Años atrás vivía escondido y lo buscaban sicarios: ahora cabalga a la luz del día, a la cabeza de un ejército, y sabe que las tropas del gobernador han salido de Córdoba y vienen hacia él por la orilla derecha del Guadalquivir. Pero Abd al-Rahman ya no seguirá huyendo. Su ejército avanza en dirección a Córdoba por la orilla izquierda del río. Al cabo de unos días, sus soldados y los del gobernador se encuentran frente a frente, separados por las aguas, hostigándose tal vez con bravatas inútiles, porque el río baja muy crecido y es imposible cruzarlo a caballo. Al mirar desde lejos las caras de sus enemigos, Abd al-Rahman se acordaría de cuando vio morir a su hermano en la ribera del Éufrates. Junto a un río miró de frente el horror: junto a otro, el Guadalquivir, iba a gustar la victoria y una postergada venganza, no contra Yusuf al-Fihrí, sino contra el pasado y la desgracia.
Los dos ejércitos que habían cabalgado en direcciones contrarias ahora marchan acompasadamente hacia Córdoba, el de Yusuf para defenderla, el de Abd al-Rahman para conquistarla. Las aguas pardas y rápidas del Guadalquivir corren entre ellos como una frontera que nadie puede todavía cruzar. De noche se encienden fogatas simultáneas y se oyen gritos y relinchos a cada lado del río. Algunas veces, Abd al-Rahman deja encendidas hogueras y ordena a los suyos que reanuden la cabalgata en silencio, amparados en la oscuridad. Desconoce el miedo, pero no desdeña ni la mentira ni la astucia, y nunca tendrá escrúpulos en manejar la traición. A principios de mayo mira por primera vez las murallas de Córdoba, pero un ejército enemigo y un río lo separan de la ciudad, tan cercana que puede oír en el aire perfumado y quieto de los atardeceres la llamada a la oración. El caudal del río ha bajado mucho, y descubre largas islas de arena rojiza donde crecen adelfas y cañaverales. Ya sería fácil vadearlo, pero ningún jinete se aventura todavía en su cauce. Abd al-Rahman envía un emisario al campamento de Yusuf con una carta en la que le promete que aceptará sus condiciones, renunciando a la soberanía de al-Andalus. Pero esa misma noche, sus soldados cruzan el río y sorprenden a traición a las tropas del gobernador. Enardecidos por el deseo de saquear la ciudad y de vengarse del desastre que sufrieron hacía diez años en la batalla de Saqunda, los yemeníes de Abd al-Rahman aniquilan al ejército de Yusuf, que pierde a un hijo en el combate. El quince de mayo, Abd al-Rahman entra en Córdoba, llevando atado a su lanza el turbante blanco que le ha servido de bandera. En la mezquita mayor, que todavía ocupa la mitad de una iglesia cristiana, recibe definitivamente su consagración como emir y las gentes de la ciudad le juran obediencia. Después de vivir tantos años en chozas de barro y en tiendas de nómadas, Abd al-Rahman ocupaba el palacio de los gobernadores de al-Andalus, el mismo del que salió el rey Rodrigo hacía casi medio siglo para perder su reino en la primera batalla contra los musulmanes.
Ya no permitiría que le arrebatara nadie lo que tanto tiempo y coraje le costó ganar. Lo defendió contra todos, contra sus enemigos y contra sus propios aliados, contra los cristianos del norte y los conspiradores venidos de Bagdad, incluso contra los ejércitos del emperador Carlomagno, que bajaron de Francia para poner sitio a Zaragoza y al retirarse sin poder conquistarla fueron diezmados en el paso de Roncesvalles por los salvajes montañeses de los Pirineos. Desde el primer día de su reinado, recién lograda la victoria, Abd al-Rahman ni siquiera pudo confiar en quienes le ayudaron con las armas, porque los yemeníes, a los que prohibió entrar a saco en Córdoba y apoderarse de los tesoros y de las mujeres del vencido Yusuf al-Fihrí, en seguida tramaron una celada para asesinarlo, y sólo recurriendo al terror de las ejecuciones en masa los pudo doblegar. Se dice que por orden suya fueron decapitados treinta mil yemeníes, y que hizo estrangular en secreto incluso a miembros de su propia familia que le parecían sospechosos de traición. Únicamente el ejercicio metódico de la crueldad y del recelo mantuvo firme su poder. El Ajbar Machmua, una recopilación anónima de tradiciones de donde procede casi todo lo que sabemos sobre él, lo retrata así: «Tenía la palabra fácil y sabía hacer versos; suave, instruido, resuelto, pronto a perseguir a los rebeldes, no permaneció largo tiempo en reposo o entregado a la holganza; no descansó en nadie el cuidado de los negocios y no confió sino en su propia inteligencia. Unía la bravura temeraria a una grandísima prudencia. Llevaba de ordinario vestiduras blancas». No conoció el sosiego en los treinta y dos años que le quedaban de vida, y sus peores enemigos no fueron los cristianos de más allá de las fronteras del norte, sino los mismos árabes y las tribus bereberes que de vez en cuando se alzaban animadas a la rebelión por predicadores fanáticos. Proscribió en su reino la bandera negra de los abbasíes. Dispuso que en la mezquita mayor se pronunciaran maldiciones contra ellos y que en las oraciones del viernes se suprimiera la mención canónica al califa de Oriente. Porque no podía confiar en la lealtad de nadie, reclutó un ejército de cuarenta mil mercenarios extranjeros. La poesía y la guerra eran en él vocaciones iguales. Le pertenecen estos versos:
Cuando en mi camino el sol del mediodía lanza sus rayos abrasadores,
es mi dosel la sombra de la bandera tremolante.
Más grato que jardines y alcázares excelsos
es para mí el desierto y la morada en la tienda.
Con el tiempo dicen que se volvió más huraño y despótico y que apenas salía de sus palacios por miedo a que lo asesinaran. El liberto Badr, que no lo había abandonado desde las peregrinaciones de su adolescencia, cayó también en desgracia y fue despojado de sus bienes y expulsado de Córdoba. El joven héroe de las fábulas se convierte en un tirano amargado y solitario, y nos parece que se desdobla en varios personajes, sin que podamos saber cuál de ellos es más verídico, o si alguno lo es. Abd al-Rahman escribe delicados versos sobre su nostalgia de Siria y también persigue como un delincuente a su hijo Suleyman y ordena que a un rebelde cautivo le corten las manos y los pies y lo ejecuten a mazazos para que sea más larga su agonía. Construye en las afueras de Córdoba un palacio semejante a aquel donde pasó su infancia y le da el mismo nombre, al-Rusafa, para habitar así el espacio íntimo de la memoria, pero es capaz de matar con sus propias manos a un adversario al que ha recibido a solas mintiéndole hospitalidad y perdón. Es un monarca justo y valiente que cabalga siempre a la cabeza de sus tropas y también «un déspota pérfido, cruel, vengativo y despiadado» -según le acusa Dozy-, un rey protegido por el terror y aislado por el odio. El califa abbasí Abu Chafar al-Mansur, que tal vez, desde tan lejos, temía que la furia del Inmigrado se dilatara hasta Bagdad, lo comparó a un ave de presa.
Pero ya no es posible saber quién fue Abd al-Rahman. Puede que no llegara a escribir todos los versos que se le atribuyen, pero la belleza de esas palabras, transmitidas por manuscritos inseguros, vertidas a una lengua que no existía cuando él vivió, hace que casi lleguemos a sentir que en Abd al-Rahman hay algo semejante a nosotros. Como esos hombres que cierran los ojos al abrazar a una mujer para imaginarse que abrazan a otra, Abd al-Rahman viviría en Córdoba como en un premeditado espejismo de Damasco, pero no le bastaba el recuerdo y quería tocar la materia misma de las cosas que añoraba. Enviados suyos viajaron a Siria para traerle árboles que no crecían aquí, palmeras y granados que hizo plantar en al-Rusafa y en los jardines del nuevo alcázar construido en el solar del palacio de los gobernadores, a la orilla del Guadalquivir. Cuando miramos hoy, sobre el perfil de los tejados de Córdoba, la copa de una palmera con sus racimos amarillos, estamos viendo un paisaje inventado hace mil doscientos años por la voluntad y la nostalgia de un hombre. Le debemos las primeras naves de la mezquita, el verde umbroso de los granados y el rojo brillante y translúcido de su fruto. Erigió sobre la gallardía y el crimen un reino aniquilado luego hasta sus cimientos y algunos palacios de los que ni siquiera han perdurado las ruinas. Lo que queda en el mundo de Abd al-Rahman son unas pocas columnas, unas siluetas familiares de árboles y algunos versos que no importa si de verdad escribió: