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Pero lo único que temía Eulogio era que lo siguiesen obligando a vivir. Con monotonía, como si repitiera por última vez una tarea necesaria y tediosa, volvió a gritar las injurias de siempre. Aquel mismo día lo decapitaron: subió serenamente al cadalso, murmurando oraciones, y puso la cabeza en el tajo como si la descansara en una almohada. Siete años antes había muerto el emir Abd al-Rahman II. Salió una tarde a la galería encristalada de su palacio para mirar la llanura y río y el corazón se le paró. Los cristianos dijeron que lo último que vio antes de morir fueron los cadáveres de unos mártires colgados de horcas junto a la muralla, y que lo había fulminado la venganza de Dios.

VI. EL BOSQUE DE LOS SÍMBOLOS

Sobre el paisaje que mira desde la otra orilla del Guadalquivir ese viajero inventado y futuro en que uno mismo se convierte al buscar por los libros la memoria antigua de Córdoba, sobre los torreones de la muralla y las azoteas del alcázar, donde tal vez el sol hiere las cristaleras del mirador de Abd al-Rahman II, el recién llegado que se acerca al puente por el camino que atraviesa el cementerio de la Saqunda distingue a lo lejos una torre más alta que ninguna otra, con hileras de ventanas de triples arcos y una cúpula calada y reluciente de policromías, coronada no por un campanario ni por la estatua de un ángel que sostiene una espada, sino por una forma imprecisa que brilla en la lejanía con fulgores metálicos. Pero el viajero, que tal vez es uno de esos sabios errantes del Islam que ha peregrinado a La Meca para descubrir libros y maestros y vuelve a al-Andalus vencido por la fatiga del viaje y serenado por el conocimiento, ya sabe que lo que está viendo es el alminar de la mezquita mayor de Córdoba, reconstruido por orden del califa Abd al-Rahman III y culminado por varias esferas de metal, que son cinco según algunos autores y tres según otros, y sobre las cuales se eleva una azucena hexagonal esculpida en hierro o en plata maciza. El viajero, familiarizado con las traducciones árabes de Platón, que ha leído en Oriente, sabe que la forma esférica constituye la máxima belleza que es dado conocer a la mirada de los hombres, superior incluso a la del cubo y a la del hexaedro, y que el oro y la plata en la que han sido fundidas las de la mezquita de Córdoba no son los metales de la vanidad, sino los símbolos de la más perfecta materia, pues el plomo más bajo puede volverse oro mediante la ascesis de la alquimia, igual que el alma del creyente, depurada por la fe, asciende del barro de la condición humana hasta el deslumbramiento de Dios.

Para el musulmán de ese tiempo, todas las cosas son vestigia Dei, símbolos de la presencia y de la voluntad divinas: la luz metálica que brilla sobre el alminar le recuerda que Dios, según el Corán, es la luz del cielo y de la tierra. Alminar -al manara- significa literalmente en árabe «el lugar de la luz»: también es el lugar desde el que se extiende la Palabra, que ilumina el alma igual que la luz desvanece la sombra. Pero el viajero todavía está lejos y no acaba de distinguir si son granadas o manzanas las esferas bruñidas por la claridad del sol. Son manzanas -fruta del Paraíso-, según al-Himyari, que contó cinco, tres de oro y dos de plata. Al-Idrisi dice que eran tres las esferas, y que tenían forma de granadas, y que la azucena final era de oro puro. Cada una de ellas pesaba un quintal, y su circunferencia era de tres codos y medio. Treinta y cuatro metros es la altura del alminar. Dos escaleras simétricas de ciento siete peldaños cada una caben dentro de él: por una suben los muecines que llaman a la oración, y bajan por la otra. Son dieciséis los que se turnan en la cámara más alta, y dos los que velan durante toda la noche esperando la hora exacta de convocar a los fieles: oyen los cangilones de las norias que giran perpetuamente en las orillas del Guadalquivir, ven debajo de ellos la negrura indistinta de las calles de Córdoba y de la llanura y el brillo inquieto y silencioso del agua y la curva del río, las antorchas de los guardianes sobre la muralla, las luces de las almunias donde la música y las carcajadas duran hasta el amanecer.

Si una cúpula es el símbolo de la belleza divina, el alminar lo es de la divina majestad: su alto perfil contrasta con la línea de los tejados igual que en la escritura cúfica las letras verticales se elevan en ángulo recto sobre las horizontales. Cuarenta y tres días estuvieron cavando los albañiles antes de establecer los cimientos del alminar de Córdoba: sólo dejaron de ahondar cuando en la oscuridad del pozo rezumó el agua del Guadalquivir. Abd al-Rahman III lo ha erigido no para que su nombre sea recordado por las generaciones futuras, sino para esgrimir un mérito que después de la muerte le asegure el derecho al Paraíso. Al obrar así imita a casi todos sus antecesores, al primero de todos, el Inmigrado, de quien viene su nombre, que mandó construir las primeras once naves de la mezquita, y al ascético Hisham, que edificó el primer alminar, y a Abd al-Rahman II, que agregó ochenta columnas a las ciento diez del santuario primitivo, permitiendo así que cupieran en él diecisiete mil fieles, porque Córdoba crecía tan velozmente que siempre faltaba espacio para reunir a los musulmanes a la hora sagrada del mediodía del viernes: su número es tan incalculable como el de las columnas y los arcos bajo los que se humillan al rezar, como el de la descendencia que Dios prometió a Abraham, constructor de la primera mezquita y santuario del mundo, la Kaaba.

«Una alta muralla la rodeaba, como fortaleza de la fe -contaría nuestro viajero-: veinte puertas daban paso al amurallado recinto». Por cualquiera de ellas entraría al patio, donde los fieles conversaban bajo los soportales o se aliviaban del calor y del agobio de los callejones de Córdoba a la sombra de los árboles, y en cuya fuente de agua fría se lavaban las manos y los pies para purificarse. Al-Hakam II, el califa que se permitió el deleite de poseer todos los libros que un hombre culto de su tiempo pudiera desear, hizo conducir hasta el patio de la mezquita las cañerías de plomo que llevaban el agua a las estancias del alcázar desde la sierra próxima, gesto que le ganó la gratitud de los musulmanes y el elogio entusiasmado y probablemente venal de un literato cortesano: «Has roto los flancos de la tierra para encontrar raudales de agua, la más pura, que llevas al templo, tanto para purificar los cuerpos cuando están sucios como para dar de beber a los hombres cuando están sedientos». Pero también mandó construir al-Hakam II una casa de reposo junto a la mezquita para que los viajeros y los mendigos descansaran en ella, y escuelas donde aprendiesen a leer los hijos de los pobres que no podían permitirse pagar ni el mísero sueldo de un maestro: «El atrio del gran templo tiene una corona de escuelas destinadas a los huérfanos y a los menesterosos de Córdoba», escribía un cronista, que también dio noticia de los trescientos veinte quintales de teselas vidriadas que el emperador Nicéforo Focas envió desde Bizancio al califa de Córdoba para cubrir de mosaicos con vegetaciones geométricas el muro del mihrab. A la sombra del patio, o junto a cualquier columna de las naves, el cadí administra justicia sentado en el suelo como un beduino y los maestros viajeros asombran a sus discípulos recitando en voz alta los libros que han aprendido de memoria. Salvo a mediodía del viernes, cuando la oración es obligatoria y unánime, la mezquita suele ser una encrucijada tan azarosa y abierta como una plaza pública. Uno puede caminar sin propósito y perderse voluntariamente entre las arcadas o arrodillarse descalzo sobre las esteras que protegen el suelo sagrado, que no es de mármol, como ahora, sino de tierra apisonada y desnuda. La luz del patio gradualmente se desvanece en penumbra, igual que el sonido de las voces murmurando oraciones se amortigua en la distancia, y el efecto óptico de las columnas es el mismo que el de las palmeras y los naranjos.

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