Contemplé una palma en al-Rusafa,
en el Occidente lejano, de su patria apartada.
Le dije: ambos estamos en una tierra extraña.
¡Cuánto hace que vivo apartado de los míos!
Creciste en un país donde eres extranjera
y, como yo, en el más alejado rincón mundo habitas.
Que las nubes del alba te concedan frescor en esta lejanía
y siempre te consuelen las abundantes lluvias.
IV. LA CIUDAD LABERINTO
La ciudad que había sido un solar de ruinas y la capital de una provincia lejana se convierte de pronto en el destino y en el sueño materializado de un hombre. Crece con la vigorosa lentitud de la vegetación sobre una tierra fértil, se hace al mismo tiempo más intrincada y más vasta, sus murallas vencidas por el abandono vuelven a levantarse, se dilatan y multiplican en torno a los nuevos arrabales como las ondulaciones circulares del agua. Desde los tiempos de la conquista, los musulmanes habían usado como mezquita mayor la mitad de la basílica de San Vicente, pero durante el reinado de Abd al-Rahman se les quedó pequeño aquel espacio de oración, y el emir compró a los cristianos la parte que les correspondía pagándoles cien mil dinares y autorizándoles, en compensación, a que construyeran nuevas iglesias extramuros de la medina. En el solar de la basílica se levantaron las primeras naves de aquel edificio que seguiría extendiéndose igual que la misma Córdoba hasta los días de al-Mansur: el número de las columnas crece como el de los habitantes de la ciudad, porque hombres venidos de los lugares más remotos encuentran en ella una patria, como el Inmigrado: parientes suyos que viajan desde Siria y a los que él ofrece su hospitalidad, ahora poderosa, comerciantes judíos del norte de África, soldados y pastores bereberes, esclavos negros y valiosos eunucos traídos por los mercaderes desde las tierras de los rum, esclavas rubias y de ojos azules que habitan en los harenes y poseen la misma sabiduría en las artes del amor que en las de la música y la literatura: algunas de ellas serán madres o concubinas predilectas de los emires, como una navarra de nombre Subh, Aurora, a la que amó hasta el final de su vida al-Hakam II.
La Córdoba de los omeyas es un laberinto de callejones y columnas y palacios cerrados y también de rostros y de idiomas, una ciudad mestiza donde los cristianos y los judíos hablan y escriben en árabe aunque sigan conservando su lengua y donde nadie, ni siquiera los más altivos aristócratas que remontan su linaje a las tribus primitivas, puede alardear de una improbable limpieza de sangre: el gran Abd al-Rahman III, descendiente de los primeros califas del Islam, también era nieto de una princesa cristiana, y a uno de los hijos del temible al-Mansur le llamaban familiarmente Sanchol, es decir, Sanchuelo, del mismo modo que hay nombres como Ibn Quzman, o Garciyya -García- o Lupp -Lope- o Ibn al-Qutiyya, que significa «el hijo de la Goda», Ibn Antunyan, Serbandus, Ibn Albar… Los cristianos mozárabes practican libremente sus cultos, aunque no pueden celebrar procesiones públicas ni tañer las campanas más que los domingos, y están sujetos, como los judíos, al pago de un tributo. Su comunidad sigue rigiéndose por las leyes visigodas, y conservan sus propios magistrados, sus clérigos y sus obispos, que se reúnen en concilios y ostentan algunas veces cargos políticos en la administración del Estado: un obispo de Córdoba fue embajador de Abd al-Rahman III. A los cristianos que eligieron convertirse al Islam los llamaban muwaladum o muladíes, y eran musulmanes de pleno derecho, si bien alentó muchas veces en ellos un sentimiento de inferioridad y de agravio hacia los árabes: con frecuencia, para igualarse a ellos, se inventaban antepasados orientales -Ibn Hazm, que era de Niebla, decía proceder de Persia-. De estirpe muladí fueron algunos de los más obstinados rebeldes de al-Andalus, como los habitantes del arrabal de la Saqunda, en Córdoba, que estuvieron a punto de tomar por asalto el palacio del emir, o como el turbulento bandido Ibn Hafsun, que abjuró doblemente del cristianismo y del Islam y mantuvo durante casi medio siglo una sublevación invencible en la serranía de Málaga.
Abd al-Rahman I hizo de Córdoba la sede de un reino precario y menor y no supo que había fundado la capital de Occidente, de un mundo áspero y rural en el que los caminos eran inseguros y las ciudades hoscas aldeas fortificadas contra las invasiones. En Córdoba, Abd al-Rahman se salva y se justifica, se hace rey y tal vez tirano y funda una dinastía rebelde que va a durar cerca de trescientos años: gracias a él y a su linaje, Córdoba, en correspondencia a lo que les entregó, recibe una gloria que será recordada y exaltada al cabo de un milenio. Su esplendor y su nombre se prolongan hasta este mismo momento en que yo escribo, y mis palabras, este libro, son consecuencia de actos no extinguidos aún, rescoldos de un fuego que el tiempo no ha podido apagar. El eco de aquellos días no se ha borrado. Queda en los libros, en la imaginación, en la memoria, en las ruinas. Viajeros muertos hace mil años siguen trayendo noticias de aquella ciudad que buscamos en la ciudad de ahora, viva moneda que nunca se volverá a repetir. En las vidas de las ciudades, como en las de los hombres, hay unas horas de plenitud enterradas luego bajo la ceniza. La Córdoba de los omeyas prosperó para después perecer, se hizo grande y poderosa para ser luego asolada. Pero ya escribió Ibn Jaldún que el porvenir de las ciudades y de las dinastías es la segunda decadencia.
La Corduba latina es ahora Qurtuba. En Bizancio, en Bagdad, en lo más hondo de Germania, decir su nombre equivale a enunciar los atributos de la maravilla. «Joya brillante del mundo -declamó en latín la abadesa Hroswitha-, ciudad nueva y magnífica, orgullosa de su fuerza, celebrada por sus delicias, resplandeciente por la plena posesión de todos los bienes». El mismo entusiasmo se repite en la Crónica del moro Rasis, que llama a Córdoba madre de ciudades y dice que fue siempre morada de los mayores príncipes y casa de los reyes, «e de todas partes vienen a ella, e ella a en sí muchas bondades, e siempre fue muy noble e fermosa, e hay en ella muy fermosas cosas e muy fermosas vistas».
El viajero Ibn Hawqal, que posiblemente era un espía de los califas de Oriente, escribió en el siglo X que ninguna ciudad del Magrib, de Egipto ni de Siria era tan grande como ella, y que los cordobeses preferían los placeres de la indolencia al ejercicio de la guerra. Ibn Hayyan dice que contenía mil seiscientas mezquitas: al-Bakrí reduce su número a cuatrocientas setenta y seis. En ambos casos las cifras no aluden tanto a la exactitud como a la sorpresa por lo ilimitado. Según un censo elaborado en tiempos de al-Mansurel Almanzor de los romances cristianos había en la ciudad 213.007 casas ocupadas por la plebe y la clase media, 60.300 por los altos empleados y la aristocracia, 600 baños públicos, 80.455 tiendas: si esos datos fueran ciertos arrojarían la cantidad imposible de un millón de habitantes. El severo arqueólogo don Leopoldo Torres Balbás reduce la cifra a cien mil. Lo que sabemos seguro es que el foso que se excavó en torno a la ciudad a principios del siglo XI tenía un perímetro de veintidós kilómetros y delimitaba un espacio de cinco mil hectáreas, que sigue siendo un tamaño mayor que el de la ciudad actual. Arrabales enteros de Córdoba fueron despoblándose y desaparecieron después de la conquista cristiana. Pero los mejores palacios y quintas de recreo y los jardines públicos ya habían sido destruidos mucho antes, cuando el Estado se hundió en la confusión y el desastre de la guerra civil, al principio del segundo milenio.