Las crónicas nos hacen imaginar que la invasión y la conquista sucedieron con la velocidad de una cabalgata fulminante. Nuestro sentido del tiempo no tiene nada que ver con el de aquellos hombres: lo que nos desconcierta, si comprobamos las fechas, es la extraña lentitud de todo. A mediados de abril desembarca el ejército musulmán; aproximadamente tres meses después tiene lugar la batalla del río Guadalete, y pasará todo el verano hasta que los jinetes de Mugit, separándose del grueso de la expedición, lleguen a Córdoba. Los personajes de nuestro pasado o de nuestra ficción cruzan un tiempo más denso y enrarecido que el que nosotros habitamos, con esperas lentísimas, con dilaciones baldías que dan a los acontecimientos un pesado aire de inmovilidad. Yuxtaponemos actos muy lejanos entre sí para que se nos haga inteligible el devenir de aquellas vidas, igual que el novelista elige y ordena a su placer algunos indicios singulares para imitar la sucesión sin fisuras del tiempo. Antes de avanzar, Tariq espera refuerzos del norte de África. Mientras tanto, en su alcázar de Córdoba, un solitario rey que no puede confiar en nadie lee las cartas de los mensajeros y procura organizar un ejército del que nos dicen todos los autores que mucho antes de comenzar la batalla estaba destinado al fracaso. «El exército era compuesto de toda broza -escribe el padre Mariana- y como gente allegadiza y poco exercitada ni tenían fuerza en los cuerpos ni valor en sus ánimos: los escuadrones mal formados, las armas tomadas de orín, los caballos o flacos o regalados, no acostumbrados a sufrir el polvo, el calor, las tempestades». Para los cronistas de los siglos futuros, Rodrigo es un rey culpable de soberbia y lujuria, y su culpa, como la de Edipo, trae consigo un adelanto del Juicio Universal. La peste que diezma a los habitantes de Tebas se convierte en España en la catástrofe de la invasión musulmana. Los árabes son los ejecutores del castigo de un Dios que no conoce la misericordia. Algunas veces la Crónica General se parece al relato de una epidemia: «Los cuerpos muertos a cada paso se hallaban tendidos por las calles y caminos, y no se oía por todas partes sino llanto y gemidos». Igual que Edipo, Rodrigo se niega a reconocer su delito y a aceptar los presagios, porque también a él lo pierde la voluntad de saber y la indiferencia a los augurios: «Pidió le dieran agua para beber e se la dieron e cuando la tomó en la mano se tornara en sangre». Tuvo sueños amenazadores y no hizo caso de ellos, supo que se habían visto en el cielo cometas que dejaban un largo rastro del color de la sangre y rayos que caían en las mañanas serenas. Se oyeron ladridos de perros, silbidos de serpientes, gritos de los difuntos aterrorizados en sus sepulturas. Temblaba la tierra, y en la oscuridad de la noche se escuchaba un estrépito de armas manejadas por sombras. Los árabes son la peste y las siete plagas de Egipto y el fuego de azufre que destruyó las ciudades de la Llanura. A Rodrigo sólo se le concederá un poco de piedad cuando ya esté vencido: «Se despeñó a sí mismo y a su reyno en su perdición como persona estragada por los vicios y desamparada de Dios».
Su primera perdición fue el deseo, que es siempre deseo de saber. Según la crónica del moro Rasis, «non cuidaba más que de folgar e aver vicio». Florinda, la hija del conde Julián, que algunos dicen que era el exarca bizantino de Ceuta, estaba bañándose con las piernas desnudas en un ribazo del Tajo cuando el rey la vio amparado tras una celosía. En una variante del romance viejo que cuenta la historia, Florinda invita a sus doncellas a medirse las piernas «con un listón amarillo», para saber cuál de todas las tiene más hermosas, «e tanto fatigado se vio el rey de su desseo que la forzó mal de su grado e la tuvo por su amiga». Poseída violentamente por Rodrigo, la hija de Julián escribe a su padre y éste trama la desaforada venganza de vender España a los árabes. La llamarán la Cava, la ramera, y a ella también le corresponderá una parte de la culpa, igual que a Eva, madre y sacrificadora de todo el género humano.
Pero Rodrigo también se perdió por haberse atrevido a mirar cosas que estaban prohibidas. Edipo interrogó a la Esfinge, y el orgullo de su victoria sobre ella -de la razón frente al mito- fue el preludio de su soberanía y de su desgracia. Los dioses ciegan a quienes quieren perder. En Toledo, capital de la monarquía visigoda, había una casa cerrada a la que llamaban la casa de Hércules, porque decían que el semidiós guardó en ella sus tesoros cuando anduvo por España y doblegó a los toros de Gerión. A nadie le estaba permitido entrar en aquella casa, y lo primero que hacían los reyes al ganar la corona era añadir un cerrojo más a su puerta. Sólo Rodrigo quiso forzarlos todos y entrar. Sobre el dintel había una leyenda escrita en griego: «El rey que abra esta casa y ponga al descubierto las maravillas que contiene encontrará cosas buenas y malas». Mandó que rompieran los cerrojos y a la luz de las antorchas vio que no había tesoros en las habitaciones vacías. «Sólo un arca -dice el padre Mariana-, y en ella un lienzo y en él pintados hombres de rostros y hábitos extraordinarios con un letrero en latín que decía: Por esta gente será en breve destruida España.»
Reconocería a esos hombres del vaticinio cuando los viera cabalgar con las espadas desnudas y los estandartes levantados, cuando comprendiera al oír sus gritos y sus tambores de guerra que todo su ejército y él mismo iban a ser rápidamente aniquilados por ellos. Avanzaba sobre un carro bélico con incrustaciones de marfil y llevaba sobre los hombros una capa de púrpura con bordados de oro. Más o menos así, con rigidez bizantina, está representado en un fresco que encontraron los arqueólogos en las ruinas de un palacio musulmán del desierto de Siria. Según otros, el rey cabalgó hacia los enemigos montado sobre su caballo Orelia y vistiendo una armadura de hierro. Duró ocho días la batalla. La táctica árabe era atacar en cargas fulminantes y retroceder luego hacia sus líneas para repetir el ataque aprovechando el desconcierto de los adversarios. A esa manera de pelear la llamaron los castellanos tornafuye. Había cuatro soldados cristianos por cada musulmán, pero el ejército de Rodrigo fue segado y deshecho, y era tal el número de los muertos que nadie los habría podido contar. Entendemos la furia de los guerreros de Tariq leyendo la arenga que atribuye el gran Ibn Jaldún al califa Alí:
«Alinead bien vuestras filas como un edificio sólidamente construido; colocad al frente a los hombres con escudos y en retaguardia a los descubiertos; apretad los dientes, que es el mejor medio de hacer rebotar los golpes de espada que os quieran asestar en la cabeza; arrojaos en medio de las lanzas de los enemigos, eso os salvará de sus puntas; bajad la vista, porque así se afirma el valor y se serena el corazón; guardad silencio, que eso aleja la flaqueza y conviene a la gravedad de un soldado; prestad atención a vuestras banderas, sostenedlas en alto. Sosteneos en un valor veraz y persistente, porque a fuerza de persistencia se logra la victoria…».
Al octavo día, diezmados no sólo por la muerte, sino también por la traición -los hijos de Witiza y los soldados del obispo don Opas se pasaron al enemigo en mitad del combate-, se retiran los cristianos vencidos. Se dice que algunos vieron huir al rey, y también que su caballo apareció solo en la orilla del río, junto a la corona y a la armadura de Rodrigo. Medio hundido en el barro había uno de sus borceguíes, adornado con perlas. También cuentan que Tariq cabalgó hacia él y lo traspasó con su lanza, y que envió a Damasco su cabeza conservada en salmuera. Otra historia asegura que Rodrigo fue perseguido por Musa ibn Nusayr hasta la Sierra de Francia, y que en aquellos parajes encontró una muerte heroica resistiendo sin esperanza a los árabes. En cualquier caso este hombre, que ya era un desconocido, se vuelve ahora decididamente invisible, y su porvenir tras la batalla es tan conjetural como el de otros reyes fracasados de los que nunca más se supo: el rey Arturo de Bretaña y don Sebastián de Portugal. De nuevo aquí las peripecias de la historia se comunican por pasajes secretos: cuando don Sebastián navegaba en el siglo XVI hacia otra guerra perdida contra los infieles, alguien cantó en su presencia un romance sobre don Rodrigo, y él le mandó callar porque entendía que esos versos guardaban un presagio maléfico. Pero a diferencia de don Sebastián y de Arturo, Rodrigo no tendrá a nadie que espere su vuelta. Rodrigo es un malvado melancólico al que absuelve tardíamente su valor o su simple derrota, un espectro culpable que sobrevive a la muerte de los suyos para que no acaben ni su vergüenza ni su penitencia. «Solo va el desventurado -dice el romance que escuchó don Sebastián- que no lleva compañía». Cabalga solo por caminos y serranías donde no encuentra a nadie, por un país desolado por el gran pánico de la invasión. Lo que los indicios históricos apenas nos permiten averiguar lo explica con magnífica literatura don Emilio García Gómez: «No hay en la Historia silencio más vasto y estremecedor que el que rodea la entrada de los musulmanes en España. Nada tenemos sino espantosa oquedad sobre lo que de verdad fue y lo que en realidad pensaron o hicieron en tan nunca vista coyuntura las infinitas gentes anegadas por la avenida».