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Una norma hipocrática dictaminaba que los medicamentos simples eran preferibles a los compuestos, pero la triaca de Hasday ibn Shaprut contenía sesenta y una sustancias, entre las cuales la casi omnisciente enciclopedia Espasa enumera las que siguen: polvos de valeriana, contrahierba, genciana, escordio, manzanilla, canela y pimienta de Ceilán, carne de culebra hervida, anís, fruto de enebro, corteza de naranja, mirra, azafrán, sulfato ferroso desecado, opio, quina de Loja, miel de saúco, vino de Cariñena y miel superior. Hasday mezclaba esta última con la de saúco y con cuatrocientos gramos de vino, colaba la mezcla por un tamiz de cerdas y, calentando el líquido nuevamente, le añadía el azafrán y el sulfato ferroso. Agitando siempre la mezcla, le agregaba el opio desleído en un poco más de vino y luego las demás sustancias. Dejaba fermentar la masa, removiéndola cada cierto tiempo, y cuando la fermentación había cesado trasegaba el producto final en vasijas de porcelana o de loza. Los tratadistas de farmacopea aseveraban que la triaca tenía un efecto antiespasmódico, tónico y calmante, y que también curaba las mordeduras de los animales venenosos, pero a uno le hace acordarse de aquel bálsamo de Fierabrás cuya fórmula juraba conocer don Quijote y que tantos vómitos y sudores les hizo padecer a él y a su escudero Sancho Panza.

No sabemos si Hasday administró alguna vez su medicina al califa, pero hay noticias de que lograba con frecuencia curaciones reputadas como milagrosas, y de que gracias a su sabiduría un rey destronado recuperó no sólo su salud, sino también su reino. Era Sancho I de Castilla, a quien llamaban el Gordo o el Craso, porque padecía una obesidad tan monstruosa que le resultaba imposible montar a caballo y hasta caminar sin que el sudor y el ahogo lo desfallecieran. Su cómica gordura y su falta de carácter le habían enajenado el respeto de sus súbditos, y una intriga cortesana, urdida por el conde Fernán González, lo arrojó del trono sin que nadie, ni él mismo, hiciera nada por defender su corona, que cayó en manos, por cierto, de un primo suyo jorobado y canalla llamado Ordoño el Malo. Al huir de Castilla, Sancho buscó refugio en la corte de Pamplona, pues era nieto de la enérgica Tota, reina de Navarra, y por lo tanto primo de su teórico enemigo el califa de Córdoba. La reina Tota, una anciana invencible que poseía hasta el exceso el coraje que le faltaba a Sancho, aquel gordo sin consuelo, decidió que para que recuperase el trono de Castilla le hacía falta primero adelgazar y luego conseguir un aliado más poderoso que sus adversarios castellanos. La gordura de Sancho, infatigable comilón, era una enfermedad, y los mejores médicos estaban en Córdoba, al otro lado de la frontera de los reinos cristianos: el único aliado posible era el califa de al-Andalus. Más de una vez los ejércitos del Abd al-Rahman habían asolado Navarra en sus expediciones de verano, y no sólo era un monarca enemigo, sino también un infiel, pero la reina Tota, que al fin y al cabo podía considerarlo miembro de su familia, le escribió una carta solicitando su ayuda y la de alguno de sus médicos.

El califa le envió a Hasday ibn Shaprut. Hablaba la lengua romance y poseía una paciente astucia y una ilimitada capacidad de convicción. Curaría a Sancho, explicó, cumpliendo las instrucciones de Abd al-Rahman, pero no en Pamplona, sino en Córdoba, y los ejércitos andalusíes combatirían de su lado, pero era preciso que él y su abuela viajaran a la capital de al-Andalus para rendir homenaje al califa. Cualquiera habría jurado que aquellas condiciones nunca las aceptaría la iracunda reina Tota, que tantas veces se batió cuerpo a cuerpo contra los soldados musulmanes: sonriendo ante ella, con la cabeza baja, hablando suavemente, Hasday ibn Shaprut logró -«por el encanto de sus palabras, por la fuerza de su sabiduría, por el poder de sus astucias y de sus numerosos artificios»- lo que de antemano parecía imposible. El año 958, una lenta caravana de clérigos y caballeros navarros encabezada por la reina y su nieto cruzó las despobladas fronteras del norte y se encaminó hacia Córdoba siguiendo las antiguas calzadas romanas. Cuando entraron en la ciudad, Sancho I de Castilla caminaba apoyándose en Hasday ibn Shaprut. Para Abd al-Rahman, que dos reyes cristianos vinieran hasta su mismo palacio y se humillaran solicitando su ayuda constituía la cima de su orgullo y tal vez el cumplimiento de una venganza íntima, de una voluntad de poseer y doblegar que nunca fue saciada: a los judíos de Córdoba les importaba más que el mediador de aquella sumisión hubiera sido uno de los suyos, y cuando vieron a Hasday en el desfile que avanzaba por un camino alfombrado hasta Madinat al-Zahra, sintieron gozosamente que el mérito y el triunfo de su compatriota los enaltecían a todos y mitigaban las vejaciones inmemoriales de la diáspora. «¡Saludad, montañas, al jefe de Judá! -escribió un poeta hebreo en aquella ocasión-. ¡Que la risa aparezca en todos los labios, que las áridas tierras y las florestas canten y que se regocije el desierto! Mientras él no estaba aquí, los soberbios dominaban sobre nosotros, nos vendían y nos compraban como esclavos, sacaban sus lenguas para engullir nuestras riquezas, rugían como leones, y todos nosotros estábamos espantados, pues nos faltaba nuestro defensor… Dios nos lo ha dado por jefe; Él le ha dado el favor con el rey, que lo ha nombrado príncipe y exaltado a la cima. Sin flechas y sin espadas, con su sola elocuencia, ha quitado fortalezas y ciudades a los abominables comedores de puercos…». Aunque un poco paranoico, el poeta judío contaba la verdad: a cambio del severo y fulminante régimen de adelgazamiento que le impuso Hasday ibn Shapruty que incluía carreras matinales en torno al perímetro de Madinat al-Zahra-, Sancho I de Castilla, libre ya de su apodo infamante y restablecido en el trono gracias a los ejércitos andalusíes, entregó al califa diez plazas fuertes, y siguió recordando hasta el final de su vida la amistad de aquel médico judío que parecía saberlo todo sobre todas las cosas y que lo había guiado, dejándole que se apoyara en su hombro cuando la fatiga lo asfixiaba, hasta el centro mismo de un palacio cuyas estancias le parecieron tan infinitas como el número de los soldados que montaban guardia en el camino de Córdoba a Madinat al-Zahra y en los umbrales sucesivos de cada una de sus quince mil puertas. Sancho venía de un país pobre y bárbaro donde los reyes habitaban castillos de piedra lóbrega y desnuda que olían a estiércol, a la paja húmeda que se esparcía en el suelo como remedio contra el frío, al humo de sebo de las lámparas. Durante los días que permaneció en Madinat al-Zahra anduvo como perdido en el deslumbramiento y la extrañeza de un sueño. Vio jardines de árboles traídos en caravanas y en naves desde todos los confines del mundo, y estanques donde se agitaban los colores relucientes de los peces del Índico. Vio especies de fieras más amenazadoras que las que inventaban los miniaturistas en los códices del Apocalipsis, y autómatas de ojos de vidrio que se inclinaban mecánicamente ante él y que le daban miedo, porque por unos segundos los confundía con criaturas humanas, y pájaros de plumas verdes y rojas que hablaban imitando voces de mujeres. Al-Nasir era muy aficionado a ellos, y prefería entre todos a un docto estornino al que habían adiestrado para que recitara un poema cada vez que Hasday ibn Shaprut practicaba una sangría al califa: «Oh, sangrador -cantaba el pájaro, posándose en el hombro del médico- trata con cuidado al Príncipe de los Creyentes, pues estás sangrando una vena por la que corre la vida del Universo».

Vio dos fuentes por las que manaba de día y de noche el agua llegada desde los veneros de la sierra por los canales de los acueductos. Una de ellas tenía forma de elefante, y la otra de león con las fauces abiertas. Vio en el salón del trono, cuya traza imitaba la del palacio de Salomón, una gran taza de mármol en la que había esculpidas doce figuras de oro rojo -un león, un antílope, un cocodrilo, un águila, un dragón, una paloma, un halcón, un pato, una gallina, un gallo, un milano y un buitre- y que tenía en su centro un surtidor no de agua, sino de mercurio, sobre el que pendía del techo una perla mayor y más pura que cualquier otra de la que se tuviera noticia.

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