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Una mañana me llamó la atención la alta fachada de una casa que parecía sostenerse en pie gracias únicamente a las vigas que la apuntalaban. Unos maderos fuertemente clavados defendían la puerta, pero el candado estaba roto y conseguí entrar. En el vestíbulo, a la izquierda, había una pequeña ventana oval que me recordó a una taquilla, y en la pared colgaba el anuncio de una actuación musical. De la puerta que daba entrada a un gran salón con columnas de hierro y techo de cristal ya no quedaban más que los goznes. Vi una barra como las que tenían los ambigús en los cines antiguos: tras ella había un espejo roto y un anaquel de botellas cubierto de polvo, incluso un fregadero de cinc con cristales de vasos. Al caminar pisaba astillas de vidrio y restos de basura, botellas de licores que estuvieron de moda hace diez o quince años, envoltorios de plástico. Del techo de cristal sólo quedaba intacto el armazón metálico, y al fondo había un escenario tal vez destinado en otro tiempo a modestas atracciones musicales, a melancólicos concursos de poesía o de belleza local. Imaginé un baile violentamente interrumpido por alguna catástrofe, mujeres huyendo hacia las salidas de emergencia con tacones de aguja y ceñidas faldas de los años sesenta. Detrás del escenario había una pared de ladrillo medio derruida, y la luz indiferente del sol resaltaba un jardín con falsos arcos musulmanes. Aún no conocía estas palabras de Ibn Hazm: «Sus huellas se han borrado, sus vestigios han desaparecido y no se sabe dónde están. La ruina lo ha trastocado todo. La prosperidad se ha mudado en estéril desierto; la sociedad, en soledad espantosa; la belleza, en dispersos escombros; la tranquilidad, en encrucijadas aterradoras». Él escribía sobre un barrio de Córdoba arrasado hace casi mil años, pero la sensación de soledad y despojo era la misma, y hasta el miedo: vi las cenizas de una hoguera reciente y una o dos agujas hipodérmicas, oí los pasos de alguien que se movía en una habitación cercana. Salí huyendo de aquel lugar con la sensación de haberme salvado de una trampa.

El nombre único de una ciudad, como el de una persona, es una simplificación. Yo conocí una Córdoba de serenidad y penumbra, de silenciosos jardines y caudales de agua (en uno de ellos, en un estanque del alcázar, una mujer se bañaba los pies blancos y ateridos, y el frío del agua le incitaba la risa), y también vi una ciudad de bloques de pisos y avenidas triviales, y una desolada Córdoba en la que se oscurecía prematuramente la tarde y olía a meadas de borrachos y a ladrillos podridos de humedad. La plaza de la Corredera, que anduve buscando en vano con el auxilio de un mapa y en la que me encontré de pronto cuando ya no la buscaba, tiene una sórdida perspectiva de soportales y zaguanes de casas de renta antigua en los que se abren temibles pensiones y tabernas para bebedores terminales, para borrachos mendigos que antes de beber dejan sobre el mostrador un puñado de monedas. La Corredera, como los patios abandonados, es un paréntesis en el espacio y también en el tiempo de Córdoba, una hermosa plaza inmediatamente desmentida por la suciedad y la pobreza, un sumidero cerrado sobre sí mismo en el interior de la ciudad. La habitan viejos que posiblemente morirán solos en sus cuartos de alquiler y alcohólicos que se peinan furiosamente hacia atrás el pelo sucio y aplastado. Basta salir de allí y alejarse un poco hacia otras calles para sentir que uno no ha estado en esa plaza, que no ha visto esas caras de muerto en las ventanas enrejadas, mirándolo como fantasmas o leprosos que se sorprenden de que un extraño se atreva a visitar su reino.

Pero Córdoba no es una ciudad decadente, una de esas altivas ciudades, enfermas de pasado, en las que se vuelve irrespirable la vida. Cuando Abd al-Rahman el Inmigrado la conquistó e hizo de ella la capital de su reino tal vez pensó que se parecía a Damasco, y que su llanura y su río eran el reflejo simétrico de aquella patria perdida a la que nunca podría volver. Al cabo de tantos siglos Córdoba mantiene la definitiva gallardía sin énfasis de una columna sola y vertical sobre la tierra estéril. El tiempo la gasta, pero no la derriba; ella misma está hecha de la sustancia del tiempo y de la materia de los sueños: alma del tiempo, espada del olvido, escribió don Luis de Góngora, que vino a morir a su ciudad y está enterrado en la mezquita. Córdoba es simultáneamente todas las ciudades que ha sido desde que la fundaron, pero la memoria de Roma y del califato y de los esplendores funerales de la Contrarreforma no convierte sus calles en las heladas escenografías de un museo. Del pasado queda en el presente un rescoldo de sabiduría y de lúcida predisposición hacia esos placeres regidos por el gusto que tanto amó el emperador Adriano. En algunas tabernas de Córdoba la penumbra y el vino son dos obras maestras del placer de vivir. Las calles parecen hechas a la medida del viajero indolente, y su trazado curvo gradúa los placeres de la caminata y la mirada con una exactitud de dibujo científico o de crescendo musical serenamente contenido. Córdoba, lejana y sola, ofrecida y ausente, es a la vez un reducto no vulnerado de la vida y un laberinto de la literatura, sobre todo de noche, cuando han cerrado los bares y no hay nadie en las calles, cuando la cal de las paredes y la negrura del cielo la convierten en una ciudad abstracta donde el aire huele a jazmines azules, en uno de esos grabados que ilustraban los libros de los viajeros románticos.

Un viaje, una ciudad, un libro: al volver boca arriba los naipes se nos desvela inapelablemente la trama del azar. Si no hubiera tenido que escribir este libro yo no habría viajado a Córdoba, no habría mirado desde la ventana de la habitación de un hotel el campanario de la catedral, más alto cuando lo iluminan los reflectores nocturnos, ni poseería ahora el recuerdo del agua que se escuchaba en la oscuridad junto a la orilla pantanosa del río. Uno sólo puede escribir sobre las ciudades que forman parte de su vida, que no son siempre aquellas en las que ha vivido más tiempo. Los omeyas reinaron en Córdoba durante doscientos sesenta y cinco años, a lo largo de nueve generaciones de hombres, pero desde la distancia de ahora mismo casi nos parece que la suya fue una edad fugaz. Y sin embargo el tiempo de unos pocos días y noches crece en la memoria y se hace más firme en cada una de las palabras escritas para contar, lejos de Córdoba, el testimonio de una posesión.

II. HOMBRES VENIDOS DE LA TIERRA O DEL CIELO

A principios de octubre del año 711 un escuadrón de jinetes musulmanes se acercaba a Córdoba, viniendo desde el sur. Acamparon frente a las murallas de la ciudad, al otro lado del río, en un bosque de alerces. Gastado por la furia de las inundaciones y por varios siglos de abandono, el poderoso puente que habían tendido los ingenieros romanos sobre el cauce del Guadalquivir estaba en ruinas, pero eso no sería un obstáculo para los invasores, porque el río, en los primeros días de otoño, llevaba poca agua y podía vadearse con facilidad. El gobernador visigodo de Córdoba, que contaba con una escasa guarnición de cuatrocientos soldados, sabía que esos jinetes se acercaban mucho antes de que los centinelas los avistaran en la lejanía de la llanura. De boca en boca habían llegado a la ciudad a lo largo de aquel verano espantosas noticias sobre la batalla perdida a mediados de julio por el ejército del rey Rodrigo en las marismas del Guadalete o Wadi-Lakka. Soldados fugitivos y casuales viajeros vendrían a la ciudad contando historias que exageraba el miedo, describiendo con pavor a esos guerreros de piel oscura y extrañas ropas y armas que habían desembarcado en abril junto a la roca desnuda de Gibraltar, en un paraje al que los mismos árabes llamaron después al-Yazirat al-Jadra: la isla verde, Algeciras. Su número era tan inconcebible como su crueldad y su audacia. Cinco siglos después, la Crónica General de Alfonso el Sabio guarda la memoria o la mitología de aquel espanto que sobrecogió en el otoño del 711 a los habitantes de Córdoba: «Los moros de la hueste todos vestidos de sirgo et de los paños de color que ganaran, las riendas de los sus caballos tales eran como de fuego, las sus caras dellos negras como la pez, el más fermoso dellos era negro como la olla, assí lucíen sus ojos como candelas; el su caballo dellos ligero como leopardo e el su caballero mucho más cruel et más dañoso que es el lobo en la grey de las ovejas en la noche».

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