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Carlos alargó la mano y cogió la navaja que le tendía Carmen a Frufrú. Luego la cerró con un clip fuerte, especial, mientras miraba de reojo a los otros dos muchachos, y la guardó en su bolsillo.

El hombre aquel con la gran boca entreabierta, pálido con una palidez de encierro en su cara, no decía una palabra ni hacía gesto alguno.

– ¡Es bueno! -gimió Carmen-, es bueno mi Damián… La navaja sólo la abrió como defensa… Es más manso que un cordero mi Damián. Miren, miren ustedes todos esos barcos que él ha tallado con maderitas de nada para entretenerse en el encierro. ¡Ha sufrido tanto el pobrecito! ¡Por Dios y por la Virgen, no me lo denuncien! Miren que tienen entre las manos la vida de un hombre.

Damián hizo un rápido e inesperado gesto de huida tratando de salir por el hueco que quedaba entre las rejas, entre aquella reja rota por el peso de Carlos. Camen dio un grito y le agarró por la camisa. Inmediatamente acudieron a sujetarle también Carlos, Anita y Martín.

– No sea tonto, hombre -dijo Carlos cuando le tuvieron seguro, mientras el hombre jadeaba-. No le haremos nada. ¿Ve? Se ha roto toda la camisa con ese trozo de reja rota… ¡Anda!… Esta reja estaba limada… Fíjate, Martín. Por eso me di yo el tortazo.

– ¡Por Dios y por la Virgen, doña Frufrú! -estaba gritando Carmen-. Dígale usted al señorito Martín que no le cuente nada a su padre. Dígaselo, que a usted le hará caso. No denuncien a mi Damián, por lo que más quieran en la vida.

– Martín es un niño bueno. Martin no dice nada. Que el hombre horrible se vaya ahora mismo y nosotros no sabremos nada.

Carmen casi se arrodilló delante de Frufrú y no lo hizo del todo porque Frufrú lo impidió con gran trabajo.

– No puede irse, doña Frufrú. Me lo cogerán. Creen que ha muerto. Pero si lo ve alguien del pueblo…

Empezó a llorar y sacó de su bolsillo un gran pañuelo oscuro. Frufrú lo mismo atendía a Carmen que miraba con reproche a Anita, ocupada en inspeccionar toda la habitación.

– Nadie del pueblo sabe que vive. Por eso no lo hemos dejado en nuestra casa, sino aquí metido, para que no lo viera nadie. Sólo sabemos que vive, mi padre y yo. Hasta en invierno nos daba miedo tenerle en casa porque a veces viene la guardia civil a ver si todo está tranquilo…

Damián entonces hizo el ademán de que le cortaban el cuello, produciendo un chasquido con la lengua que llamó la atención de todos sobre él y sonriendo después de una manera tan espantosa que Martín sintió que se le ponía la carne de gallina.

Frufrú suspiró profundamente. Anita volvió a mirar aquellos barquitos tallados a navaja que adornaban todos los muebles de la habitación. Habían extendido un colchón en el suelo, donde debía de dormir Damián, y en un rincón estaba un cubo con tapadera que olía a demonios. Era una verdadera celda de presidio aquella habitación. Frufrú hizo señas a Anita de que se estuviese quieta y luego se volvió a Carmen.

– Yo quisiera saber si este hombre horrible ha estado siempre escondido en la torre. ¿El año pasado fuimos tan felices teniéndole encima?

– El año pasado no señora -Carmen se sonó ruidosamente-, el año pasado no sabíamos nada de él. Apareció este invierno el pobrecito y lo escondimos. Nadie le vio en el pueblo. Ni el «Torcío», que es su primo y viene por aquí muchas veces, sabe nada. Ni la tierra se ha enterado, doña Frufrú.

– Se parece al «Torcío», de verdad -susurró Anita al oído de Martín.

– Cuando vinieron ustedes este verano pensé que como a esta habitación no entraban y nadie se atrevería a hacer un registro en esta casa estando ustedes dentro, pues que aquí estaba más seguro. Algún día ha estado en casa, pero como los señoritos van allí cuando quieren a buscar a mi padre y se meten por todas partes, pensamos que era mejor que estuviera aquí lo más posible. Por las noches, cuando dormían ustedes, salía un rato por el bosque el infeliz, y luego, algunas veces entraba en casa con nosotros y se quedaba allí hasta la madrugada. No sabe doña Frufrú lo que hemos sufrido y los sudores que yo he pasado subiéndole la comida al pobre. Usted, doña Frufrú, que es tan buena, tenga compasión de él y no me lo eche…

Otra vez Damián chasqueó la lengua e hizo el ademán de cortar su propio cuello. Frufrú se estremeció. Pero al mismo tiempo parecía tan serena, erguida sobre sus zapatitos rojos, sobre su falda hueca, con todos sus adornos y sus pulseras, que inspiraba confianza. De pronto ordenó:

– Ñiños, vamos abajo. A mi cuarto, en seguida. Luego hablaremos.

No había manera de desobedecerla. Frufrú señaló la escalera y vio bajar uno detrás de otro a los tres chicos. Luego lanzó ella una rápida y nerviosa mirada a la habitación, encajó la puerta al salir y corrió escaleras abajo.

Martín no pensaba nada en aquellos momentos. Los acontecimientos le desbordaban y le producían un entusiasmo que notaba también en Anita y Carlos.

– He dicho que a mi cuarto, ñiños -ordenó Frufrú.

– ¿Qué más da si hablamos en mi leonera, Frufrú?

– ¡A mi cuarto!

Una vez allí supieron el motivo de que Frufrú les hubiera obligado a entrar en aquella habitación. El motivo era una cómoda pesadísima. Cuando Frufrú cerró la puerta con llave obligó a los chicos a correr aquel mueble hasta que tapó la puerta. Los chicos la obedecieron con aquel entusiasmo que sentían y se quedaron muy sorprendidos al ver que Frufrú, después de realizada esta operación, se sentaba en su silloncito, sacaba del escote su pañuelo de encaje aplicándolo a la cara y empezaba a llorar.

– Ñiños míos, qué hombre horrible… ¿Cómo ha podido estar casada Carmen con ese hombre horrible?

Para Martín era un espectáculo tragicómico ver el derrumbamiento de Frufrú. Carlos y Anita trataron de consolarla con besos, pero ella, de pronto, señaló a la ventana y hubo que cerrarla dando la luz eléctrica, para verse las caras y para que Frufrú se tranquilizase un poco. Martín entonces le contó a Frufrú que durante la guerra, en casa de sus abuelos, habían escondido muchos huidos, pero que toda la familia lo sabía y no pasaba nada. Eran huidos distintos de éste, pero huidos de todas maneras. Y los pobres no hacían ningún daño. Estaban agradecidos. Y su abuela -dijo Martín-, le había dicho a don Narciso el médico que también estaba dispuesta a esconder al hijo de don Narciso si el hijo de don Narciso aparecía y le buscaban. Y el hijo de don Narciso era un huido parecido al marido de Carmen.

A pesar de toda la perorata de Martín que Frufrú escuchó mordiendo su pañuelito, Frufrú gritó cuando Carlos se acercó a la cómoda creyendo que la vieja estaba ya suficientemente tranquila como para descorrer el mueble.

Unos minutos más tarde empezó a llamar Carmen a la puerta diciendo que Damián ya no estaba en la casa, sino con su padre en el pabellón de los guardas y que por Dios y por la Virgen le abriera doña Frufrú para hablar con ella. Como nadie contestaba a Carmen, la mujer tomó la costumbre de llamar a la puerta a intervalos regulares, hasta que Anita le gritó que salían en seguida y que les esperase en la cocina.

Frufrú decía que no y que no con la cabeza, pero Anita se acercó a ella, la besó otra vez y le dijo que si Frufrú no tenía hambre ella tenía un hambre horrible y los chicos tenían un hambre horrible también. Frufrú miró las caras de Martín y de Carlos que asentían a todo lo que Anita iba diciendo y suspiró más convencida.

– Además, Frufrú, no pretenderás que nosotros seamos prisioneros ahora y que hagamos pipí en un cubo, como Damián. ¿Verdad que no, guapa?

Frufrú dijo que no y todos comprendieron que aceptaba la apertura de la puerta. Los tres chicos se aplicaron a descorrer la cómoda de nuevo y a veces se tenían que parar de risa. Nunca olvidó Martín ni las caras de espanto que ponía Frufrú en aquel momento, ni las carcajadas de Carlos y de Anita.

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