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«Daban entrada al salón ocho puertas de cada lado, adornadas con oro y ébano, que descansaban sobre pilares de mármol y de cristal transparente», dice al-Maqqari. La perla y la taza de mármol las había traído de Constantinopla el obispo cristiano y embajador del califa Recemundo de Córdoba, que se llamaba en árabe Rabí y era un experto en la composición de calendarios y horóscopos. Planchas de oro brillaban en las paredes y en los techos: en los capiteles de las columnas y en los calados arabescos que repetían con precisión abstracta los ramajes de los árboles del Paraíso había piedras preciosas incrustadas. Algunas veces, sobre todo cuando entraba en el salón la luz del mediodía o cuando de noche se hallaban encendidas todas las lámparas, el califa ordenaba a un esclavo que removiera el estanque de mercurio: entonces al forastero le parecía que se quebraba la luz y el orden del espacio, y que las columnas y la gran perla al-Jatima y el salón entero giraban y se deshacían en prismas de instantáneos reflejos. Sólo cesaba el vértigo cuando el califa hacía una señal y la superficie del mercurio quedaba otra vez tan inmóvil como la de un lago helado: al visitante, sobrecogido por la solemnidad, por el terror y el asombro, le parecía que un simple gesto de Abd al-Rahman podía dislocar o restablecer la rotación del Universo.

A aquel salón fue a donde condujo Hasday ibn Shaprut a Sancho el Gordo y a su abuela Tota, y les sirvió de intérprete con el califa, pues éste, protocolariamente, fingía no hablar romance. Allí llegaron también, acompañados por Hasday, los embajadores del emperador Otón I de Alemania, que se habían pasado en Córdoba casi tres años esperando una audiencia, y los del basileus Constantino VII Porfirogéneta, que traían en el catálogo de sus regalos el libro más valioso que Hasday era capaz de imaginar: un manuscrito en griego de la Materiamédica de Dioscórides, que contenía la descripción de todas las plantas conocidas y desconocidas y de sus propiedades curativas y mágicas. A los embajadores de Bizancio, al-Nasir los recibió sentado en un trono de oro, flanqueado a derecha e izquierda por sus hijos, sus visires, sus chambelanes, sus libertos y los oficiales de su casa, desplegando en torno suyo una abrumadora escenografía de figuras inmóviles contra muros de oro que sin duda habría merecido la aprobación del emperador Constantino Porfirogéneta, del que se sabe que era más dado al ejercicio de las letras que al del poder, y que había escrito un tratado exhaustivo sobre la etiqueta de la corte de Constantinopla.

Como los monarcas orientales, al-Nasir quería que el espectáculo de su omnipotencia cegara y sometiera a los hombres. El viaje de un embajador desde Córdoba a Madinat al-Zahra se parecía calculadamente al de un insecto hacia el centro de la tela donde aguarda la araña. Es fácil imaginar el asombro y el miedo de Sancho de Castilla, el espanto que atribuye Ibn al-Arabí a unos mensajeros del rey de los francos: desde que salieron de Córdoba avanzaron entre una doble fila de soldados, bajo un dosel de espadas anchas y desnudas que se cruzaban amenazadoramente sobre sus cabezas, como nervios de bóvedas. «Sólo Dios sabe el miedo que les entró», dice complacidamente Ibn al-Arabí. Desde la puerta de Madinat al-Zahra hasta el salón del trono se extendía una alfombra de brocado rojo. En la primera estancia donde entraron había un hombre con vestiduras de seda sentado en un sillón de maderas preciosas, y su mirada y su presencia les infundieron tal pavor que cayeron de rodillas. «Alzad vuestras cabezas -les dijo el chambelán que los acompañaba- porque éste no es el califa. Sólo es uno de sus esclavos». Cruzaron jardines cada vez más dilatados y espesos y llegaron a otras salas cuya magnificencia era semejante a la de las vestiduras de los hombres ante los que volvían a prosternarse, convencidos de que ahora sí se encontraban en presencia del califa: «Es otro esclavo, levantaos», repetía el chambelán, sonriendo.

Salieron por fin a un patio no muy grande, con el suelo de arena, donde había un hombre sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas. Tenía la cabeza baja y parecía absorto. Vestía una ropa gastada y vulgar, y cuando alzó los ojos hacia ellos, los embajadores advirtieron que eran de un extraño color azul oscuro. Se quedaron en pie, sin avanzar, imaginando tal vez que aquel hombre era una especie de eremita. Frente a él ardía una hoguera. A su derecha había un libro, y a su izquierda una espada. «He aquí al califa», les dijo el chambelán, y entonces se arrodillaron apresurada y torpemente y no se atrevieron a levantar las cabezas de la arena hasta que Abd al-Rahman les habló. «Dios nos ha ordenado que os invitemos a esto -señaló el libro, que era un Corán- y si rehusáis, a esto -y señaló la espada-. Y vuestro destino, cuando os quitemos la vida, es esto -concluyó, indicándoles la hoguera que ardía ante él». «Se llenaron de terror -dice al-Arabí-, les ordenó salir sin que hubieran dicho una sola palabra y acordaron con él la paz en las condiciones que quiso imponerles».

Ese hombre solo, sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas, es todavía más desconocido y más temible que el otro, el que se yergue en un trono de oro macizo ante un estanque de mercurio sobre el que pende una perla. La estancia mejor guardada y más secreta de Madinat al-Zahra es un patio con el suelo de arena donde no hay nada más que una hoguera, una espada y un libro. Puede que Hasday ibn Shaprut fuera uno de los pocos hombres de su tiempo que tuvo acceso a ese lugar, a ese recinto escondido donde el monarca más poderoso y más rico de Occidente reposaba en el suelo como un beduino, como si su ciudad y su reino fueran espejismos y no poseyera nada más que lo que habían poseído sus antepasados del desierto: la arena, las palabras, la espada, el fuego que iluminaba la noche. Tal vez, de todos los hombres que conocieron a al-Nasir, Hasday fue el único que no le temió. Su mirada de médico averiguaba en él lo que otros no veían, los primeros signos de la vejez y de la decadencia, el lento progreso infalible de la muerte. En marzo del año 961, el califa se expuso al viento frío de la sierra, que batía crudamente las explanadas de Madinat al-Zahra. Se temió que hubiera contraído una pulmonía, y su final pareció irremediable, pero Hasday, una vez más, logró una curación sorprendente, y a principios de verano, el califa, que ya había cumplido setenta años, volvió a conceder audiencias y a interesarse con el desasosiego de siempre por las obras de su ciudad, que no parecía que fueran a acabar nunca. Pero el médico estaba seguro de que el restablecimiento de al-Nasir era ilusorio. A principios de otoño, cuando volvieron los fríos del norte, el califa empeoró y Hasday supo que esta vez ni siquiera la pócima que había inventado veinte años antes lo podría salvar. Murió el 16 de octubre. Faltaban quince años para que su hijo, al-Hakam, diera por terminada la construcción de Madinat al-Zahra, y algo más de cuarenta para que todos sus palacios y sus jardines con lagos y animales salvajes fueran arrasados. Poco después de su muerte, alguien encontró entre sus papeles uno en el que había recordado y enumerado los días felices de su vida. Así pudo saberse que Abd al-Rahman al-Nasir, a lo largo de su reinado de medio siglo, había conocido exactamente catorce días de felicidad.

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