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– ¿Quiere usted decir Frufrú? Ahora vendrá, aunque le tiene miedo a usted; Martín irá a avisarla para que nos prepare una merienda… Siéntese, siéntese aquí a mi lado en el balancín. Carlos, deja sitio a tu médico, el brazo no se te resentirá por sentarte en la silla de enfrente.

– ¿Has tenido fiebre, chico?

Aunque don Clemente se dirigía a Carlos, Martín notó que casi no podía apartar los ojos de Anita. Y Anita fue la que le contestó:

– No, no le pasa nada. Pero quiero que venga a verlo usted de cuando en cuando. No quiero que papá diga luego que no le hemos cuidado.

Don Clemente se afilaba el bigotillo y sonreía a Anita.

– Vendré con mucho gusto, aunque honradamente le aseguro que no hace falta.

– Desde luego, papá le pagará a usted todas las visitas.

– No me avergüence usted, Anita. Lo del dinero fue una broma que gasté al muchacho el otro día. Los médicos no pensamos nunca en nuestros honorarios. En realidad no merece la pena, no se preocupe.

– Usted es un verdadero caballero español… ¿No es cierto Carlos? Don Clemente tiene cara de caballero del Greco. Es usted mucho más interesante que su hijo Pepe, don Clemente. Y qué belleza esas sienes plateadas… ¡Extraordinario!

Martín pensó que Anita se estaba burlando del médico, pero don Clemente seguía la broma complacido y Carlos tenía cara de pocos amigos. Martín, nervioso, no hizo más que pasarse los dedos por la cara durante toda aquella visita de don Clemente, durante la merienda servida por Frufrú y luego cuando Anita acompañó a don Clemente hasta el portón perdiéndose junto a él entre los pinos. Tardó mucho en volver Anita y Carlos le dijo que no quería volver a ver a aquel tipo.

– Carlos, tonto mío. Debes estar bien atendido. Don Clemente volverá el sábado. Me lo ha prometido. Después de todo es un triunfo porque imagínate lo poco que le va a gustar a la bruja de su mujer el interés que nos demuestra. Y no volverá a hacerte daño nunca más.

Martín, tartamudeando un poco, pues no le gustaba hablar de aquellas cosas, explicó que la familia de don Clemente andaba diciendo en el pueblo que Anita había intentado atrapar a Pepe. Y Anita miró burlonamente a Martín.

– Yo no hago caso de habladurías, pequeñajo.

Y otra vez Martín y Carlos se sintieron unidos a espaldas de Anita contra la incomprensible manera de ser de aquella chica.

– Cuando vuelva don Clemente a verme me esconderé, te juro que me esconderé.

Pero Carlos no cumplió su bravata y cuando don Clemente volvió el sábado a la caída de la tarde, Carlos tomó la misma actitud del primer día observando con el ceño fruncido a don Clemente y a su hermana, pero sin rechistar. Y don Clemente se despidió hasta el próximo sábado y ya quedó establecido que todos los sábados iría a merendar con ellos a la finca del inglés. A Carlos le recomendó que hiciese su vida normal, pero desde luego procurando no mover el brazo ni cansarse demasiado. Como era natural, los baños de mar estaban prohibidos a Carlos hasta quedar libre de la escayola.

Martín y Anita se bañaban juntos por las mañanas, pero sin alejarse de la finca del inglés para estar más cerca de Carlos, que se negaba a bajar a la playa al no poderse meter en el mar. Por las tardes paseaban a veces los tres amigos juntos; a veces se quedaban en el pinar de la finca y siempre a la caída de la tarde se reunían a charlar alrededor de Frufrú.

Aquellas reuniones tomaron un interés enorme cuando a Eugenio Soto le regalaron un cachorro de perro lobo y Martín lo llevó, cada tarde, a casa de sus amigos. Cuando Lobo estaba con ellos, los tres chicos se sentían casi tan bien, tan descuidados y tan alegres como el verano anterior. Lobo, según decía Martín, tenía algo especial, una vitalidad que le hacía parecer de la familia Corsi y Anita le pidió a Martín que se lo regalara. Esto fue un problema angustioso para el chico, que no se atrevía ni a proponerle a su padre esta petición de Anita. Pero el caso es que Lobo estaba con ellos todas las tardes y a quien más obedecía y con quien más jugaba era con Anita. Además, se metía por todas partes seguido por los chicos. Entraba en todas las habitaciones de la casa del inglés, olisqueaba los muebles y ladraba a las sábanas de las camas, mordiéndolas algunas veces sin que ni siquiera Frufrú se lo tomase a mal. Una tarde subió las escaleras que llevaban al cuarto de la torre y empezó a olisquear, arañar y ladrar junto a la puerta de aquella habitación. Carmen la guardesa gritó al pie de la escalera como el día en que Carlos se empeñó en llamar a aquella puerta creyendo que se escondía allí Anita. Los tres chicos estaban divertidos, pero Carmen parecía realmente enfadada mandándoles que bajasen de allí. Anita bajó deslizándose por la barandilla de la escalera.

– Carmen, encargue usted una llave de ese cuarto. Lobo estaba muy nervioso. Tiene que haber ratas allí dentro.

– Señorita Anita, no me dé bromas con eso. Míster Pyne no quiere que nadie entre en ese cuarto.

– Pero si ya sabemos lo que hay dentro, Carmen, unas porcelanas y unos muebles antiguos Si hay ratas lo estropearán todo.

Mientras tanto Lobo había vuelto a subir la escalera seguido de Carlos y de Martín y seguía arañando y ladrando junto a la puerta.

Carmen se puso tan trágica subiendo ella también la escalera y dando gritos, que hasta Frufrú acudió y mandó a los chicos que salieran de la casa con el perro.

Unos días más tarde Martín encontró solo a Carlos a la hora de la siesta. Y fue en el pinar, rodeados por el calor y el canto de las chicharras, sentados en tierra los dos amigos, cuando Carlos le dijo a Martín que sería conveniente llevar de nuevo a Lobo a la puerta de la torre.

– Mira, Martín, desde hace tres días duermo otra vez en mi leonera y he vuelto a oír pasos y ruidos de muebles arriba.

– ¿Lo sabe Anita?

Carlos puso su mano sana en la pierna de Martín.

– No se lo he dicho a nadie más que a ti.

Martín llamó a Lobo con un silbido y los dos chicos, sin decirse nada más, condujeron al perro al interior de la casa y le hicieron subir la escalera. Lobo olisqueó todo según su costumbre, pero sin el mismo interés que el primer día. Movió la cola, sonrió a Carlos y a Martín con su lengua fuera de la boca y se volvió para jugar con ellos. Pero no arañó la puerta ni ladró como la vez anterior. Y de nuevo Carmen al pie de la escalera con sus ojos desorbitados.

– Señoritos, por lo que más quieran, no anden ahí arriba con el perro.

– Bueno, Carmen, ¿qué te pasa a ti con la torre esa?

– No me pasa nada, señorito Carlos, pero es una habitación de mala suerte. Recuerde lo que le ocurrió cuando intentó entrar en ella… Y quíteme a ese perro de delante, quitelo de mis faldas.

– No le hace nada, mujer. Sólo la huele a usted.

Cuando Carlos, Lobo y Martín salieron al pinar, Martín se iba riendo de la mujer, pero Carlos estaba serio y se volvió a explicar a Martín que creía volverse loco con aquellos ruidos nocturnos.

– Cuando dormías en la habitación de Frufrú, ¿no oías nada?

– No, allí no oía nada. Por eso no quiero decírselo a nadie más que a ti. Frufrú y Anita creerían que lo que quiero es dormir con Frufrú otra vez. Y no quiero por nada del mundo dormir con Frufrú. Cuando dormía allí no podía darme una vuelta sin encontrar la cara de Frufrú encima de la mía y a veces me daba hasta un susto con todos esos papelillos para rizar el pelo que se pone de noche y que le hacen tan rara. Además tiene la manía de dormir con una lamparilla de aceite encendida y aunque pone mosquitero en la ventana entran insectos o se enredan en la tarlatana y le ponen a uno nervioso. Yo no quiero dormir en el cuarto de Frufrú, pero tienes que creerme que desde que estoy en la leonera oigo ruidos extraños en la habitación de la torre.

Carlos estaba flaco y ojeroso y Martín sintió una enorme ternura al mirarlo. Pensó que seguramente eran pesadillas de Carlos aquellos ruidos que oía por las noches. Pero no se lo dijo. Estimaba demasiado sus confidencias para hacerle creer que ponía en duda lo que le contaba. Sólo le hizo notar que Lobo aquella tarde no había dado grandes muestras de interés delante de la puerta cerrada y que en aquel momento, en cambio, en pleno pinar no hacía más que olisquear la tierra, arañar y ladrar como si esperase que saliese un duende debajo de la pinocha.

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