Para nosotros, la Córdoba de aquellos años está casi completamente sumergida en el desconocimiento, como las ciudades sepultadas por el mar o bajo las cenizas de una erupción volcánica. Las excavaciones de los arqueólogos revelan que entre el nivel del suelo de la ciudad romana y el de la visigoda hay una capa de ruinas que en algunos lugares tiene un espesor de seis metros: piedras y mármoles deshechos, calcinados, ennegrecidos por el humo de los incendios, como en la Troya que exhumó Schliemann. Pero de los desastres que sufrió Córdoba durante la edad oscura que vino tras la caída del dominio de Roma no han quedado más testimonios que los escombros enterrados. La asolaron las incursiones de los vándalos, las guerras entre los visigodos y los bizantinos, se fue hundiendo despacio, como cualquier otra ciudad del imperio, en una larga decadencia que duraría cinco siglos. La Hispania romana, en la que habían vivido más de cuatro millones de personas, albergaba a poco más de dos millones cuando llegaron los árabes. Las ciudades se habían despoblado, y ya no eran seguros los caminos ni prosperaba el comercio. Las crónicas hablaban de un mundo sometido al ocaso y ahogado en la pobreza, de siervos y esclavos que huyen de la sujeción a la tierra y forman hordas de vagabundos dedicados al saqueo, de padres que matan a sus hijos para librarlos del horror de vivir. La peste, la sequía y el hambre vinieron antes que los árabes y fueron mucho más exterminadores que ellos. Los metales preciosos no fluían de mano en mano en las monedas: los reyes y los clérigos guardaban tesoros solemnes que alimentaban la imaginación y la codicia. En Toledo, Musa ibn Nusayr encontró la mesa del rey Salomón, que era de oro macizo con incrustaciones de esmeraldas, o toda ella de una sola pieza de esmeralda, según otros autores, y veinticuatro coronas de oro correspondientes a cada uno de los reyes visigodos, y veintidós libros cuya encuadernación estaba incrustada de pedrería. Algunos contenían textos bíblicos; había uno, chapado en plata, que trataba de las propiedades de las piedras, de los árboles y de los animales, y en el que había dibujados extraños talismanes, y otro que era un tratado de alquimia en que se explicaba la fórmula para fabricar jacintos.
Bajo las hermosas mentiras de la imaginación apenas hay nada. Sólo sabemos que en aquellos días Córdoba no era más que una sombra de su propio pasado en la que aún se mantenían en pie vastos edificios que nadie recordaba cuándo o por quién fueron levantados. «Basílicas, templos, anfiteatros sin destino -escribe Leopoldo Torres Balbás-, medio ocultos entre los escombros, surgirían como enormes fantasmas de ladrillo y de dura argamasa. Despojados de sus revestidos de piedra y mármol, dominan plazas y foros solitarios y calles yermas, últimos testigos aún enhiestos de una espléndida civilización urbana. Sobre sus escombros y con los materiales procedentes de ellos se levantarían pobres viviendas parásitas, incrustadas entre los restos de sus pórticos y de los grandes edificios abandonados». En Córdoba, a mediados del siglo VII -cuenta un escritor musulmán-, un cazador de altanería ha perdido su halcón y al ir a buscarlo se adentra sin darse cuenta en un bosque donde no ha estado nunca. Entre los árboles y la maleza descubre con sorpresa las ruinas de un palacio romano, oculto y desconocido, en el mismo interior de la ciudad. Tiempo después, el palacio será reconstruido y servirá de alojamiento al gobernador de la Bética, el duque Rodrigo, que aún no sabe que llegará a ser rey y que su nombre perdurará en las generaciones futuras no a causa de su heroicidad ni de su gloria, sino del recuerdo de su infamia.
El nombre de Rodrigo o Rodericus designa a un desconocido, igual que al decir Córdoba estamos designando a una ciudad inexistente. No sabemos cómo era su cara ni dónde murió. Cuando los guerreros del Islam desembarcaron en la costa de Algeciras, hacia finales de abril del 711, Rodrigo andaba por las tierras del norte intentando sofocar una revuelta de los vascones. En el poco tiempo que había pasado desde que lo eligieron rey no había conocido ni una hora de sosiego. Los hijos del difunto rey Witiza conspiraban contra él y le disputaban la corona. Los pastores salvajes de las montañas de Vasconia se habían alzado contra su dominio. Y hasta aquella región tan nublada y hostil que parecía extranjera llegaron emisarios del sur para avisarle de una invasión de hombres que venían del otro lado del mar.
En Córdoba reunió un ejército de cien mil soldados: exagerando el número de sus enemigos, los cronistas musulmanes agrandan la victoria de los dieciocho mil guerreros de Tariq ibn Ziyad, el general bereber que dirigió la expedición y que antes de la batalla del río Guadalete dicen que mandó quemar las naves que los habían traído del norte de África, para que no les quedara a los suyos ninguna posibilidad de huir. Ocho siglos después, en México, Hernán Cortés, que era gran lector de cronicones fantásticos y libros de caballería, imitará esta decisión insensata y heroica, aunque es posible que en ambos casos la Historia nos haya legado una mentira: para contarla nos basta su categoría de símbolo, la bravura simétrica de los dos soldados invasores. Tariq y Cortés se disponen a la batalla dando la espalda a la orilla del mar, donde arden las naves que los trajeron a un país desconocido. Cortés buscaba las maravillas de El Dorado, los reinos imaginarios de Amadís de Gaula; Tariq, una tierra de la que le habían dicho que era «fértil y bella como Siria, templada y dulce como el Yemen, abundante como la India en aromas y flores, parecida al Hiyaz en sus frutos, al Catay en los metales preciosos, a Adén en la fertilidad de sus costas». Una descripción del siglo XIII, recogida por Ibn al-Sabbat, atestigua la misma sensación de paraíso: «Posee al-Andalus un suelo generoso y bien abastecido de aguas. Es muy elevado el número de sus ríos y exiguo el de alimañas ponzoñosas. Su clima es moderado… Los recursos naturales son inagotables y sus frutos no tienen barbecho». Para llegar a esta tierra de promisión, Tariq y sus guerreros habían cruzado el estrecho en barcas de cabotaje, venciendo el miedo al mar de los primeros musulmanes. «Es un ser inmenso que lleva sobre su lomo a seres endebles, gusanos hacinados sobre trozos de madera», había escrito en una carta al califa Omar, uno de los generales que conquistaron Egipto. Y dicen que el califa al-Walid, cuando supo que Musa ibn Nusayr, el gobernador del norte de África, planeaba el paso a la península desde la costa de Tánger, intentó disuadirlo con esta advertencia: «¡Guárdate de exponer a los musulmanes a los peligros de una mar furiosa por sus violentas tempestades!».
Pero Dios les había prometido en el Corán el dominio de Oriente y de Occidente, y esa tierra azulada que vislumbraban al otro lado del mar era el último extremo del mundo y debía ser conquistada. Cuenta Ibn Habib que Musa ibn Nusayr -el moro Muza de nuestro romancero- no sólo era un militar siempre movido por la ambición y el arrojo, sino también un reputado astrólogo que había soñado o leído en los astros que su destino era conquistar Hispania. Una voz le dijo en sueños que había en alguna parte un viejo que le diría el nombre de aquel de sus generales a quien debía mandar a la cabeza del ejército. Encargó a uno de ellos, su liberto Tariq, que buscara a ese anciano de su sueño. Cuando Tariq lo encontró y le preguntó quién estaba predestinado a dirigir la invasión, el viejo se lo quedó mirando y le contestó: «Tú y un pueblo de tu misma fe. Llegarás a una colina oscura y al este habrá una región pantanosa y una figura que representa a un toro…». Junto a la roca de Gibraltar, en los pantanos de Algeciras, desembarcaron las tropas de Tariq. Hacían rápidas incursiones hacia el interior y esperaban la llegada de un ejército de enemigos que suponían innumerable. Gentes que los vieron irrumpir en aquellas marismas contaron la mala nueva de su advenimiento. «Señor -dice una carta apócrifa dirigida a Rodrigo-, aquí han venido hombres enemigos de la parte de África, que por sus rostros y trajes no sé si parecen llegados del cielo o de la tierra". Hombres a caballo, con vestiduras de colores vivos, con turbantes y barbas y altas banderas rígidas en las que hay bordados versículos del Corán. Así los vemos en la ilustración de un manuscrito del siglo XII: algunos de ellos hacen sonar largas trompetas, a los cristianos vencidos les recordarían las del Apocalipsis, y hay uno, montado sobre un mulo, que golpea simultáneamente dos tambores.