La ciudad guarda dentro de sus muros varias ciudades y su corazón es la medina, que tiene su propia muralla, levantada sobre las ruinas de la muralla romana, y en la que se abren siete puertas: la del Puente, también llamada de la estatua, porque dicen que sobre ella había una imagen de la Virgen María o de una deidad pagana, posiblemente una figura alegórica de la constelación de Virgo; la puerta Nueva, construida en tiempos de al Hakam II; la puerta de Toledo o de Roma, que desembocaba en la antigua Vía Augusta; la puerta del Osario, o del León, o de los Judíos, por la que se iba a la quinta de al-Rusafa; la puerta de los Nogales, la de los Gallegos, la de Sevilla o de los Especieros, cerca de la cual hubo un bazar de especias y perfumes, y en la que nos cuenta Ibn Hazm que un amigo suyo vio por primera vez a una esclava literata y cantora de la que se enamoró instantáneamente. Una calle principal cruzaba de norte a sur la medina desde la puerta del Osario a la del Puente, pasando entre la mezquita mayor y los edificios del alcázar. Sobre esa calle, y para que nadie lo viera cuando acudía a orar, hizo construir Abd Allah un pasadizo elevado. De ella partían calles más estrechas que se ramificaban como venas cada vez más delgadas y en las que se abrían callejones ciegos y oscuros, los adarves, que daban acceso a las viviendas particulares y tenían verjas o puertas que se cerraban por la noche.
En el Islam la ciudad no posee entidad jurídica, no hay un poder municipal que la rija y menos aún que dictamine las normas de su crecimiento. La única autoridad, nombrada por el cadí o directamente por el soberano, es el saib al-suq, el señor del zoco, que se llamó luego muhtasib, de donde viene la hermosa palabra castellana almotacén. «Debía vigilar y hacer cumplir los preceptos y los deberes religiosos -dice Torres Balbás-, velaba al mismo tiempo por las costumbres públicas, el mantenimiento de la probidad en las transacciones de comerciantes y artesanos; la comprobación de sus pesos y medidas y el castigo de sus fraudes; la calidad de los productos industriales y de las mercancías puestas a la venta; el cumplimiento de las obligaciones de los funcionarios, el mantenimiento del orden y la limpieza en los mercados y lugares públicos…». Pero el muhtasib no intervenía en nada referente a la anchura o al trazado de las calles ni a la altura de los edificios, así que la ciudad proliferaba como un extraño organismo vivo que se configuraba en laberinto, ocupando todo espacio vacío, ascendiendo para buscar el aire libre y la luz como los árboles en una selva, extendiéndose más allá de las fortificaciones cuando éstas no bastaban para contenerla.
En torno a la medina de Córdoba surgieron hasta veintiún arrabales, y cada uno tenía sus propios muros, sus casas de baño, su mezquita y su zoco. El más nombrado fue el de la Saqunda, en la orilla izquierda del Guadalquivir, frente a la puerta de la Estatua. Lo habitaban comerciantes y artesanos muladíes que en tiempos de al-Hakam I, nieto de Abd al-Rahman el Inmigrado, se rebelaron contra una subida de los impuestos, animados por los alfaquíes o teólogos, que reprobaban el hecho de que fuera un cristiano quien los recaudara. Una encrespada multitud cruzó el puente y rodeó el alcázar queriendo derribar sus puertas. Pero los soldados del emir -los llamaban los mudos o los silenciosos, porque eran esclavos extranjeros y no entendían el árabe- los sorprendieron por la espalda y se entregaron a una matanza que duró tres días. El arrabal entero fue saqueado como una ciudad recién conquistada al enemigo. A trescientos supervivientes los ejecutaron y crucificaron luego sus cadáveres y a los demás se les perdonó la vida a condición de que abandonaran al-Andalus para no volver nunca. Algunos de ellos se establecieron en Fez, en un barrio que todavía se llama de los andaluces. Otros viajaron mucho más allá y emprendieron guerras insensatas y coronadas por el éxito, como la conquista de Alejandría y la de Creta, donde, aunque parezca mentira, el cordobés Umar al-Ballutí fundó un reino independiente que perduró más de un siglo y medio. En cuanto al arrabal de donde fueron expulsados aquellos hombres tan indomables y audaces como los extremeños de Pizarro, el emir al-Hakam dispuso que fuera arrasado hasta los cimientos y que sembraran sobre las ruinas para que no quedase traza de él y que nunca más se construyera allí ningún edificio. Asolado por la muerte, aquel lugar se convirtió luego en un cementerio. Lo primero que veían los viajeros al llegar a Córdoba por el camino del sur eran las pequeñas lápidas blancas con inscripciones funerales: para llegar a la ciudad de los vivos, escribe Torres Balbás, tenían que cruzar primero la ciudad de los muertos.
Fundar un cementerio era un acto piadoso; el que lo hiciera gozaría en la otra vida de beneficios semejantes a los que merecían quienes edificaban una mezquita, abrían un pozo o reparaban un puente. Aparte de los cementerios judío y cristiano, había doce para los musulmanes en los alrededores de Córdoba, y los viernes por la tarde las mujeres salían de sus casas para visitarlo, gozando así de una valiosa oportunidad de caminar al aire libre y de cruzar rápidas miradas con los desconocidos. Vestidos de blanco, que era el color del luto, los amigos de un muerto se reunían alrededor de su tumba. Pululaban entre ellas músicos y narradores de historias, y jóvenes que espiaban los rostros sin velo de las enlutadas. Fuera de las casas cerradas y del recinto asfixiante de la ciudad, a la orilla del río, el cementerio era un lugar de paseo y de gozo, y, para irritación de los hirsutos teólogos, algunas veces los deudos de los muertos bebían vino sobre las sepulturas, y los amantes que en la ciudad no podían ni mirarse se encontraban abiertamente caminando entre ellas. El poeta muladí Ibn Quzmán, que frecuentaba los prostíbulos y las tabernas y escribía en el dialecto entre árabe y romance que se hablaba en los zocos, pidió que lo enterraran envuelto en pámpanos y que derramaran vino sobre su cadáver. Ocultas en el interior de tiendas de seda, las mujeres de la aristocracia oraban por sus difuntos y tal vez aguardaban a un amante. El territorio de los muertos no era, como entre nosotros, un espacio clausurado y prohibido. Los vivos permanecían aliados a ellos y pisaban sin miedo la misma tierra que los acogía.
Pero no sólo los cementerios circundaban la ciudad: antes de llegar a ella, en las dos riberas del Guadalquivir, había casas de campo, grandes palacios o pequeñas quintas medio escondidas entre los árboles frutales y los canteros de las huertas. Dice el poeta Ibn Hammara que aquellas fincas, las almunias, aparecían entre el verdor de la vegetación como perlas blancas engastadas en medio de esmeraldas. Cuando se hacía más intenso el calor, sus dueños abandonaban la ciudad para retirarse a ellas, y sólo volvían cuando se terminaba la vendimia. Alrededor de Córdoba las almunias trazaban una umbría de oasis. El nombre de cada una de ellas es una invocación, porque sólo en las palabras queda algo de aquellos lugares desaparecidos: Palacio del Jardín, de las Flores, del Enamorado, de Damasco, Pradera de Oro, Campo del Azud, Pradera de Aguas Rumorosas. Si faltaban pozos o arroyos, altas norias elevaban hacia sus estanques el agua del río, que se derramaba luego en las fuentes y en la geometría recóndita de las acequias. «Córdoba es cercada de muy fermosas huertas -leemos en la Crónica del moro Rasis-, e los árboles dan muy fermoso fruto de comer, e son árboles muy altos, e son árboles de muchas naturas, e a par de la puente hay muy buen llano plantado de muchos y buenos árboles. E contra septentrión yace la sierra muy bien plantada de viñas e de árboles, e de la sierra traen al alcázar el agua por caños de plomo, e de todas partes vienen en Córdoba a maravilla por la ver».
Henri Péres ha establecido el delicado catálogo de las flores y de las plantas preferidas por los poetas de al-Andalus: el arrayán, la margarita, la violeta, el narciso, el lirio azul, el alhelí amarillo, la azucena blanca, el nenúfar, la rosa roja, el jazmín, la amapola, la flor del lino, la del almendro, la del granado, la del haba, la de la enredadera, la del manzano, la del peral, la del limonero, la del naranjo, la del membrillo, y también de los frutos que degustaban más asiduamente, los higos, las habas, las alcachofas, las granadas, los dátiles, las cerezas. Ibn Sad al-Jayr dice de una granada madura que abre la boca como un león para dejar ver los dientes tintos en sangre; Abul Hasan ibn Hayy, que las manzanas encarnadas son las que han sentido turbación en el momento del encuentro, y las amarillas las que han sufrido el dolor de la separación. Los musulmanes andalusíes, que no encontraban hermosura, sino terror, en la naturaleza salvaje y en el mar, veían en cada huerto una prefiguración del Paraíso, y el cuidado de la tierra y de los árboles no era menos minucioso que el de los versos que los describían. Ibn Jafaya, al que llamaban al-Yannan -el jardinero-, dejó escrito: «El paraíso, en al-Andalus, tiene una belleza que se muestra como la de una desposada, y el soplo de la brisa está deliciosamente perfumado».