incesante de los tallares de guerra: en ellos se fabricaban anualmente trece mil escudos, doce mil arcos, doscientas cuarenta mil flechas, tres mil tiendas de campaña. Al final de cada primavera, los ejércitos desfilaban en las explanadas abiertas junto al Guadalquivir y en la mezquita se bendecían los estandartes de guerra, que los generales ataban a sus lanzas. Cuarenta y seis mil jinetes dice Ibn Hayyan que formaban parte de una de las últimas expediciones de Muhammad ibn Abi Amir, y también veintiséis mil infantes, ciento treinta atabaleros que aterrorizarían a los enemigos con sus golpes de tambor, tres mil camellos que transportaban el material pesado y cien mulos cargados con los molinos destinados a moler el trigo para los soldados. El equipaje de Muhammad ibn Abi Amir y el de sus oficiales y esclavos viajaba sobre dos mil acémilas: llevaba en él los grandes arcones con el tesoro de guerra, las cien tiendas de su séquito, los treinta pabellones de lujo en el que descansaban sus invitados y los embajadores, los palanquines para las mujeres que acompañaban a la expedición, las cargas de flechas y de cotas de malla, de aceite, de petróleo para encender el fuego griego, de estopa y de pez. Entre la formidable muchedumbre que viajaba hacia el norte por las calzadas romanas había no sólo soldados y mujeres, sino también poetas que recitaban versos épicos para alentar las cargas de caballería y mercaderes judíos y cristianos que compraban a los soldados después de cada batalla la parte del botín que les había correspondido. El ejército se aprovisionaba sobre el terreno: por eso las expediciones solían organizarse en la época de la cosecha de cereales, y eran suspendidas en los años de sequía. Cada jinete, armado con una lanza, una espada y un hacha de doble filo, llevaba consigo a un escudero con una acémila en la que se cargaban la tienda de campaña, las armas defensivas y las reservas de proyectiles. Los soldados se infantería iban armados con una pica y una maza, y algunas veces con jabalinas y hondas, y usaban un escudo de madera. El de los jinetes, la adarga, era un disco de cuero tensado sobre armazón de madera. Los mejores escudos eran los fabricados con piel de antílope del Sahara, que tenía fama, una vez curtida, de ser impenetrable a las lanzas.
Al entrar en territorio cristiano, al otro lado de la tierra de nadie, la caballería se entregaba metódicamente al pillaje: se asaltaban los almacenes de grano, se incendiaban las cosechas y los monasterios y caseríos aislados, se talaban los árboles. Más que una duradera expansión territorial, se buscaba un rico botín y la humillación militar del enemigo. Los combates a campo abierto entre grandes ejércitos eran menos frecuentes que las rápidas incursiones de la caballería ligera, que se retiraba a sus posiciones después de quemar una aldea y pasar a cuchillo sus defensores. Si las tropas cristianas y andalusíes se encontraban frente a frente en una llanura, a veces se sucedían peleas singulares entre paladines de los dos ejércitos, jinetes solitarios que cabalgaban el uno hacia el otro cubiertos con sus cotas de malla y se mataban entre sí mientras las dos multitudes adversas los contemplaban en silencio. Tras los desafíos de los paladines se desborda la batalla campal: «Los infantes, con sus escudos y sus lanzas, se colocan en varias filas -escribe Abu Bakr al-Turtusí a finales del siglo XI-: apoyan sus lanzas oblicuamente sobre sus hombros, hincadas en el suelo y con la punta dirigiéndose hacia el enemigo; tienen la rodilla en el suelo y el escudo en el aire. Detrás se sitúan los arqueros, y a sus espaldas la caballería. Cuando los cristianos cargan contra los musulmanes los infantes no se mueven, permanecen rodilla en tierra, y al llegar cerca el enemigo, los arqueros le asestan una ráfaga de flechas, mientras los infantes lanzan sus venablos y les oponen las puntas de sus lanzas. Sólo después infantes y arqueros abren sus filas, apartándose a derecha y a izquierda, y a través de ese espacio libre la caballería se lanza contra los enemigos y los pone en fuga, si es que Dios así lo ha decidido…».
Al final del verano, antes de que empezaran las lluvias, las multitudes de Córdoba presenciaban el regreso de los soldados victoriosos: ante ellos cabalgaba siempre Muhammad ibn Abi Amir: únicamente a él se le debía tanta gloria, tal abundancia de cautivos y de cabezas cortadas que se colgarían luego en hileras alrededor de las murallas, tantas campanas de iglesias que se usarían como lámparas en las mezquitas y banderas ensangrentadas de los enemigos vencidos. El año 981, al volver de una campaña contra el reino de León, Muhammad ibn Abi Amir se permitió el atrevimiento que culminaba definitivamente su impostura. Usando para sí mismo un privilegio que sólo pertenecía a los califas, se impuso el sobrenombre de al-Mansur billah: «el que vence por Dios». Quienes se acercaran a él debían arrodillarse y besarle la mano y llamarle «señor». El califa no era nadie, una sombra cada vez más perdida tras los muros del alcázar y los esplendores narcóticos de Madinat al-Zahra. Él sólo, al-Mansur o Almanzor, como lo llamaron los cristianos, regía Córdoba y aplastaba y perseguía a sus enemigos y agrandaba la mezquita y quemaba los libros de al-Hakam II y emprendía guerras sin descanso contra los reinos cristianos, llevando el terror y la destrucción mucho más al norte de lo que había llegado nunca un ejército musulmán, atravesando Galicia para arrasar Santiago de Compostela y la basílica del Apóstol, quemando Barcelona y pasando a cuchillo a todos sus habitantes, inmune siempre al desaliento, a la fatiga, a la compasión, la vejez, poseído por una insaciable voluntad de acción, vengándose de cada uno de sus enemigos y asesinando por precaución a sus más leales cómplices, imaginando que no era sólo un primer ministro ni un general nunca derrotado, sino un rey, y que a pesar de la existencia de aquel vano califa de Córdoba sería él, al-Mansur, quien fundaría un nuevo linaje, para que su dominio sobre al-Andalus no terminara con su muerte.
Siguió guerreando sin tregua hasta el final de sus días, y cuando ya no pudo cabalgar, deshecho por la vejez y maniatado al dolor, fue hacia la batalla tendido en un palanquín y tiritando de fiebre, y la muerte lo encontró en el castillo de Medinaceli, al regreso de una campaña victoriosa, cuando tenía sesenta y dos años. Había dispuesto que su mortaja se comprara con dinero de las rentas de su casa solar de Algeciras, para que no estuviera manchado por la vileza con la que obtuvo su fortuna. Esparcieron sobre su cadáver el polvo adherido a su ropa durante treinta años de batallas, y cuando se supo en Córdoba que había muerto, las mujeres se desgarraron los vestidos y se ensuciaron el pelo con ceniza y alguien gritó: «¡Ay de nosotros! ¡Murió el que nos proveía de esclavos!». Los cristianos, que nunca pudieron vencerlo mientras vivía, inventaron para él una derrota póstuma, la nunca sucedida batalla de Calatañazor, nombre que aún perduraba, novecientos cincuenta años después de su muerte, en nuestras enciclopedias infantiles. Pero Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur billah murió sin conocer la medida abismal de su propio fracaso. Sabemos sin embargo que lo presintió. Un día, cuenta al-Maqqari, cuando paseaba con un amigo por sus jardines de al-Zahira, Muhammad ibn Abi Amir se echó a llorar y dijo: «Desdichada Zahira, quisiera conocer al que dentro de poco te ha de destruir. Ya veo saqueado y arruinado este hermoso palacio, ya veo a mi patria devorada por el fuego de la guerra civil».