– Vosotros coméis muy bien. Coméis mucho mejor que en mi casa.
Martín lo dijo pensativo, asombrado de que se pudiese vivir a crédito todo un verano, espléndidamente.
– No comemos muy bien, pescador. Frufrú a veces nos dice que se vuelve loca para darnos de comer. Carmen no quiere venderle todos los pollos de su gallinero y la carne es difícil de encontrar y no se la dan a crédito, y como nosotros nunca tenemos arregladas las cartillas de racionamiento, todo tiene que comprarlo Frufrú de estraperlo. Sólo hay un estraperlista que le fía y es el más caro de todos y con todo esto Frufrú se vuelve loca y a veces da más vueltas por la casa que una gallina. A veces papá manda paquetes de cosas ricas cuando va a Portugal, pero…
Estaba hablando Carlos, pero Anita le tapó la boca y no le dejó seguir.
– Es muy aburrido hablar de eso. Hoy Frufrú está haciendo pan con la harina que le trajeron la semana pasada y nos va a dar unos bollos de pan hechos por ella y miel para la merienda. Te chuparás los dedos, Martín.
A Martín, con estas conversaciones íntimas, con aquella armonía que se había creado entre Anita, Carlos y él, con el entusiasmo de bañarse nuevamente en el solarium los tres juntos, se le olvidaron por completo los remordimientos que había notado después de pegar a don Clemente. Cuando estaba con Anita y Carlos hasta se olvidaba por completo de que don Clemente existía. No había denunciado el médico la paliza de los muchachos, y a Martín le constaba que Eugenio no sabía una palabra del asunto. Sólo existía de nuevo el gran sol, la playa, el faro, las alambradas de la Batería brillando a lo lejos, los caminos entre pedregales velados por la neblina del calor, el día atravesado por lejanos toques de corneta que indicaban las horas. Y entre el calor, los caminos y la playa, ellos tres, Anita, Carlos y Martín, dueños del mundo otra vez, rejuvenecidos durante dos días.
Al tercer día se metieron a la hora del calor en la leonera de Carlos para poner discos y bailar. Aquel verano Martín había aprendido a bailar tan bien como Carlos. Cuando Anita empezó a enseñarle, Martín se había sentido un poco ridículo. Pero ni Anita ni Carlos notaron su desconcierto y aquella sensación pasó. Ahora a Martín le gustaba bailar tanto como a ellos. Fue en el momento de entrar en aquel cuarto y cuando Anita estaba diciendo:
– Es una lata. Aunque hace calor ya no hace ese calor de verdad, ese calor que a uno le achicharra y le gusta tanto en julio y en agosto…
Estaba diciendo esto cuando oyeron sobre sus cabezas el estrépito de un mueble que cae con un golpe sordo y clarísimo. Carlos puso la mano en el hombro de su hermana y señaló hacia el techo. Martín también quedó quieto, escuchando, aunque no se oyó nada más.
Anita frunció el ceño.
– No hay duda de que ha sido arriba. Y como sólo hay una habitación en el otro piso que es la de la torre, tiene que haber alguien allí. Las ratas no pueden producir un ruido así.
– ¿Lo ves, Ana? Estos ruidos son los que me han inquietado a mí. Nunca he oído uno tan fuerte como ése, pero estaba seguro.
– ¿Tú oías esos ruidos y Martín lo sabía y no habéis averiguado la causa aún? ¡Es extraordinario!… Ahora mismo vamos a saber qué pasa ahí arriba. Ya sé que no hay llave, no pongas esa cara, Carlos. Pero si no hay otro remedio subiremos por el tejado hasta la ventana, Martín y yo. Tú no, Carlos. No quiero que te rompas otro brazo o que te lastimes.
Después de indicar sus propósitos, Anita empezó a inventar su plan. Lo primero de todo, dijo ella, intentarían abrir la puerta de la torre, si encontraban en la casa un hacha para romperla, pero si no, había que pensar desde luego, en la ventana. Anita dijo que era mejor asomarse por la ventana de la fachada delantera y no por aquella de detrás que tenía rota una reja. La primera era más accesible porque al borde del tejadillo, bajo ella, existía un canalón para el agua, donde podían apoyarse los pies parando una caída. Si se hacían bien las cosas, naturalmente, todo sería fácil.
Fue muy divertido dedicarse luego a buscar el hacha o una barra de hierro -como decía Anita- por toda la casa. Pero no encontraron nada de esto. Carlos dijo que quería él subir al tejado de todas maneras o bien que subiera Martín únicamente, o si Anita se empeñaba en acompañarle que fuera Martín quien se arriesgase a mirar por la ventana. Anita dijo que ella había tomado el mando del asunto, que Carlos se quedaría vigilando la ventana trasera por si intentaba alguien salir por allí, pero que vigilaría desde la finca y que Martín la acompañaría al tejado, pero que sólo confiaba en sí misma para mirar por la ventana.
– Además -agregó-, si Martín me da la mano desde lo alto de la vertiente del tejado y nos caemos los dos, Martín correrá más peligro ya que caerá de cabeza y yo de pie.
Este último argumento convenció a Carlos, y después de este prólogo emprendieron la aventura. De la subida al tejado Martín no recordó luego más que confusas imágenes de Anita y de sus propias manos mientras gateaba otra vez por el estrecho valle entre los dos tejadillos, como el día en que se había caído Carlos. Luego la imagen de Anita sentada a caballo sobre la cima del tejadillo delantero cuando llegó junto a la pared de la torre. Y también aquella sensación de miedo que Martín sintió en la figura erguida de Anita. Un miedo que Martín recogió como un aparato receptor recoge una onda, aunque sabía perfectamente que Anita no iba a confesar aquel miedo y que incluso se hubiese muerto antes de decirlo.
Anita tardaba tanto en decidirse a bajar por el tejadillo de delante de la ventana que la vieron desde abajo, no sólo Frufrú, sino Carmen y Martín oyó los gritos de las mujeres. Anita entonces volvió al refugio de la vertiente entre los dos tejados agazapándose junto a Martín y empezó a reírse un poco temblorosa.
– Carmen tiene una llave de la torre. Me la ha enseñado con grandes aspavientos señalándome la ventana y corriendo hacía dentro de la casa. ¿Tú crees que la tenía antes o que la ha encontrado hoy?
– Estoy oyendo gritar a Carlos.
Se asomaron Martín y Anita al tejadillo de la parte posterior en la misma postura en que Martín había visto cómo Carlos cogía aquella reja que se partió, y cómo resbaló tejado abajo a principios de verano. Ahora parecía pequeño allá abajo saltando, señalando la ventana y haciendo bocina con las manos para gritar algo en lo que Anita y Martín entendieron la palabra hombre.
Anita dijo que tenía que bajar y subir a la torre por las escaleras, que allí pasaba algo interesante. Martín tuvo la idea de pensar que podía ser que si la llave había aparecido, fuera Paco el guarda el que estuviese haciendo limpieza por fin en aquella habitación. Pero Anita no le hacía caso. Iba gateando delante del chico en la retirada y fue ella la primera en agarrar la peligrosa rama del pino y subir al árbol. Martín la siguió felizmente y unos minutos más tarde, arañados y sucios, se encontraron abajo. Carlos ya no estaba en su puesto de guardia. Anita echó a correr y Martín la siguió al fresco interior de la casa hasta la escalera. Desde el primer peldaño oyeron la voz de Frufrú, algo temblorosa pero llena de autoridad. Y los dos se detuvieron a escucharla un segundo.
– ¡Navaja, no!… ¡Que se vaya ese hombre horrible!… No importa que sea su difunto esposo, Carmen. No creo en los fantasmas.
Anita y Martín se miraron y empezaban a subir de nuevo cuando salió Carlos excitado asomándose por la barandilla y gritó:
– ¡Tenía yo razón! Subid en seguida. A ver si me haces caso otra vez, Ana.
Y con la misma rapidez con que había salido desapareció dentro de la habitación de la torre, casi al mismo tiempo que ellos llegaban.
La puerta estaba abierta de par en par y en el interior entre los muebles antiguos de Mr. Pyne, Carmen, toda llorosa, con una enorme navaja en la mano en actitud de tendérsela a Frufrú. Y Frufrú cerca de Carlos y de la puerta, con una mano delante de Carlos protegiéndole y cerca de la ventana de la parte trasera -abierta de par en par, sin más protección que aquellas rejas con la mella de la que había roto Carlos- estaba un hombrecito pequeño con cejas espesas y expresión de estupidez y de desconfianza. Un hombre que no hacía más que mirar hacia aquella navaja que Carmen enseñaba a Frufrú, pero que al asomar Anita por la puerta, seguida de Martín, se volvió hacia ellos abriendo la boca y pasándose la lengua por los labios.