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Los dos amigos estaban hablando y jugando con el perro cuando apareció Anita vestida con su traje estampado de gran escote, al cuello uno de los collares de Frufrú y muy peinada y perfumada pidiéndole a Martín que le prestase a Lobo porque quería salir sola a dar un paseo.

– Vamos todos contigo.

– No, Carlos. A ti no te conviene andar mucho. Tú te quedas con martín pescador y yo me llevo a Lobo.

Tuvieron que dejarla marchar con el perro y Martín detuvo a Carlos que quería seguirla.

– Va a dar un paseo por el campo, no te preocupes. Lleva puestas las alpargatas.

– En la bolsa que llevaba al brazo iban los zapatos de tacón. No me fío de mi hermana.

– ¿Crees tú también que es amante de Pepe?

– No lo tomes con tanto calor, Martín. Ella tiene derecho a ser amante de quien quiera. Me lo ha dicho muchas veces.

– Ella dice muchas tonterías, Carlos. Tú sabes que siempre está diciendo mentiras y tú no crees que ella vaya ahora al pueblo a reunirse con Pepe. Quiere pasear con el perro y nada más. Nosotros estamos mejor solos.

– Unas veces dice mentiras y otras veces verdades. Y no se puede uno fiar de ella nunca.

La tarde estaba muy hermosa empezando a enrojecerse entre los troncos de los pinos y Martín se sentía contento de estar solo con Carlos. Pero se encogió de hombros, respiró fuertemente y dijo con tono de fastidio:

– Verdaderamente podrías haber tenido tú otra clase de hermana.

Carlos le miró enfadado.

– ¡Qué clase de hermana quieres que tenga! No podría soportar a una hermana distinta de Anita. Si me importa que Anita se vaya es porque me aburro sin ella. Anita no se parece a nadie.

Y en eso tenía razón Carlos -pensó Martín aquella mañana en la playa-. Anita no se parecía a nadie. Lo pensó aquella mañana en que Anita contó la historia de sus padres, sin que Martín hubiese vuelto a preguntar ni a ella ni a Carlos ni a la misma Frufrú, una sola palabra sobre la madre de Anita. Y aquella historia a Martín le hacía ver a la madre de Anita y Carlos -Mari Pepa según Frufrú, Mariana según Anita- vestida como una novicia, convertida en doña Inés. Y le hacía ver a Frufrú como Brígida y al señor Corsi como don Juan. Pero sobre todo lo que Martín pensó aquella mañana era que Anita no se parecía a nadie.

Cuando después de la lucha la tuvo vencida, tirada en la arena, sujeta bajo la presión de sus manos, Anita le miró risueña. Estaba allí, bajo su cuerpo, y Martín siguió pensando que era distinta de todas las mujeres. Anita, tan atractiva al parecer para Pepe y últimamente para don Clemente el médico, a él no le atraía por su cuerpo. No le inspiraba ningún pensamiento turbio mientras luchaba con ella; sólo era capaz de inquietarle algunas veces con sus palabras.

– Bien -aplaudió Anita luego-, pero no luches con tanta lealtad. Conmigo es distinto. Pero si te enfrentas con un verdadero enemigo no luches con lealtad… De todas maneras estás aprendiendo mucho, Martín.

Escucharon el toque de corneta en la Batería y Martín dijo que iba a meterse en el agua un rato más y que ya pasaría a ver a Carlos por la tarde.

– Yo también me bañaré contigo, Martín. ¿Te imaginas al pobre Carlos, que no puede meterse en el mar?

Gracias a que Frufrú le baña con una esponja.

Anita hablaba como siempre, descuidadamente. Y aquello era lo que mortificaba a Martín, este descuido en las palabras de Anita que le sugerían el cuerpo de su amigo desnudo, manejado por las manos de Frufrú como el cuerpo de un bebé. Tampoco Carlos daba importancia a estos asuntos y él mismo le había contado a Martín este baño con esponjas, alabando a Frufrú y su cariño por él. Era terrible que Martín, tan limpio al jugar con Anita o con Carlos en la playa, se sonrojase como un tonto cuando se trataban cuestiones de éstas en que podía imaginar el desnudo completo de una persona.

– ¡Qué estarás pensando, martín pescador, con esa cara de malo y esas orejas coloradas!… A veces tienes cara de pensar en cosas interesantes y todo… ¿Se me ha llenado de arena la espalda? Claro, con la grasa tiene que pegarse la arena. Ahora me daré un baño. Chico, si tú me guardases bien, después me quitaría el bañador para tomar el sol… Tú vigilarías sin mirar, porque eres tan bueno que no mirarías…

– ¡No lo hagas!

– No lo voy a hacer, idiota… lo dije para ver cómo te pones colorado por estas tonterías.

Anita se echó a reír a carcajadas y Martín corrió al mar y se tiró de cabeza al agua. Por una parte, Anita y Carlos le producían una impresión de pureza y de inocencia que no había sentido jamás Martín delante de nadie. A principio de verano, para asombrarles, Martín les había contado algunos chistes de doble intención grosera y sexual que Martín conocía por sus amigos del instituto. Y Carlos y Anita casi no entendieron los chistes. Martín tuvo que explicárselos y a ellos no les hicieron gracia. Casi ni sonrieron. Y sin embargo en otras cosas, como en esta de la desnudez, a los dos les gustaba atormentar a Martín. Sobre todo a Anita le gustaba avergonzarle y reírse de él. Era distinta de todas las mujeres, no cabía duda alguna. No se podía imaginar a Anita interesada como se interesaba la pequeña Mari Tere por una conversación de señoras sobre noviazgos escandalosos o partos complicados. Sin embargo, era capaz de desnudarse por completo en la playa si él la provocaba a hacerlo. De eso estaba seguro. Y sólo de pensarlo tenía que hundir la cabeza debajo del agua para refrescarse, aunque Anita no le atraía. Pero la vergüenza que él sentía era algo aparte de cualquier atracción, y le parecía una vergüenza mala, sin motivo.

Anita apareció a su lado en el mar escupiéndole un chorro de agua en la cara y riéndose, como si adivinara sus pensamientos.

Aquella mañana no la olvidó Martín fácilmente. Hubiera sido como otra cualquiera del verano, se hubiera hundido entre la calina y el brillo de todos los días… Pero al llegar Martin a su casa se dio cuenta antes de entrar para subir a la azotea de que pasaba algo extraño en el jardín. En la parte de delante, junto a la entrada, estaban su padre, Adela y el asistente, hablando con excitación. Martín se acercó a ellos y vio en el suelo el cuerpo rígido de Lobo. Se acercó más dudando de lo que veía, pero no cabía duda de qué el cachorro estaba muerto y tieso.

Adela, al ver a Martín, le acusó con la mano extendida hacia él.

– Han sido éste y sus amigos, Eugenio. Son esos chicos del demonio los que han envenenado al perro.

Martín se había inclinado hacia el cadáver del animal y tenía tal asombro y desconsuelo en la cara que Eugenio no quiso ni oír a Adela.

– Calla, coño, que el chico está más disgustado que yo. Otra vez ha sido con carne llena de vidrios machacados. Hemos encontrado pedazos de carne junto al muro del inglés. ¿Estás seguro de que esos muchachos de ahí al lado no le tenían ojeriza al perro?

– Anita y Carlos querían a Lobo más que yo. Anita quería que se lo regalara.

– Pues no busques más, Eugenio. Son ellos. Lo han matado por envidia. ¡Para ellos estaba el perrito! El año pasado me rompieron mi frasco de perfume porque no se lo podían llevar; este año envenenan al perro.

– No -dijo Martín temblando-, no.

– Parece como si hubiesen echado la carne por encima del muro del inglés… -dijo el asistente.

– Meta usted al animal en un saco, Cirilo, y esta tarde lo entierra usted bien lejos de la casa. ¿Entendido? Como coja yo al que envenena los perros por aquí le doy un tiro, coño. Este invierno no estaban los chicos de al lado, Adela, y mataron al otro perro. No pueden ser esos chicos.

Martín quedó tan impresionado por la muerte de Lobo que nunca pudo olvidar aquella mañana y siempre unió en su imaginación esta muerte con aquel descubrimiento de la cara de Anita embadurnada de crema contra el sol y de sus bromas de mal gusto acerca de los desnudos. También quedó mezclado en su mente el recuerdo de aquella mañana con un hondo rencor y el juramento que se hizo a sí mismo de descubrir al envenenador de perros, quienquiera que fuese. Estaba seguro de que Anita y Carlos le ayudarían en esta búsqueda.

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