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Los restos de la cena reaparecían al alba sobre la mesa, como ruinas convertidas en rememoraciones lejanas, y la luz diferente trocaba cada cosa en una insólita alternativa de sí misma. La ininterrumpida conversación reinaba ahora en las rosadas delicias posteriores, Ígur se levantó a buscar agua.

– ¿Quieres alguna otra cosa? -preguntó, y Sadó negó con la cabeza.

Tras beber Sadó, bebió él del mismo vaso, y sintió de repente un vacío terrible, próximo a la náusea, que los esplendores recientes no hacían sino aumentar y enfrentarle a ello. Sentado a poca distancia, se esforzó en volver a su favor dentro de sí el triunfo de ese incomparable cuerpo desnudo, tumbada boca abajo, una pierna estirada y la otra doblada por la rodilla y balanceando el pie, reclinada sobre los codos, con los pechos a intermitencias ocultos entre los gestos de los brazos y las manos; ella era tal como Ígur la había imaginado, placentera tanto en el conjunto como en los detalles, en los que se revelaba la maravillosa textura de cachorro que justo ha acabado de crecer, por ejemplo los pies, o las manos, diferentes de las de Fei, que eran más fuertes y ya con los huesos y las venas ligeramente marcadas, aunque en el caso de Fei el efecto lo acentuaban las largas uñas pintadas de rojo; Ígur recorrió con los ojos la espalda y el flanco suavísimo, con algunas costillas tenuamente marcadas y, por efecto de la postura, la cintura se le veía aún más turbadoramente delgada contra las caderas, iluminadas en media luna, de proporciones insuperables, y acentuando el sutil vértigo que en el amante impaciente despierta la idea de la desnudez recién descubierta. El reposo entre gestos y comentarios menores no lo aligeraba de las sorpresas pasadas, sino que aún aceleraba más su imperiosa necesidad de conciliarias con todo lo que tan erróneamente había supuesto.

– ¿Por qué no vienes a echarte aquí? -dijo ella, bajito y con una voz más grave de la habitual.

Ígur se arrodilló delante de ella. Le había sorprendido deliciosamente encontrarse a una feladora tan desinhibida, meticulosa y apasionada, una amante tan eficaz y tan pródiga del más expeditivo repertorio de variedades y movimientos. Se miraron con ojos remolones y se entrelazaron de nuevo, alternando posturas para mejor sentir la tensión y la actividad de cada músculo del cuerpo contra otros de absoluto abandono; porque una vez resuelta la urgencia que, enemiga del erotismo, limita a los amantes al sexo, al deseo ya no lo anima más vértigo que la libertad de la autocontemplación, e Ígur se abandonó con todas las morbideces de la calma al deambular de las sensaciones: cómo el rictus de la sensualidad, que tantas veces se parece tanto al de la náusea, instala tantas suposiciones extrañas, cómo la respiración gimiente de Sadó, que más de una vez aquella noche se había resuelto en chillidos, se acompasaba tan perfectamente a la entrada y salida del sexo que parecía mantener con ello una relación directa de causa y efecto, como si la gobernase un mecanismo hidráulico o neumático completamente ajeno a cualquier intervención inteligente, dominio pleno del animal imperturbablemente metódico y arrebatador. Le pareció oír ruido en el piso de abajo, y eso aún aumentó más el sentimiento. Después de correrse, y una vez recuperadas las respiraciones, Ígur fue a por más agua, y de repente, con la súbita claridad mental que emerge de las turbulencias del insomnio, le vino a la memoria la orden de la Equemitía.

– Tengo que usar el Cuantificador -dijo.

– Aquí mismo tienes una terminal -dijo ella-. ¿O prefieres ir abajo?

– No, en absoluto.

Puso en marcha el aparato, introdujo la cásete que Ifact le había dado y el sello, sin el cual el mensaje no le sería entregado, y esperó respuesta. Mientras tanto bebió, le llevó más agua a Sadó y se sentó a su lado. Sonrieron en silencio. Se oía el suave zumbido de la máquina.

– Quizá la terminal emisora todavía duerma -dijo ella, y rieron.

Los hirió el primer rayo de sol. Era un día clarísimo, agresivamente claro. Se miraban a los ojos, y la máquina emitió un silbido intermitente.

– Es extraño -dijo Ígur, y se levantó; ella lo siguió con la mirada sin moverse.

La pantalla del Cuantificador contenía un único mensaje:

«Sólo en presencia del Caballero de Capilla Ígur Neblí. Confirmar.»

Ígur miró a Sadó de reojo, y empezó a preocuparse. Apretó el botón de confirmación con el código personal correspondiente. La pantalla cambió de inmediato:

«No habrá emisión en papel. La Orden de la Equemitía de Recursos Primordiales aparecerá una sola vez en pantalla y por espacio de diez segundos. Confirmar.»

A Ígur se le aceleró el pulso, y miró a Sadó de nuevo; ella se volvió y se retiró el pelo con una mano, manteniéndolo apartado de la cara, y le hizo un guiño riéndose. Ígur se sorprendió a sí mismo temblando; el estilo de la comunicación indicaba gravedad, o por lo menos circunstancias extrañas. Apartó los ojos de Sadó, y volvió a la pantalla. No sabía de qué forma, pero estaba seguro de que nada a partir de entonces iba a ser igual. La palabra 'Confirmar' inició una rápida intermitencia, Ígur apretó el botón. La pantalla cambió de nuevo.

«Orden para el Caballero de Capilla Ígur Neblí de terminar de inmediato a Kim Debrel y Guipria Comisca.»

El mensaje desapareció efectivamente a los diez segundos, e Ígur, petrificado, continuaba mirando la pantalla vacía.

IX

Ígur se tumbó de nuevo junto a Sadó, profundamente trastornado por el mensaje, procurando que ella no lo notara. Le pareció que de todas formas ya se lo había notado, porque no preguntó nada; en cualquier caso, a él le daba igual. Fingió estar cansado, y disfrutó la tranquilidad a partir del momento en que ella se durmió plácidamente con una mano sobre el sexo y la otra abrazándolo. Ígur oyó más movimiento en el piso de abajo; le pareció que alguien se iba, y continuó inmóvil para no despertar a Sadó. Imposible dormirse, toda su furia estaba dedicada al mensaje de la Equemitía, y cuanto más lo pensaba menos lo comprendía, más abominable le parecía el aspecto que el paso de las horas confería a las cosas. Intentó inútilmente ayudarse contemplando el sueño de su bellísima compañera, pero las tan dulcemente inertes perfecciones conquistadas aún le vaciaban más fuerza de razonamiento.

El sol ya daba en todas partes cuando se oyeron pasos, y Guipria subió al salón. Sadó no se despertó, Ígur tampoco se movió. Guipria se les acercó con una sonrisa bondadosa y quizá burlona que le conmovió.

– Buenos días -dijo muy bajito, pero Sadó se despertó y se incorporó; Ígur se levantó y se vistió, incapaz de mirar a nadie a los ojos; Sadó se arregló el pelo y se levantó.

– Kim y Silamo… -empezó Ígur.

– Han salido -dijo Guipria.

Sadó se puso los pantalones con parsimonia, y se quedó frente a Guipria, que parecía más intrigada que sorprendida por la situación; ¿o tal vez, pensó Ígur, no fuera la situación de los amantes lo que la intrigaba?; ¿qué, entonces? Le sorprendió la falta de prisa de Sadó por vestirse, cómo Guipria la miraba sin disimulo de pies a cabeza, con especial detenimiento en los lugares que el hábito del vestir oculta a los ojos, y a los que el requerimiento sexual dedica especial atención. La joven hermana, que en ese momento iba a calzarse, se detuvo y se irguió con un toque de ostentación casi desafiante, la cabeza alta y una firmeza en la mirada que le hirió sin saber por qué, y Guipria se apartó con placidez.

– Tengo que irme -dijo Ígur.

– ¿No quieres desayunar? -dijo Guipria, y Sadó acabó de vestirse.

– Gracias, pero ya es muy tarde.

En ese momento, una señal del sello le sobresaltó; igual querían saber si la orden había sido ejecutada.

– El Cuantificador está aquí -dijo Guipria, y Sadó la interrumpió.

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