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Tenía aproximadamente la misma edad que el emir y compartía su devoción por los libros, la música y el amor de las mujeres. Salvo en el aspecto físico -los ojos claros, las piernas un poco cortas, el pelo entre rubio y rojizo y tintado de alheña-, Abd al-Rahman no se parecía mucho a sus predecesores, y probablemente vivió más feliz que cualquiera de ellos. Su bisabuelo, el Inmigrado, había ganado el reino por las armas y guerreó e intrigó toda su vida para conservarlo. Hishan, el segundo emir de la dinastía, fue un hombre más bien apocado y sumamente piadoso, virtud ésta muy rara entre los omeyas, y reinó sólo durante siete años, tal como le había vaticinado un astrólogo. Dicen que en las noches lluviosas y frías del invierno hacía repartir dinero en las mezquitas, para animar a los fieles a que las visitaran. En cuanto a al-Hakam I, su padre, había sido un déspota de carácter iracundo, aunque muy dado a la poesía, que no tuvo el menor escrúpulo en ordenar el exterminio de los sublevados en el arrabal de Córdoba y urdió el asesinato de cinco mil rebeldes toledanos en la que llamaron la Jornada del Foso, por un precipicio sobre el Tajo al que fueron arrojados los cadáveres de los decapitados. Un cronista musulmán dice lacónicamente de él que «apagó el fuego de la discordia en al-Andalus, concluyó con las turbas de rebeldes y humilló a los infieles por doquiera». Pero fue el mismo al-Hakam quien mejor resumió la crueldad y la bravura de su propia vida en un poema que legó a modo de testamento a su hijo:

Uní las divisiones del país con mi espada como quien une con la aguja los bordados y congregué las diversas tribus desde mi primera juventud.
Pregunta si en mis fronteras hay algún lugar abierto al enemigo, y correré a cerrarlo, desnudando la espada y cubierto con la coraza.
Acércate a los cráneos que yacen sobre la tierra como copas de coloquíntida: te dirán que en su acometida no fui de los que cobardemente huyeron.
Mira ahora el país, que he dejado libre de disensiones, llano como un lecho.

Abd al-Rahman II heredó un reino próspero y temporalmente pacífico, pero no el temperamento militar de su padre. Cada verano emprendía la preceptiva guerra santa contra los cristianos del norte o contra los súbditos casi nunca sumisos que renegaban de su autoridad, pero es sabido que prefería las batallas de amor y los campos de pluma, y que le gustaba tanto la poesía que más de una vez recitó, como propios, versos de algún poeta complaciente y venal a quien le había pagado para que se los cediera. Tuvo cuarenta y cinco hijos y cuarenta y dos hijas de treinta y seis mujeres diferentes, pero se sabía de memoria el Corán y en su vejez sucumbió con frecuencia al arrepentimiento, inducido por torvos teólogos que le auguraban castigos infernales si no se corregía a tiempo de morir santamente. «Dedicábase exclusivamente a sus diversiones y placeres -escribe un cronista anónimo-, viviendo como uno de los habitantes del Paraíso, donde se encuentra reunido todo lo que puede desear el alma y halagar los sentidos». Agentes suyos recorrían el mundo buscando a cualquier precio libros para su biblioteca y muchachas vírgenes para su harén. Dozy y Sánchez Albornoz reprueban agriamente su sensualidad, que atribuyen a una blandura de carácter. Si lo incitaba el deseo, lo abandonaba todo para satisfacerlo, ya fuera una fiesta nocturna en la que se bebía vino y se recitaban versos o una campaña militar. Una noche, durante una expedición hacia el norte, tuvo un sueño erótico que le deparó una gustosa eyaculación. Ante el ayuda de cámara que le trajo la jofaina para que se purificase con el agua fría, improvisó la primera línea de un poema: «Prolífico derrame se ha deslizado de noche sin que me diera cuenta». Y el otro le contestó, también en verso: «¿Se ha presentado viniendo en las tinieblas? ¡Bien venida sea aquella que viene en la oscuridad a visitarte!». En cuanto amaneció, Abd al-Rahman delegó en uno de sus generales el mando del ejército y cabalgó de regreso a Córdoba, acuciado por el deseo de abrazar cuanto antes a la muchacha que había poseído en sueños.

Amaba con fervor simultáneo a tres esclavas cantoras y literatas que sus emisarios habían adquirido para él en Arabia, en el mercado de la ciudad santa de Medina. Una de ellas, Fadl, se había criado en el palacio de una hija del califa Harun al-Rashid, y era una virtuosa del laúd y una erudita en poesía árabe clásica y en geometría y aritmética; la más hermosa de las tres, Qalam, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y no era árabe, sino vascona, hija de un hidalgo guerrero de cuya casa fuera raptada de niña durante una incursión de castigo de los musulmanes: vendida al otro extremo del Islam y dotada de una educación impecable para convertirla en esclava de lujo, había vuelto al mismo país de donde la arrancaron, pero ya no recordaba los primeros años de su vida ni hablaba otro idioma que el árabe. Ocultas al otro lado de una cortina translúcida, las tres tocaban el laúd y cantaban cada noche en las largas fiestas del emir: cada una de ellas le dio un hijo.

Pero al mismo tiempo que se extenuaba repartiendo sus horas de delicia con las tres medinesas, Abd al-Rahman amaba a la arisca concubina Tarub. De ella escribió -o hizo escribir-: «Siempre que veo subir al sol que alumbra el día me recuerda a Tarub, muchacha adornada con las galas de la belleza: el ojo cree ver una hermosa gacela». El insigne Dozy, que tras su calma de sabio retiene un brío romántico de narrador de folletines, dice literalmente de ella que era un alma egoísta y seca, hecha para la intriga y devorada por la sed del oro. Pero si es verdad que la padecía, Abd al-Rahman se la sació: una noche fue a buscarla a su alcoba y encontró cerrada la puerta. Llamó varias veces, pero Tarub guardaba silencio y se negaba a abrirle, tal vez porque la infatigable promiscuidad del emir la enojaba o porque prefería eludirlo para que la deseara más. «Abre, gacela solitaria -recitó Abd al-Rahman-, que la noche es mala consejera para los corazones débiles. No te obstines con quien más te ama, ni devuelvas indiferencia a la solicitud de un corazón rendido». Pero Tarub no abrió la puerta. Sin decir nada, Abd al-Rahman se retiró. Volvió sigilosamente al cabo de un rato, seguido por una cuadrilla de eunucos que cargaban bolsas de monedas. Les ordenó en voz baja que las apilaran contra la puerta de Tarub: cuando ella abrió por fin, la muralla de oro se derrumbó lentamente en el interior de su habitación, descubriendo al otro lado la presencia inmóvil de Abd al-Rahman, que estaba solo en el umbral, esperando. Las horas que pasó con Tarub aquella noche le costaron veinte mil dinares.

El oro y la plata fluían continuamente de sus manos como si nunca pudieran acabarse: un millón de dinares ingresaban cada año en tesoro del Estado. Fue el primer omeya andaluz que estableció en Córdoba una casa de moneda, la ceca, porque antes de él todo el dinero que circulaba en al-Andalus había sido acuñado en Oriente o en África. Inventó un Estado omnipotente y lujoso, como el de los califas de Bagdad, a los que tanto habían odiado sus predecesores, creó solemnes jerarquías y ceremoniales y minuciosas oficinas donde los escribanos registraban el número exacto de sus soldados y sus servidores y la paga que correspondía a cada uno, así como los tributos de las provincias y de las comunidades sometidas y el valor de impuestos tan peregrinos como el que gravaba la caza con halcón. Fundó ciudades, erigió murallas y mezquitas, construyó para sí mismo un nuevo palacio con dilatados jardines y miradores de cristal en el recinto del alcázar, pues un emir recién coronado sólo llegaba a serlo plenamente cuando abandonaba el palacio de su antecesor para habitar el suyo propio, envió embajadas a Bizancio y al reino de Thule, inauguró en Córdoba una factoría de tejidos preciosos para que abasteciera a la corte de tapices, colgaduras, vestidos de seda para sus mujeres y trajes de ceremonia para sus dignatarios, ordenó la construcción de una armada que defendiera las costas de al-Andalus de las invasiones feroces de los normandos, a los que llamaban Machus o Magos y Adoradores del Fuego, abrió sus graneros a los hambrientos en los años de sequía, se reservó el privilegio de examinar antes que nadie las maravillas que traían de China y de la India los mercaderes judíos: brocados, pieles de castor y de malta, hojas de espada, almizcle, alcanfor, canela, tratados de astrología y de interpretación de los sueños. Su familia había sido derribada del trono y diezmada y expoliada por los abbasíes: él, Abd al-Rahman II, conoció una tardía venganza que seguramente ya no le importaba. En Bagdad, durante una revuelta, el palacio de los califas había sido saqueado, y los tesoros que escondía fueron vendidos por los mercados del Islam como un botín de guerra. La pieza más valiosa y más célebre, el dragón, un collar de diamantes rojos que había pertenecido a la esposa preferida de Harun al-Rashid, llegó a Córdoba, y Abd al-Rahman pagó por él diez mil dinares y lo puso delicadamente en el cuello de su concubina Shifa. Pobló los jardines de su palacio con animales exóticos -jirafas, rinocerontes, avestruces, pájaros habladores- y se hizo traer de Bizancio autómatas con figuras de aves y de ángeles que batían las alas entre las ramas de los árboles y hacían sonar trompetas cuando se les pulsaba un resorte. Ningún monarca andalusí fue tan amado como él, aunque casi nadie vio su rostro, porque se escondía de las miradas públicas como los reyes de Oriente. El teólogo cristiano Eulogio, que fue uno de los pocos hombres de su tiempo que lo odiaron, no pudo escribir sobre él sin contaminarse de entusiasmo: «Córdoba, en otro tiempo patricia, es hoy bajo las riendas de Abd al-Rahman la floreciente capital del reino árabe, exaltada hasta la cumbre misma de la gloria. La ha sublimado con honores y ha extendido su fama por doquier, la ha enriquecido sobremanera y la ha convertido en un paraíso terrenal».

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