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Entró Arktofilax, y Madame Conti anunció que se había dispuesto una cena con un pequeño espectáculo en la sala central, y todos fueron hacia allá; las mesas estaban espléndidamente preparadas, con la palestra en el centro y unas cuarenta personas, que recibieron a Ígur y al Magisterpraedi con aplausos. Entre los invitados, Ismena y Rilunda, y Mongrius al frente. Se sentaron, Ígur entre Sadó y Madame Conti, que tenía a Arktofilax al otro lado, y Fei y Boris junto a él; Ismena y Mongrius cerraban el círculo, el Caballero al lado de Sadó. Ígur no se quitaba de la cabeza la conversación, y la razón le decía que todo estaba muy claro, pero un furor morboso le exigía una confirmación que no sabía cómo pedir sin que Sadó se molestase o, aún peor, que se riese. Y lo peor llegaría luego: si ella se ratificaba y lo ampliaba con detalles, el desastre del ánimo sería imparable, y si lo negaba, para que la pasión no muriera en la desilusión, se desviaría hacia la desconfianza.

– Ein Mädchen oder Weibchen wünscht Ígur Neblí sich -dijo Fei riendo.

Ígur miró sin recelo la magnificencia de la mujer vestida de negro brillante. Las palabras de Cuimógino eran una cuenta pendiente. ¿Qué podía hacer, advertirla? Buscó en su interior las razones que lo guiaban a no hacerlo. ¿Cobardía? ¿Indiferencia? ¿Miedo a las responsabilidades sentimentales? Llenaron la mesa de espléndidas bandejas de viandas. Ígur miró de nuevo a Sadó; ¿era ella, en verdad, el motivo de su retraimiento?

– Los placeres más intensos del mundo -decía enfático el Barón- son los relacionados con la naturaleza y los viajes, y tienen en cada cual la encarnación que la infancia ha sembrado: caza, montaña, navegación, astronomía, fotografía, etcétera; a continuación están los placeres intelectuales, que los animales más evolucionados sustituyen con la contemplación de los deportes o espectáculos diversos; y, en el último escalafón, los Juegos del Cuantificador. Y, finalmente, se encuentran las rosas más espinosas, que cualquier hombre inteligente debe gobernar, si el animal no le permite eliminarlas: los vicios, entre los que las mujeres ocupan un lugar destacado por la riqueza, variación y malignidad de las molestias y pérdidas de tiempo que proporcionan, tanto en el terreno higiénico como en el social.

Las palabras del Barón hicieron mucha gracia a todos, pero a Ígur le hirieron sin que se parase a pensar por qué.

– Barón -dijo-, por la forma en que habláis parece que de mujeres no sabéis demasiado.

Hubo una carcajada general, con la única excepción de un abstraído Arktofilax.

– Amigo mío -dijo Boris-, las mujeres son animaluchos de mente corta pero complicada, y se trata de facilitarles las cosas para evitar confusiones que tan sólo te harán perder tiempo. -Ígur miró a Fei y a Sadó, y vio que ninguna de las dos parecía dispuesta a contradecir-. Son capaces de estar a tu lado por la razón más insólita, pero necesitan conocerla, o creer que la conocen, y tenerla bien situada dentro de sus intenciones y pensamientos monocordes. Las vías principales de acceso a las mujeres son la sensual y la racional, y sólo en casos excepcionales pueden combinarse, pero, sobre todo al principio, no es aconsejable hacerlo. -Madame Conti parecía la más divertida de la mesa-. No debe haber duda acerca del terreno de la pasión en el que se produce el asalto. En principio, el sensual es el más recomendable si se quiere una relación corta, es rápido y efectivo, y si se quiere larga y estable, conviene decantarse por el racional, opción poco recomendable si no se tiene una personalidad muy fuerte o, en su defecto, un espíritu de sacrificio y abnegación a prueba de bomba, porque las mujeres tienen la fijación de creerse el centro del mundo, y que el problema más apasionante y el único que vale la pena esforzarse por resolver es su propia confusión mental, lo que las lleva a la más absoluta ignorancia y desprecio de los demás, si no es para hacer una rápida reducción denigradora, con la única excepción de lo que tenga relación directa con su propia persona.

– ¿Creéis que con el egoísmo se puede llegar a tal indigencia mental? -dijo Fei con suavidad.

– Sería egoísmo si fuera inteligente, pero es simple cortedad, simple incapacidad de imaginar otra cosa que lo que pasa dentro de la miserable causalidad de su mente enana.

– Parece ser que hay quien no deja de dedicar mucho tiempo y esfuerzos a desentrañar la miserable causalidad de mentes tan enanas -prosiguió Fei.

– Y ésa es su imbecilidad -dijo Boris-. El mal de las mujeres es que confunden su mezquindad insidiosa, estéril, y feroz con inteligencia, capacidad de penetración psicológica y conocimiento de la vida, y el desinterés y el hastío de los hombres por tan ridícula actitud con ingenuidad y embobamiento.

Arktofilax soltó una carcajada.

– Barón, debéis ser un entusiasta de Afrodita, si es tan cierto como dicen que la misoginia es distintivo de los heterosexuales más furiosos.

– Magisterpraedi, creo que es la única consecuencia inteligente.

– Habláis mucho de inteligencia, Barón -dijo Fei sin perder la sonrisa-. ¿Tan seguro estáis de poder aguantar el tipo ante cualquier mujer?

Boris rió.

– Me da completamente igual. Enamorarse de mujeres inteligentes es signo de virilidad depauperada.

– Curiosa cuestión -dijo Madame Conti-. ¿Y qué me decís de las mujeres que se enamoran de un hombre porque lo encuentran bello?

– Es lo mismo, pero al revés -dijo Boris con inseguridad.

– ¿En qué sentido lo mismo? -insistió Madame-. ¿En qué sentido al revés?

Ismena y Mongrius se levantaron.

– Con vuestro permiso, nos retiramos un momento -dijo él.

Madame Conti asintió con la cabeza.

– Por supuesto -dijo Boris dirigiéndose a Fei-, hablaba genéricamente. Vos estáis por encima de tales consideraciones.

– Por supuesto, Barón -dijo ella sin mirarlo, sonriendo con una tristeza displicente.

– Las palabras genéricas casi nunca tienen aplicación en la realidad presente -dijo Ígur a Sadó-. ¿No crees?

– Y cuando la tienen se esfuma su fuerza genérica -dijo ella.

– Ahí tienes el dominio de la juventud -dijo Arktofilax a Madame Conti.

– Un arte que se pierde, el de la seducción -evocó ella riendo-, saber convertir en atractivo el propio deseo.

– Barón -dijo Fei-, tengo curiosidad por veros cruzando del mundo genérico a la realidad presente.

– Para mí no hay fuerza genérica que valga la pena conservar en ningún embate de la vida -le dijo Ígur a Sadó.

– Con vos me inquieta lo que tiene de fácil y me atenazaría lo que tiene de imposible -le dijo Boris a Fei.

– Es un lujo que puedes permitirte -dijo Sadó.

– No hace falta que nada os inquiete ni os atenace, Barón -dijo Fei-; estáis en el lado bueno de la bola de nieve. -Y rieron.

Sadó tomó a Ígur de la mano, y él se preguntó si no sería tan inconsciente como las generalizaciones del Barón pretendían. Fei los miró con una sonrisa indefinible.

– No nos engañemos, querido -dijo Madame Conti a Arktofilax-. El retorno es la verdadera despedida.

– ¡Tan exagerada como siempre! -dijo él.

– Míralos -señaló ella al resto de la mesa, en voz baja-. ¿No te recuerdan a nosotros?

– Sí, pero no les envidio.

Un aire de detenimiento se extendió en la reunión. Boris, quizá más borracho de lo que les parecía a los demás, le hablaba a Fei al oído; ella se reía con frialdad.

– La bola de nieve no rueda para todos, pero sí para vos, Barón.

– Parece que no te desagrada volverte mental -le dijo Isabel al Magisterpraedi.

– Yo me puedo permitir todos los lujos, por lo menos hoy. Ya veremos mañana -le dijo Ígur a Sadó, y ella se echó a reír.

– Hoy estás en el Atrio, mañana serás el rey. ¿A qué temes?

– Me desagradaría si me desagradase el paso del tiempo -respondió Arktofílax.

– Así pues, señora -dijo Boris-, confío en que vuestro astro también salga para mí de la bola de nieve, y me permitáis ser el pagador en su totalidad.

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