Литмир - Электронная Библиотека

Eulogio y Álvaro los alentaban. Desesperadamente, entendían que el sacrificio voluntario era la única confirmación posible de su fe desdeñada. «Mis correligionarios gustan leer los poemas y las obras de imaginación de los árabes -había escrito Álvaro- y estudian los escritos de sus teólogos, no para refutarlos, sino para adquirir una dicción árabe correcta y elegante… Todos los jóvenes cristianos que se distinguen por su talento no conocen y estudian más que la lengua y la literatura árabes; leen y estudian con el mayor ardor los libros árabes: forman, con grandes dispendios, inmensas bibliotecas y proclaman por todas partes que esa literatura es admirable… ¡Qué dolor! Los cristianos han olvidado hablar su lengua religiosa, y entre mil de nosotros difícilmente encontraréis uno solo que sepa escribir medianamente una epístola en latín a un amigo. Pero si se tratase de escribir en árabe, encontraréis gran cantidad de personas que se expresan fácilmente en esta lengua con gran elegancia, y los veréis componer poemas preferibles a los de los mismos árabes…».

Había cristianos que sin renegar de su credo mantenían un amplio harén, y no era raro que practicaran sin remordimiento lo que Dozy llama con pudor «un vicio abominable, por desgracia frecuente en los países orientales». Para Eulogio y Álvaro, tales costumbres eran una contaminación del Islam: ¿No prometía Mahoma a los suyos un grosero paraíso de placeres carnales, no había sido él mismo, mientras vivía, un ejemplo infame de sensualidad? En aquella Córdoba donde nada era más accesible que el gusto de vivir, Eulogio, desde muy joven, se maceró con penitencias y ayunos y deseó morir como los primeros mártires de la Iglesia. Pudo haberse dedicado, como sus hermanos varones, al comercio con Oriente, a la lujosa indolencia: prefirió la disciplina de los monjes y el arduo aprendizaje de la retórica y la teología. Contra su voluntad, conoció a una mujer y es posible que secretamente enloqueciera por ella. Su nombre era Flora, y había nacido de padre árabe y de madre cristiana, de modo que según la ley su religión era obligatoriamente la islámica. Pero ella eligió el cristianismo y el martirio: llevada ante el cadí, renegó del Corán, y por su extrema belleza fue disculpada de la pena de muerte, aunque le desgarraron a latigazos la nuca. Así la vio Eulogio, y la siguió recordando hasta el final de su vida, acusándose turbiamente de haberla deseado. En una carta le decía: «Tú te has dignado, santa mujer, hace mucho tiempo, enseñarme tu nunca desgarrada por las varas y privada de la bella y abundante cabellera que la cubría. Es que tú me considerabas tu padre espiritual y me creías puro y casto como tú misma. Suavemente puse mis manos sobre tus llagas: hubiera querido curarlas oprimiéndolas con mis labios, pero no me atreví…».

En abril del año 850 -a Abd al-Rahman sólo le quedaban dos de vida, y siete a Ziryab- fue ejecutado por blasfemar públicamente de Mahoma un sacerdote que se llamaba Perfecto. En el cadalso, antes de que lo decapitaran, gritó, tal vez para asegurarse de que se cumpliría la sentencia: «Sí, yo he maldecido a vuestro profeta y yo lo maldigo, maldigo a ese impostor, a ese adúltero, a ese endemoniado. Vuestra religión es la de Satanás, y a todos vosotros os espera el infierno». La misma tarde de su ejecución, dos musulmanes se ahogaron en una barca que naufragó en el Guadalquivir. «Dios -escribió Eulogio- ha vengado la muerte de uno de sus soldados. Nuestros crueles perseguidores han enviado a Perfecto al cielo. ¡El río se ha tragado a dos de ellos para enviarlos al infierno!». Poco después, un comerciante mozárabe fue condenado a cuatrocientos azotes por maldecir a quien pronunciara el nombre de Mahoma, y un monje exclaustrado se presentó al cadí gritando: «Vuestro profeta ha mentido y os ha engañado a todos. ¡Maldito sea ese infame, manchado con todos los crímenes, que ha arrastrado consigo a tantos infelices a lo profundo del infierno!». El cadí lo tomó por loco y solicitó a Abd al-Rahman que aquel monje, Isaac, no fuera ejecutado. El emir no accedió a la piedad, porque le daba miedo y lo desconcertaba aquella ciega voluntad de morir, y ordenó que decapitaran a Isaac y colgaran su cadáver boca abajo y lo quemaran luego y dispersaran las cenizas para que los otros cristianos no pudieran saquear sus despojos y convertirlos en reliquias. Pero lo hicieron santo y dijeron que no sólo hacía milagros después de muerto, sino que ya los hizo en el mismo vientre de su madre.

Tras el martirio de Isaac ya no hubo manera de interrumpir la locura, que se propagó por los arrabales mozárabes de la ciudad como un fuego de desastre. Por cada cristiano que era ejecutado se presentaba otro a blasfemar ante el cadí. Así murieron, en días sucesivos, un soldado de la guardia del emir que se llamaba Sancho, seis eremitas que pidieron ser tratados con la mayor crueldad, el clérigo Sisenando, que dijo haberlos visto bajar del cielo para invitarle a compartir su martirio, el diácono Pablo, el joven fraile Teodomiro, que vino expresamente de Carmona para que le cortaran la cabeza. Pero la mayor parte de los mozárabes veían con desagrado y algo de pavor este gradual suicidio colectivo, que haría caer sobre la comunidad entera las consecuencias de los actos de una minoría fanática. Inducidos por el emir, que buscaba un modo de detener la lógica brutal de la blasfemia y la muerte, los clérigos más tibios acordaron celebrar un concilio donde se dilucidara la legitimidad de los martirios voluntarios. No se condenó a quienes ya habían muerto proclamando su fe, pero les fue severamente prohibido a los cristianos que eligieran morir.

Eulogio y Álvaro entendieron el dictamen del concilio como una traicionera capitulación. «¿Puede abrigarse duda racional acerca del motivo que arrastró al suplicio a estos soldados de Jesús? -escribió Eulogio en su apasionado Memoriale Sanctorum-. ¿Quién los impulsó a perder la vida sino un vivo y ardentísimo deseo de dar su sangre por el Redentor y ganar así la querida patria eterna?». Lo declararon fuera de la ley, se escondió algún tiempo y en su refugio siguió escribiendo apologías de los mártires y fogosas incitaciones a repetir su ejemplo. Lo apresaron, pero en la cárcel no paró de escribir. En una celda encontró a Flora: «Creía ver a un ángel, una claridad celestial la rodeaba, su rostro resplandecía de gozo y parecía gustar ya las alegrías de la celeste patria. Yo la adoré, yo me prosterné ante ese ángel, y me encomendé a sus oraciones, y reanimado por las palabras que brotaban de su boca más dulce que la miel, volví menos triste a mi oscuro calabozo». Cuando supo luego que ella había sido degollada celebró su muerte con una enfebrecida pasión. Pero él, que tanto deseaba morir, fue puesto en libertad y arreció en sus llamamientos al martirio. Sacerdotes, monjas, mujeres, hasta mendigos y epilépticos injuriaban públicamente a Mahoma y abastecían el cadalso. Dos frailes se presentaron en la mezquita mayor durante la oración del viernes y gritaron entre los musulmanes que se arrodillaban a rezar: «¡Ha llegado para los fieles el reino de los cielos, y a vosotros, infieles, el infierno va a tragaros!». El cadí logró impedir que la multitud los linchara y les hizo cortar primero las manos y los pies y luego la cabeza.

Nueve años tardó todavía Eulogio en lograr que lo mataran. En cuanto a su amigo Álvaro, no consta que fuera a la cárcel ni que sufriera el martirio. Sin duda poseía esa extendida habilidad de algunos doctrinarios para animar a otros a un sacrificio del que ellos se mantienen escrupulosamente a salvo. Cuando lo detuvieron por segunda vez, Eulogio debió de sentir el alivio de quien al fin cumple su destino, pero como el cadí, para extrañeza suya, se limitó a condenarlo a unos pocos azotes, él optó por injuriar tumultuosamente a Mahoma. Ni aun entonces se apresuraron a matarlo: desde hacía tiempo había alcanzado la dignidad de arzobispo, y el cadí consideró más prudente inhibirse para que lo juzgaran en palacio. Encadenado, impaciente, temiendo acaso que tampoco esta vez lo mataran, Eulogio fue conducido ante un visir que lo conocía desde su juventud y que intentó salvarlo. «¿Qué demencia te arrastra? -le preguntó el visir-, ¿qué es lo que te lleva a odiar la vida hasta ese punto? Pronuncia una sola palabra y te prometo que no tendrás nada que temer».

19
{"b":"100376","o":1}