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Cuentan que era cortés, benévolo, generoso, perspicaz: también que podía ser sanguinario más allá de todo límite. Quiso ver con sus propios ojos la muerte de su hijo sublevado Abd Allah, y lo mandó ejecutar en el salón del trono y en presencia de todos los dignatarios de la corte. A unos esclavos negros que lo habían enojado los hizo maniatar vivos a los cangilones de una noria que no paró de dar vueltas hasta que se ahogaron. Con los años se fue volviendo cada vez más dócil a la bebida y la lujuria: una noche, en un jardín de Madinat al-Zahra, una esclava puso un leve gesto de contrariedad cuando al-Nasir, que estaba muy excitado y muy borracho, la empezó a acariciar y a morderle los labios. La muchacha volvió la cara hacia otro lado, tal vez para eludir su aliento alcohólico. Poseído por la cólera, el califa ordenó a sus eunucos que la sujetaran mientras uno de ellos le acercaba una antorcha a la cara y se la iba quemando para que su belleza no sobreviviera a su desdén.

Siempre había junto a él un verdugo de guardia, con una espada recién afilada y un tapete de cuero para recoger la cabeza y la sangre de algún posible condenado. Ibn Hayyan cuenta una historia que le dijeron que contaba uno de aquellos verdugos, llamado Abu Imran: «… Entró con su espada al aposento donde bebía el califa, y lo halló sentado en cuclillas, como un león sobre sus zarpas, en compañía de una muchacha hermosa como un orix, sujeta en manos de los eunucos en un rincón, pidiéndole misericordia mientras él le respondía de la forma más grosera. Díjole entonces: “Llévate a esta ramera, Abu Imran, y córtale el cuello”. Cuenta éste. “Yo remoloneé, consultándole como de costumbre, mas me dijo: ‘Córtaselo, así te corte Dios la mano, o si no, pon el tuyo’. Y el servidor me la acercó, recogiéndole las trenzas y descubriéndole el cuello, de manera que de un solo golpe le hice volar la cabeza…”».

Al-Nasir no confiaba en nadie, ni siquiera en la aristocracia árabe cuyos jefes tribales habían regentado hasta entonces la administración y el ejército. Antes que a los soldados andaluces, que no eran por lo común muy eficaces en la guerra, prefería a los violentos mercenarios bereberes. Como los déspotas de Oriente, se rodeaba de una cohorte populosa de eunucos y esclavos, los saqaliba de ojos azules, comprados o raptados de niños en los países de la Europa oriental, algunos de los cuales desempeñaban los oficios más altos de la jerarquía cortesana -gran repostero, caballerizo de las yeguadas reales, superintendente de correos, supremo orfebre, halconero mayor- y lograban atesorar, gracias a la predilección del califa, ingentes fortunas que les permitían adquirir a su vez tierras, palacios y esclavos, ganándoles con frecuencia el odio y el resentimiento de los árabes, que no eran ya, como hasta entonces, miembros de una comunidad de tribus dominadora y elegida, sino súbditos de un Estado omnipotente que se encarnaba en el califa. La antigua lealtad tribal, la asabiya igualitaria de los guerreros nómadas que habían salido de los desiertos de Arabia para conquistar el mundo, quedaba ahora aplastada bajo la maquinaria de un poder absoluto que dictaba sus normas, tan inapelables como las de la divinidad, desde los salones con paredes laminadas de oro y las oficinas áulicas de Madinat al-Zahra. «Su orgullo le extravió -dice de al-Nasir un cronista anónimo- cuando el estado de su reino era tal que si hubiera perseverado en su antigua energía, con la ayuda de Dios, habría conquistado el Oriente no menos que el Occidente. Pero se inclinó, Dios lo haya perdonado, por los placeres mundanos; apoderóse de él la soberbia, comenzó a nombrar gobernadores más por favor que por mérito, tomó por ministros a personas incapaces, e irritó a los nobles con los favores que otorgaba a los villanos…».

Cuando ya no le quedaba nadie a quien vencer, debió de sentir como una injuria el miedo a la enfermedad y a la muerte: temía ser envenenado. Una vez alguien le habló de un médico de la Judería de Córdoba que hablaba todos los idiomas conocidos y había inventado una sustancia que curaba todas las enfermedades. Lo hizo llamar a su palacio. Lo nombró médico de cabecera y también inspector de las aduanas del reino, y con el tiempo se acostumbró a encargarle altas misiones diplomáticas. No le importaba que fuera judío: de un hombre le interesaban más su sagacidad o su coraje que el credo al que obedeciera.

El nombre del médico era Hasday ibn Shaprut. Había nacido dos años antes de que al-Nasir subiera al trono. Comparado con el califa, era joven, y probablemente descreía de todo lo que más le importaba a Abd al-Rahman: el fajr o magnificencia y la hayba, que era el respeto temeroso o el puro terror de los hombres que no se atrevían a levantar los ojos hacia su cara. A Hasday ibn Shaprut lo que lo apasionaba era saber: había aprendido árabe, romance y latín, hablaba fluidamente el griego y leía sin contratiempo los pasajes más difíciles del Talmud. El latín se lo enseñaron los sacerdotes mozárabes: aprendió medicina de los físicos musulmanes y judíos, y cuando sus padres le sugirieron que buscara una esposa les respondió que estaba demasiado absorto en sus estudios para desear a una mujer. Quería descubrir de nuevo la medicina mitológica que curaba todas las dolencias. Quería comprender y hablar todos los idiomas y descifrar todos los enigmas de los humores y de las constelaciones, porque en el mapa nocturno del universo estaba la clave cifrada del cuerpo humano, y los mismos cuatro elementos que componían el mundo material -el agua, el fuego, el aire, la tierra- se combinaban en el organismo de los hombres según un misterioso equilibrio que el médico tenía que restablecer, si se quebraba, imitando con su sabiduría las leyes de la naturaleza.

Excepcionalmente, ser judío en Córdoba no era una amenaza ni una desgracia. El circunspecto erudito y desatado sionista Eliyahu Ashtor, de quien he aprendido casi todo lo que estoy contando sobre Hasday ibn Shaprut, dice que nunca en la historia de la diáspora, salvo en los tiempos de los omeyas andaluces, hubo ocho generaciones seguidas de judíos que no conocieran el chantaje de la dudosa tolerancia o el terror indudable de la persecución. Los cristianos, los descendientes de los conquistadores árabes, los españoles conversos al Islam, tendían incorregiblemente a la discordia y a la sublevación. A diferencia de todos ellos, los judíos nunca levantaron motines ni fueron desleales al poder: durante tres siglos, en Córdoba, las sinagogas no conocieron la profanación. Mercaderes judíos traían sedas y especias de los confines de la India y de China, doctores expertos en las sutilezas de la Torá profesaban en las academias judías de Granada y Lucena; cirujanos judíos, precisos como relojeros, capaban a esclavos cristianos en las factorías de eunucos que hicieron celebradas y prósperas a las ciudades de Almería y Verdún. De cada diez esclavos sometidos a la castración, había seis que sucumbían: el precio de los supervivientes era tan alto que sólo un príncipe lo podía pagar. Al-Andalus exportaba eunucos a todos los harenes de Oriente: tres mil trescientos ochenta y siete -«algunos dicen que tres mil trescientos cincuenta», asegura al-Maqqari- pululaban al servicio de Abd al-Rahman III por las estancias de Madinat al-Zahra, y más de seis mil mujeres cuyos rostros y cuerpos se sucedían cada noche ante la mirada del califa para que eligiera a una sola, perdido en la locura y en el tedio de una ilimitada disponibilidad: construía palacios y compraba hombres y mujeres para que lo aturdiera el espectáculo de su omnipotencia y a lo único a lo que tal vez aspiraba era a perderse y a volverse invisible en medio de tanta multitud, en el centro de su palacio amurallado y geométrico.

Pero a Hasday ibn Shaprut le era indiferente aquella obscena profusión de delicias. Aunque gozaba del favor del califa, se sabía íntimamente extranjero: había llegado a ser un médico muy rico y un cortesano de temida y deseada influencia, pero no olvidaba que pertenecía a un pueblo desterrado, y que una arbitrariedad del soberano o el éxito de una cualquiera de las conspiraciones de la envidia podrían arrojarlo para siempre de la corte. Su padre era un comerciante rico y piadoso de Jaén que a principios de siglo se había establecido en Córdoba, donde fundó una sinagoga y protegió muy generosamente a poetas que escribían en hebreo y a estudiosos de la Torá. Habría querido que su primogénito, Hasday, se consagrara a la teología, pero éste prefirió la medicina desde su adolescencia, y como había leído en la traducción árabe de un libro de Galeno -De antidotis- que los médicos de la antigüedad curaban los dolores más graves con una pócima llamada triaca, cuya composición ya no recordaba nadie, se obsesionó con el propósito de inventarla de nuevo, y al cabo de varios años de indagar en tratados fragmentarios y oscuros, y con frecuencia mal traducidos del griego, del latín o el siríaco, y de probar mixturas de hierbas con la perseverancia de un alquimista, averiguó otra vez la fórmula perdida durante setecientos años, y del mismo modo que su primer descubridor, Andrómaco de Creta, había llegado a médico de Nerón, él, Hasday, logró serlo del califa Abd al-Rahman III: siendo un poderoso contraveneno, la triaca convenía particularmente a los reyes, y aún en el siglo XVIII los boticarios que la preparaban no podían hacerlo sino en presencia de las autoridades.

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