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Siempre volvía a la hora de comer. Yo entré a clases de cocina con las hermanas Muñoz y me hice experta en guisos. Batía pasteles a mano como si me cepillara el pelo. Aprendí a hacer mole, chiles en nogada, chalupas, chileatole, pipián, tinga. Un montón de cosas.

Éramos doce alumnas en la clase de los martes y jueves a las diez de la mañana. Yo la única casada.

Cuando José Muñoz terminaba de dictar, Clarita su hermana ya tenía los ingredientes sobre la mesa y nos repartía el quehacer.

Lo hacíamos por parejas, el día del mole me tocó con Pepa Rugarda, que pensaba casarse pronto. Mientras meneábamos el ajonjolí con unas cucharas de palo me preguntó:

– ¿Es cierto que hay un momento en que uno tiene que cerrar los ojos y rezar un Avemaría?

Me reí. Seguimos moviendo el ajonjolí y quedamos de platicar en la tarde. Mónica Espinosa freía las pepitas de calabaza en la hornilla de junto y se invitó ella misma a la reunión.

Cuando todo estuvo frito hubo que molerlo.

– Nada de ayudantes -decían las Muñoz. Están muy difíciles los tiempos, así que más les vale aprender a usar el metate.

Nos íbamos turnando. Una por una pasamos frente al metate a subir y bajar el brazo sobre los chiles, los cacahuates, las almendras, las pepitas. Pero no conseguimos más que medio aplastar las cosas.

Después de un rato de hacernos sentir idiotas Clarita se puso a moler con sus brazos delgados, moviendo la cintura y la espalda, entregada con frenesí a hacer polvito los ingredientes. Era menuda y firme. Mientras molía se fue poniendo roja, pero no sudó.

– ¿Ven? ¿Ya vieron? -dijo al terminar. Mónica empezó un aplauso y todas la seguimos. Clarita caminó hasta el trapo de cocina que colgaba de un gancho junto al fregadero y se limpió las manos.

– No sé cómo se van a casar. Donde estén igual de ignorantes en lo demás.

Acabamos como a las tres de la tarde con los delantales pringados de colorado. Teníamos mole hasta en las pestañas. El pavo se repartió en catorce y cada quién salió con un plato de muestra.

Cuando llegué a la casa, Andrés estaba esperándome con un hambre de perro callejero.

Enseñé el mole, le puse ajonjolí de adorno y nos sentamos a comerlo con tortillas y tragos de cerveza. No hablábamos. De repente a mitad de un bocado nos hacíamos un gesto y seguíamos comiendo. Cuando él dejó su plato tan limpio que se veían los dibujos azules de la talavera, dijo que dudaba mucho de que yo hubiera hecho ese guiso.

– Lo hicimos entre todas.

– Entre todas las Muñoz lo han de haber hecho -dijo.

Me dio un beso y volvió a la calle. Yo fui a buscar a Pepa y Mónica en los portales.

Cuando llegué ya estaban ahí. Mónica llorando porque Pepa le había asegurado que si alguien le daba un beso de lengua le hacía un hijo.

– Adrián ayer me dio uno de ésos cuando se distrajo mi mamá -decía entre sollozos.

Lo que hice fue llevarlas con la gitana del barrio de La Luz. A mí no me iban a creer nada.

Cuando les pregunté si sabían para qué servía el pito de los señores, Pepa dijo:

– ¿No para hacer pipí?

Fuimos con la gitana y ella les explicó, las sobó con un huevo y las hizo morder unas ramitas de perejil. Después nos leyó la mano a las tres. A Pepa y Mónica les aseguró que serian felices, que tendrían seis hijos una y cuatro la otra, que el marido de Mónica iba a estar enfermo y que el de Pepa nunca sería tan inteligente como ella.

– Pero es rico -dijo Mónica.

– Riquísimo, niña, eso ni quien se lo quite. Cuando yo extendí la mano acarició el centro de mi palma y metió los ojos en ella:

– Ay, hija, qué cosas tan raras tienes tú aquí.

– Dígamelas -pedí.

– Otro día. Ahora ya es muy tarde, ya me cansé. ¿Venias a que instruyera yo a éstas? Pues ya está. Váyanse.

– Dígale -pidieron Pepa y Mónica mientras yo seguía extendiendo la mano que ella había soltado. Entonces se acercó, volvió a mirarla, volvió a sobarla.

– Ay muchacha es que tú tienes muchos hombres aquí -dijo. También tienes muchas penas. Ven otro día. Hoy debo estar viendo mal. Así me pasa a veces -soltó la mano y nos fuimos a comer una torta de Meche.

– A mí me gustaría tener una mano tan interesante como la tuya -dijo Pepa mientras caminábamos por la 3 Oriente rumbo a su casa.

En la noche, acostada junto a mi general, acaricié su panza.

Ahorita yo lo quiero -pensé- quién sabe después. Me contestó con un ronquido.

Como a la semana invitamos a un amigo a probar los muéganos que hice con las Muñoz. Estábamos tomando el café cuando llegaron unos soldados con orden de aprehensión en contra de Andrés. Era por homicidio y la firmaba el gobernador.

Andrés la leyó sin hacer ningún escándalo. Yo me puse a llorar.

– ¿Cómo que te llevan? ¿A dónde te llevan? ¿Tú no has matado a nadie?

– No te preocupes, hija, vuelvo en un rato -dijo, y le pidió a su amigo que me acompañara.

– Voy a pedir una explicación. Seguramente hay un error.

Me sobó la cabeza y se fue.

Cuando cerró la puerta volví a llorar. Que se lo llevaran era una humillación peor que una patada en la cara. ¿Cómo iba a ver a mis amigas? ¿Qué les iba a decir a mis papás? ¿Con quién me iba a acostar? ¿Quién iba a despertarme en las mañanas?

No se me ocurrió otra cosa que correr a la iglesia de Santiago. Me habían contado la llegada de una virgen nueva capaz de cualquier milagro. Me arrepentí de todas las misas a las que había faltado y de todos los viernes primeros con los que no había cumplido.

Santiago era una iglesia oscura, con santos en las paredes y un altar dorado y resplandeciente. Ahí, hasta arriba, estaba una virgen con su niño tocándole el corazón con una mano.

A las seis se rezaba el rosario. Me hinqué hasta adelante para que la virgen me viera mejor. Estaba llena la iglesia y temí que mi asunto se perdiera entre la gente. A las seis en punto el padre llegó frente al altar con su enorme rosario entre las manos. Era joven, tenía los ojos grandes, se le empezaba a caer el pelo. Su voz sonaba tan fuerte que se oía por toda la iglesia.

– Los misterios que vamos a considerar son los misterios gozosos. El primer misterio, La Anunciación. Padre nuestro que estas en los cielos… -empezó.

Yo iba contestando los padres nuestros, las aves marías y las jaculatorias con un fervor que no tuve ni en el colegio. Por dentro decía: «Cuídamelo, virgencita; devuélvemelo, virgencita.»

Al terminar cada misterio, el órgano que estaba en el coro tocaba los primeros acordes de una canción que todos sabían, entonces el padre llevaba la voz, y la gente cantaba dirigida por él.

Después de la letanía aparecieron dos acólitos con incensarios, los llenaron y empezaron a moverlos de atrás para adelante en dirección a la virgen. Todo se fue llenando de un humo plateado.

– Nuestra Señora del Sagrado Corazón, rogad por nosotros, rogad por nosotros -cantaban todos. Por el pasillo del centro varias mujeres se arrastraban de rodillas hasta el altar, con los brazos en cruz. Dos lloraban.

Pensé que debería estar entre ellas, pero me dio vergüenza. Si tenía que llegar a eso para que saliera Andrés, seguro que no regresaría.

Mientras la gente imploraba una y otra vez el mismo Nuestra Señora del Sagrado Corazón, las mujeres se iban acercando al altar.

Arrecié mis súplicas. Hablé bajito mirando a la virgen tan tranquila, dueña de su corona y de nosotros que la mirábamos desde abajo.

Ella no nos veía, tenía los párpados bajos y ninguna edad, ninguna preocupación.

De repente el órgano dejó de sonar y el padre abriendo los brazos y haciendo una cruz con cada mano dijo:

– Acordaos, ¡Oh Nuestra Señora del Sagrado Corazón!, del inefable poder que vuestro divino Hijo os ha dado sobre su corazón adorable. Llenos de confianza en vuestros merecimientos venimos a implorar vuestra protección, ¡Oh tesorera celestial del Corazón de Jesús!… Ya no me acuerdo cómo seguía pero llegaba hasta un momento en que uno tenía que pedir el favor por el que iba.

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