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Una vez intentó copiarle al general Aguirre eso de pasar horas y horas oyendo a los campesinos. Fue en Teziutlán, otro pueblo de la sierra. Le pusieron una tarima y hasta ahí subían los indios con sus problemas, que si les faltaban bueyes, que si un tipo les quitaba la tierra que la Revolución les había dado, que si no les había tocado tierra de la que dio la Revolución, que si no querían que sus hijos crecieran como ellos. Le contaban sus vidas y le pedían cosas como si fuera Dios.

Sólo un día soportó Andrés esa tortura. A la mañana siguiente desde el baño mentó madres contra las necias costumbres del general Aguirre y me preguntó si no me parecía que cada quien tuviera su estilo. Por supuesto, dije que sí. Los mítines se volvieron breves, el de Tehuacán duró sólo una hora. Después nos fuimos a nadar a El Riego, un rancho con aguas termales en el que a veces vacacionaba el general Aguirre.

Por fin llegaron las elecciones. Fui a votar con Andrés. Al día siguiente salimos en el periódico tomados de la mano frente a la urna. No había nadie más por quién votar, así que las elecciones fueron pacificas, aunque no puede decirse que multitudinarias. Ese domingo las calles estuvieron medio vacías, la gente salió temprano a misa y luego se metió a sus casas sin hacer mucho ruido. Votaron los obreros de la CTM y los burócratas, quizá también uno que otro despistado, pero nada más. Claro que con eso tuvo Andrés para entrar legítimamente al Palacio de Gobierno y tomar posesión.

Ahora oigo que los poblanos dicen que no sabían lo que les esperaba, que por eso no movieron un dedo en contra, yo creo que de todos modos no hubieran hecho demasiado.

Era gente metida en sus casas y sus cosas, casi les podía caer un muerto encima que si se arrimaban a tiempo y caía junto, no hablaban de él.

Los primeros tiempos del gobierno fueron divertidos. Todo era nuevo, yo tenía una corte de mujeres esposas de los hombres que trabajaban con Andrés. Checo jugaba a que era el gobernadorcito y las niñas iban a todos los bailes a llamar la atención. Nuestro general nos veía gozarla y creo que le daba gusto. Quizá por eso nos llevó a la inauguración del manicomio de San Roque, un lugar donde encerraban mujeres locas. Después de cortar el listón y echar el discurso, dijo que llevaran una marimba y organizó baile ahí dentro. Las locas estaban muy elegantes con unas batas color de rosa y se pusieron felices con la música. Andrés bailó con una muy bonita que estaba ahí por alcohólica, pero hacía rato que no bebía, así que se la pasaba lúcida en medio de un montón de mujeres clavadas en la niñez o seguras de que alguien las perseguía o pasando de la euforia a la depresión. Con todas bailó el gobernador, también conmigo que no me sentía mal entre ellas, hasta pensé que uno podría descansar ahí.

De repente Andrés ordenó que se callara la marimba y me presentó como la presidenta de la Beneficencia Pública. San Roque dependería de mí al igual que la Casa Hogar y algunos hospitales públicos.

Me puse a temblar. Ya con los hijos y los sirvientes de la casa me sentía perseguida por un ejército necesitando de mis instrucciones para moverse, y de repente las Locas, los huérfanos, los hospitales. Pasé la noche pidiéndole a Andrés que me quitara ese cargo. Dijo que no podía. Que yo era su esposa y que para eso estaban las esposas: -No creas que todo es coger y cantar.

Al día siguiente fui a la Casa Hogar. Se llamaba muy elegante pero era un pinche hospicio mugroso y abandonado. Los niños andaban por el patio con los mocos hasta la boca, a medio vestir, sucios de meses. Los cuidaban unas mujeres que apenas podían decir su nombre y que no distinguían entre los traviesos y los retrasados mentales. Los tenían a todos revueltos. Los bebés dormían en una hilera de cunas de fierro con colchones mil veces orinados. Había recién nacidos entre ellos y tenían contratadas unas nodrizas que iban dos veces al día a darles la leche que les quedaba en unos pechos enflaquecidos.

Las corrí. A ellas y a las cuatro brujas que cuidaban a los niños.

Entonces un médico que parecía muy enterado tuvo a bien reclamarme.

– Se pueden morir estos niños si toman leche de vaca -dijo.

– Estarán mejor muertos que aquí -le contesté.

¿Quién podría parar mis obras de misericordia? Mi marido, claro. En la tarde me dijo que estaba yo exagerando, que ni un centavo extra para el hospicio o los hospitales y que las Locas ya tenían bastante con su edificio.

– Pero si ya fui a ver y no tienen camas dije.

– Nunca han dormido más arriba del suelo esas mujeres -me contestó. ¿Tú crees que hay locas ricas ahí? Las ricas andan en la calle.

– Y contigo -le contesté.

En la mañana había pasado al Nuevo Siglo por un vestido para Verania y la dependiente me preguntó qué me había parecido el mantón de Manila que antier me había comprado el general. Dije que bellísimo mirando la cara de horror del dueño que siempre sabía a dónde iban las compras de Andrés Ascencio. El mantón se lo habían mandado a una señora en Cholula. Pensé no hablarle de eso pero no me aguanté. De todos modos se hizo el que no entendía y dejó el asunto ahí.

Llamé a sus hijas para proponerles que me ayudaran a organizar bailes, fiestas, rifas, lo que pudiera dar dinero para la Beneficencia Pública. Aceptaron. Se les ocurrió todo, desde una premier con Fred Astaire hasta un baile en el palacio de gobierno. Durante un tiempo no supe cómo iban las locas ni los enfermos ni los niños, me dediqué a organizar fiestas. Por fin creo que hasta se nos olvidó para qué eran.

Nada más porque Bárbara mi hermana cumplía con su papel de secretaria fuimos a entregarles las camisetas y los calzones a los niños, las camas a las loquitas, las sábanas a los hospitales. San Roque estaba muy limpio cuando llegamos, las mujeres pasaron en fila a darnos las gracias. Sus batas rosas se habían ido destiñendo y de día eran más feas sus caras. Todavía estaba ahí la jovencita que inició el baile con Andrés y una que me contó que su hermano la había encerrado para quedarse con su herencia. Las invité a quedarse junto a nosotras. Cuando se acabó la celebración, nada más las saqué de ahí sin ningún trámite. Nadie preguntó nunca por ellas.

Esa noche hubo una ceremonia en el Colegio del Estado para celebrar su transformación en Universidad. Desde la campaña había sido una de las obsesiones de Andrés. Tenía pocos meses de gobernar cuando logro el cambio. Dejó de rector al mismo que era director del colegio y en agradecimiento esa noche le entregaba el rectorado Honoris Causa. Salieron críticas en los periódicos y la gente dijo horrores, pero a Andrés no le importó. Se disfrazó con una toga y un birrete y nos hizo a nosotros vestirnos de gala.

Como no nos dio tiempo de decidir qué hacer con las ex locas, nos las llevamos al festejo. A una le presté un vestido yo y a la otra Marta.

Durante el brindis presenté a la bonita con el rector, que la tomó como su secretaria particular y a la desheredada con el presidente del Tribunal de Justicia del Estado, que se encargó de ver que se le hiciera justicia. Creo que desheredaron al hermano porque como al mes recibí todo un juego de plata para té con la tarjeta de la señorita Imelda Basurto y, entre paréntesis, «la desheredada». Abajo: «Con mi eterno agradecimiento a su labor de justicia.»

Al principio la gente iba a la casa a solicitar audiencia y me pedía que la ayudara con Andrés.

Yo oía todo y Bárbara apuntaba. En las noches me llevaba una lista de peticiones que le leía a mi general de corrido y aceptando instrucciones: ése que vea a Godínez, ésa que venga a mi despacho, eso

no se puede, a ése dale algo de tu caja chica, y así.

Mi primera gran decepción fue cuando me visitó un señor muy culto para contarme que se pretendía vender el archivo de la ciudad a una fábrica de cartón. Todo el archivo de la ciudad a tres centavos el kilo de papel. En la noche fue el primer asunto que traté con Andrés. No quiso ni detenerse a discutirlo. Nada más dijo que ésos eran puros papeles inútiles, que lo que necesitaba Puebla era futuro, y que no había dónde poner tanto recuerdo. El lugar donde estaba el archivo sería para que la Universidad tuviera más aulas. Además ya era tarde porque Díaz Pumarino su secretario de gobierno ya lo había vendido, es más, el dinero me lo iba a dar para el hospicio.

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