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Ésa fue la Córdoba que Ziryab conoció, y nunca quiso marcharse de ella. Había experimentado el peligroso favor y la arbitrariedad de los príncipes, que fulminaban sin motivo ni remordimiento al mismo hombre al que exaltaron unos días atrás, pero Abd al-Rahman II no renegó ni un solo día de él en los treinta años que duró su amistad. En cuanto llegó a Córdoba, el emir le ofreció casa y servidumbre y le concedió tres días para que descansara del viaje antes de presentarse a él. Al cuarto día, sin haberlo oído todavía cantar, le ofreció un palacio y un sueldo mensual de doscientas monedas de oro, y mil más en cada una de las fiestas canónicas, y quinientas en San Juan, y otras quinientas en año nuevo, y doscientos sextarios de cebada y cien de trigo, y el usufructo de varias alquerías de la campiña de Córdoba. Ni en Bagdad ni en Bizancio había sido pagado nunca tan generosamente el arte de un músico. Pero Abd al-Rahman, que sabía adivinar sus placeres futuros con la misma precisión con que guardaba en la memoria los que ya había conocido, estaba seguro de que en ningún lugar del mundo existía una voz como la de Ziryab.

Sus antepasados habían sido imperiosos guerreros: él aspiraba a ser un monarca sedentario y un hombre estudiosamente feliz. Ziryab le enseñó lo que no conocía, los saberes inmemoriales que había traído del Oriente abbasí, las inútiles y necesarias normas de una elegancia más antigua que el Islam, porque procedía de un sedimento atesorado por los babilonios y los persas, por los griegos que en su camino hacia la India cruzaron los desiertos de Irán y los grandes ríos originarios de los hombres. Ziryab no sólo trajo a Córdoba las melodías aritméticas que había escuchado en sus sueños: con él vino el ajedrez, que era una arcaica alegoría del destino de los emperadores y sus reinos, él enseñó a los señores de Córdoba que los vasos de cristal transparente eran más apropiados para degustar el vino que las pesadas copas de oro, y que los platos de un banquete no debían probarse en un grosero desorden, sino obedeciendo a una gradación ritual que comenzaba con las sopas y los entremeses, seguía con los pescados y luego con las carnes y concluía con los golosos postres de los obradores del palacio y las diminutas copas de licor. Ziryab les enseñó a deleitarse con el sabor de los espárragos trigueros, que ellos ignoraban, aunque sus tallos crecían espontáneamente en al-Andalus, y con los guisos de habas tiernas y las ensaladas de alcauciles. Dictaminó que desde mayo a septiembre convenía vestirse de blanco, y que los tejidos oscuros y las capas de pieles debían reservarse para los meses de invierno. Reprobó el peinado bárbaro de los andaluces, y los indujo a dejarse el pelo tan corto que descubriera los pómulos y la frente, y a pulirse las uñas y usar cremas que limpiaran y suavizaran la piel. Fundó una escuela de música y un instituto de belleza. Como al emperador Adriano, cualquier placer regido por el gusto le parecía casto. Nunca lo tentó el poder ni quiso participar en las borrosas intrigas de los cortesanos. En Córdoba se le fue desdibujando el recuerdo de Bagdad, y agradeció siempre haber servido a Abd al-Rahman II y no a Harun al-Rashid. Algunas costumbres y supersticiones persas que vinieron con él todavía perduran: el juego del polo, el temor a los antojos de las embarazadas, la certidumbre de que los niños que juegan con fuego se orinan en la cama y de que ingerir rabos de pasa es bueno para la memoria, el miedo a los espejos rotos y al número trece. También en vida de Ziryab se conocieron en al-Andalus los gusanos de seda y el papel, y el inventor Abbas ibn Firnas descubrió la fórmula para la fabricación del cristal, el arte del vuelo y el de la construcción de planetarios, en los que se simulaba la rotación de las esferas, el ruido de los truenos y el resplandor de los relámpagos. Este Abbas ibn Firnas, a quien por su fortaleza física llamaron el hijo del león, era prestidigitador, adivino y geómetra, y se lanzó desde un risco de la serranía de Córdoba vestido con un traje de seda al que había pegado con betún plumas de águila, pero entre tanto cálculo y preparativo se olvidó de tejerse una cola, y cuando apenas había aleteado durante unos segundos cayó en picado y por milagro no se partió el cuello. Siglos después aún quedaban recuerdos de aquella temeridad en los romances viejos de Castilla, y es probable que Leonardo tuviera en cuenta los dibujos de Abbas ibn Firnas cuando inventó su máquina de volar.

La Historia, como la vida de cualquiera, es una monótona galería de horrores. Levi-Strauss dice que los hombres fueron felices en el Paleolítico superior: es posible que también lo fueran en Córdoba, en la dorada edad de Abd al-Rahman II. Pero sabemos de alguien que en ese tiempo fue violentamente desgraciado, el sacerdote Eulogio, que alcanzó notoriedad pública cuando las vidas del emir y de su amigo Ziryab declinaban. Eulogio, discípulo del virtuoso abad Speraindeo, que había desbaratado con un solo opúsculo en latín las convicciones del hereje Elipando sobre la naturaleza humana de Cristo, no hijo directo, según él, de Dios, sino simple hombre adoptado por la divinidad, detestaba no sólo a los árabes y a su profeta, Mahoma o Muhammad, sino también y sobre todo a los muladíes aclimatados al Islam y a los cristianos que no tenían reparo en hablar la lengua de los invasores y en vestirse como ellos y copiar sus costumbres. Eulogio tenía una hermana monja -en la Córdoba musulmana abundaban los conventos católicos- y un amigo fanático muy dado a la oratoria latina y a la teología de los santos padres, el judío Álvaro, converso reciente al cristianismo y perseguidor sin descanso de la tibieza y la heterodoxia. A Ziryab y Abd al-Rahman los unía la vocación por cualquier clase de placer: a Eulogio y Álvaro, el gusto de sufrir. Nada los escandalizaba más que no ser perseguidos, porque hubieran querido morir como las víctimas de Diocleciano. Pero ser cristiano en Córdoba, como ser judío, era un hábito inocuo que en el peor de los casos sólo traía consigo algunos inconvenientes fiscales. La ley prohibía el ejercicio público de todo culto ajeno al Islam: pero los cristianos celebraban con libertad sus procesiones y entierros y hacían sonar las campanas de sus iglesias, que eran seis, según la enumeración de don Marcelino Menéndez y Pelayo: San Acisclo, San Zoilo, los tres Santos, San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia, que acogían -sigo citando a don Marcelino- «a invencibles campeones de la fe, señalados a la par como ardientes cultivadores de las humanas y divinas letras», y también añade, aunque un poco a pesar suyo, que «podían los fieles ser convocados a los divinos oficios a toque de campana y conducir a los muertos a la sepultura con cirios encendidos, piadosos cantos y cruz levantada».

Un cristiano, el comes o conde Rabi, había alcanzado una dignidad casi de primer ministro en tiempos de al-Hakam I, aunque también es verdad que puso tanto empeño en cobrar los tributos a los muladíes y a los mozárabes que la primera medida que adoptó Abd al-Rahman II cuando subió al trono fue ordenar su ejecución, para congraciarse con sus súbditos. Eran frecuentes las conversiones al Islam, y los matrimonios de cristianas con musulmanes. A Eulogio y a su amigo Álvaro -a éste más aún, por su ira de converso-, los enojaba que su religión, que había sido todopoderosa durante los reinos visigodos, no fuera ahora más que un credo del todo particular y semejante a otros, al de los judíos, al de los árabes. El Islam incluía a Cristo-Isa, Jesús-en el número de los profetas que precedieron a Mahoma, junto a Moisés y Abraham, y como tal le reservaba un estricto respeto. Pero, según los cristianos fanáticos, Mahoma era la bestia seiscientos sesenta y seis del Apocalipsis, anunciadora del fin del mundo, y cuando murió, su cadáver no fue levantado al cielo por los ángeles, como decían los musulmanes, sino que se pudrió y fue lamido y devorado por los perros. El abad Speraindeo lo llamó dogmatizador impuro, seductor de naciones, asesino de almas, cabeza vacía, órgano de los demonios, cloaca de inmundicias, lazo de perdición, golfo de iniquidades y sentina de todos los vicios. En privado tales opiniones eran legítimas: afirmarlas en público traía consigo automáticamente la pena capital, fuese cristiano o musulmán quien las propagara. Para estupor de los jueces de Córdoba, que no entendían que nadie apeteciera la muerte, hombres de razonable apariencia empezaron a blasfemar del Dios único y de su profeta en los zocos de Córdoba, incluso en la mezquita mayor, durante la oración de los viernes.

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