Contaban que los moros mataban a los hombres, quemaban las ciudades y talaban los árboles y las viñas y todo lo verde que encontraban. Pero aquellos setecientos jinetes que llegaron a Córdoba no hicieron nada más que levantar sus tiendas en la orilla izquierda del río y vigilar desde la distancia los muros de la ciudad, como si esperaran algo o supieran que su sola presencia gangrenaba de miedo a los guardianes que los miraban desde las torres y espiaban de noche los fuegos de su campamento, la extraña salmodia de los muecines llamando a la oración. Entre ellos había muy pocos árabes. La mayor parte eran nómadas bereberes, convertidos no hacía mucho tiempo al Islam y animados por la esperanza del botín y por la certidumbre de ganar el Paraíso si morían en la guerra santa. Había también unos pocos libertos y cristianos renegados, como el jefe de la expedición, que se llamaba Mugit y llevaba el apodo de al-Rumí, el Romano. Los árabes llamaban rum o rumí a los antiguos súbditos europeos de Roma y a los bizantinos. El Mediterráneo, para ellos, era el mar de los Rum, y con ese mismo nombre calificaron luego a los cristianos del norte de España.
Al cabo de unos días en los que nada sucedió, emisarios a caballo cruzaron el lecho del Guadalquivir y ofrecieron una ventajosa capitulación a los habitantes de Córdoba. Tal vez se sirvieron de intérpretes judíos para entenderse con el gobernador, que prefirió resistir. En los últimos años las severas proscripciones de los concilios visigodos habían empujado a muchos judíos a huir al norte de África: si no abjuraban de su religión se les reducía a la esclavitud, se confiscaban sus bienes, les quitaban a sus hijos cuando cumplían los siete años para educarlos en la fe católica. Las crónicas y las leyendas sobre la conquista musulmana de España sugieren siempre una médula de traición para explicar el desastre: traición de los judíos, del conde Julián, de los nobles y obispos hostiles al rey Rodrigo. También por culpa de la traición y no de la falta de bravura nos dicen que fue tomada Córdoba. Los mensajeros de Mugit vuelven a su campamento y los soldados visigodos se disponen a la batalla, que ahora calculan inminente, pero tampoco ese día ocurre nada, sólo una amenazante quietud que durará hasta la noche. Imaginamos, en el interior de las murallas, una ciudad silenciosa, tibia en las primeras tardes del otoño, desierta por el miedo.
Un pastor ha indicado a los musulmanes que hay un punto débil en la fortificación, una brecha por la que podrán entrar con sigilo en Córdoba cuando se haga de noche. Incluso en la oscuridad les será fácil orientarse: bajo el trecho arruinado de la muralla por donde deben entrar crece una higuera. El pastor les dice que no encontrarán mucha resistencia: hay muy pocos soldados, y toda la gente principal ha huido a Toledo. La noche, muy oscura, se cierra en lluvia y granizo, las hogueras de las torres se apagan y los centinelas se cobijan en el interior de las almenas. Los hombres de Mugit van cruzando el río en silencio y uno de ellos, trepando por la higuera, logra subir a la hendidura en la muralla. Se quita el turbante y lo tiende a los que vienen tras él para que lo usen de escala. Degollaron a los centinelas de la puerta del puente y abrieron los cerrojos, dando paso a la caballería que esperaba frente a ella, avanzaron por calles oscuras en las que debió de sorprenderles que no hubiera nadie. El gobernador y los suyos se replegaron a una iglesia muy bien fortificada, la de San Acisclo, dejando la ciudad entera en manos de los invasores. Resistieron en ella durante tres meses, porque en el interior de la iglesia había un manantial subterráneo. En una de las escaramuzas, los defensores capturaron a un soldado de Mugit que era negro, circunstancia que los maravilló, pues nunca habían visto antes a un hombre de ese color, y suponían que estaba teñido. Lo lavaron con agua hirviendo y piedra pómez hasta hacerlo sangrar, y sólo entonces se convencieron de que su piel verdaderamente era negra. Pero el cautivo se les escapó, y pudo explicarle a Mugit de dónde procedía el venero de agua. Lo cegaron, y la resistencia ya fue imposible. Los musulmanes incendiaron la iglesia de San Acisclo y todos sus defensores murieron abrasados. Nos dicen que mucho después seguían llamándola iglesia de la hoguera o de los cautivos.
«Los santuarios fueron destroídos -cuenta la Crónica General-, las iglesias quebrantadas, los logares que loaban a Dios con alegría, esora le denostaban il maltraíen, las cruces et los altares echaron de las iglesias, la crisma et los libros et las cosas que eran por honra de la cristiandat todo fue esparcido y echado a mala part, las fiestas et las solemnias, todas fueron oblidadas, la honra de los santos et la beldad de la eglesia toda fue tornada en laideza et villanía, las eglesias et las torres o solíen loar a Dios es ora confessaban en ellas llamaban a Mohamat, las vestimentas et los calces et los otros vasos de los santuarios eran tornados en uso del mal et enlixados de los descreídos…».
Para lamentar la pérdida de España e incitar a la guerra contra los infieles, el cronista del siglo XIII adopta el tono de elegía de un pasaje bíblico. La invasión aparece ante nosotros como un cataclismo que asola el mundo con la furia de un apocalipsis, pero es probable que en la Córdoba recién conquistada por los jinetes de Mugit casi nadie tuviera ese sentimiento, inventado luego por la literatura. Salvo el gobernador y sus hombres, los cordobeses no habían resistido, de modo que las condiciones de la rendición no debieron de ser particularmente severas. Por un documento algo posterior conocemos las capitulaciones acordadas entre Abd al-Aziz, hijo de Musa, el jefe supremo de la invasión, y el príncipe visigodo Teodomiro o Tudmir, señor de la región de Murcia. Tudmir, según el pacto firmado ceremoniosamente ante testigos, adquiere la protección de Dios y del Profeta, y se le garantiza que no será destituido de su soberanía y que en nada se alterará su posición ni la de sus súbditos: «No serán reducidos a cautiverio ni separados de sus mujeres e hijos. No serán muertos. No serán quemadas sus iglesias ni despojadas de sus objetos de lujo. No se les obligará a renunciar a su religión…».
El fuego de los incendios y el estrépito de las armas y de los tambores de guerra quedan de pronto cancelados por las tranquilas palabras de un acuerdo firmado por hombres que hablan idiomas distintos y que tal vez se miran el uno al otro como seres exóticos: Tudmir, el godo, del que dicen que combatió junto al rey en el río Barbate, y Abd al-Aziz, cuya vida futura va a ser tan breve como singular: parece que se casó con la viuda de don Rodrigo, Egilona, formando el primer matrimonio mixto de musulmán y cristiana del que tenemos noticia después de la invasión, y fue también víctima del primer asesinato político ocurrido en al-Andalus: lo apuñalaron en Sevilla, mientras se inclinaba para orar. La Córdoba destruida y aterrorizada por los guerreros enemigos también puede ser una ciudad apacible en la que casi nada ha cambiado desde aquella noche en que las gentes bien escondidas en sus casas oyeron los gritos de los guardianes que morían y supieron que los recién llegados iban a ser los nuevos señores de la tierra. En Écija, algunas semanas antes, una muchedumbre de judíos y de siervos y esclavos rebeldes se habían sumado con entusiasmo al ejército invasor, menos odioso para ellos que los soeces terratenientes godos y los príncipes de la Iglesia. Es verdad, como dicen las crónicas cristianas, que el mundo estaba siendo conmovido hasta sus cimientos, pero puede que muy pocos hombres lo notaran, o que les llegase a importar: habían sufrido la escasez, las epidemias, la tiranía y el pillaje de los poderosos, los habían visto corromperse y exterminarse entre ellos, y los nombres de esos reyes y prelados y hasta sus dignidades y sus rostros sin duda no les eran menos lejanos que los de nuevos invasores. En Córdoba, Mugit al-Rumí ocupó el mismo palacio donde vivió Rodrigo cuando era gobernador de la Bética: tras una breve conmoción, la ciudad recobraría su apariencia de siempre, y al cabo de algún tiempo los guerreros la abandonaron para continuar su viaje hacia el norte, llevando ahora consigo un pesado botín. Como ya era su costumbre, confiaron a los judíos la administración de la ciudad y dejaron en ella una pequeña guarnición, porque no es seguro que tuvieran el propósito firme de enraizarse en el país.