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– La vida ha acabado el determinio -dijo el Juez con voz opaca-; que el vencedor disponga de su prerrogativa.

La cara del Agon Malduin se crispó; abrió la boca, tomó aire para hablar, adelantó la mano derecha, pero no dijo nada; y su actitud resultó más determinante que si hubiera pronunciado un discurso. Ígur se sobresaltó como si fuera él el amenazado y no al revés. Había que decidirse, y rápido; si consentía en conceder la vida al hombre que tenía a sus pies, tendría en él para siempre una bomba de relojería a su lado, y si no consentía se pondría en contra del Agon de los Meditadores, que de todas formas tampoco le perdonaría nunca aquella humillación pública, y lo que era seguro era que el gesto engrandecería su figura, pero no a los ojos de ninguno de los presentes. Lo peor de matar a Lamborga sería la reacción en la Equemitía: ¿Lo recibirían como a un héroe? ¿Lo defenestrarían por haber interferido en intereses que desconocía? Más valía no intentarlo. Se hizo esperar para que quedara claro quién era el centro de atención, y cuál el valor de su respuesta. Se serenó, miró al Juez, una cara sin expresión; miró a Malduin, un apoplético latente en quien más valía no pensar en el futuro; el Secretario de la Capilla, sorprendido pero con más curiosidad que preocupación, y claramente más interesado en la situación en concreto que en el desenlace; el Secretario Ifact, reprimiendo una sonrisa de admiración, los Caballeros de Capilla, una banda de asesinos de ojos purísimos, y Mongrius, la respiración contenida en ruego. Miró finalmente a Lamborga, y retiró la espada.

– Que este buen Caballero viva de acuerdo a su determinio -dijo, y se quitó la máscara.

– Un momento -gritó el Agon de los Meditadores, y el Secretario de la Capilla lo miró airadamente; consciente de la transgresión, el dignatario dulcificó el tono-; el Caballero Lamborga nos es muy querido, y nos es imprescindible para la congregación; me permito solicitar al noble Caballero de Capilla Ígur Neblí que le otorgue la dispensa sin la cual nunca más podría optar al Acceso.

El Secretario de la Capilla parecía echar fuego por los ojos; el Agon lo miró y bajó la vista. Mongrius, aliviado, dirigió a Ígur una sonrisa de aquiescencia; el vencedor se sentía halagado, pero no sabía qué hacer. Miró al Secretario Ifact, que le dirigió una sonrisa burlona con las cejas levantadas, gesto que Ígur interpretó como una invitación a la concesión más amablemente sugerida que inexorablemente forzada, y sin consecuencias negativas si declinaba.

– Concedido -dijo, y tras una pausa rubricadora autocomplaciente bajó de la plataforma al tiempo que subían dos empleados a ocuparse de Lamborga, y uno más a limpiar la sangre del parquet.

La concurrencia parecía conmovida, y, disipada la tensión adicional de los últimos momentos, los dignatarios bajaron del estrado; el Agon se fue precipitadamente con su escolta, Ifact se quedó en segundo término, y el Secretario de la Capilla se dirigió al vencedor, flanqueado por el Juez.

– Bienvenido a la Capilla del Emperador -le dijo con una sonrisa más afectuosa que solemne; a Ígur le sorprendieron la precipitación y la falta de protocolo; entre tanto se llevaban al herido. Los asistentes se acercaron, y Mongrius se perdió de vista.

– Es el mayor honor de mi vida -dijo Ígur, aturdido.

III

Los Caballeros se aproximaron a Ígur, sin duda, pensó, movidos por la curiosidad; por primera vez se atrevió a mirarlos fijamente. Uno de ellos, vestido de negro de pies a cabeza, parecía ejercer cierta preeminencia. Los demás le abrieron paso.

– En ausencia del Apótropo de la Capilla -anunció el Secretario-, el Decano Maraís Vega os conferirá mañana los atributos que acabáis de ganar.

Ígur miró con temor y complacencia al hombre enlutado, de apenas cincuenta años, de pelo muy corto y entrecano, que se le acercaba. Así pues aquél era el legendario flagelo de los Perseguidores y los Fonóctonos, el Guardián del Resplandor Imperial, uno de los tres que jamás había sido vencido en Combate de entre los aún vivos.

– Bienvenido a la Capilla en nombre de todos los Fidai -le dijo, y sus ojos bondadosos y transparentes le helaron inexplicablemente-, y que tu servicio se mantenga siempre tan eficaz como hoy lo ha sido sobre tu deseo.

Lo abrazó, Ígur sintió que se le aflojaban las piernas. El Caballero se hizo a un lado, y los demás felicitaron a Ígur con un breve abrazo, en un orden que no parecía casual. El nuevo Caballero de Capilla intentó retener las facciones, la mayoría de rasgos raciales diferenciados, con una cierta predominancia de los arios de Eyrenod y de los semíticos de la Oybiria Inferior. La mayor parte aparentaban entre treinta y cuarenta años, y había unos tres o cuatro algo más jóvenes; pero ninguno tanto como Ígur.

– Excepto tres que están fuera de Gorhgró -le hizo saber Vega, que había permanecido a su lado-, todos los Fidai en activo han querido estar presentes en tu Combate.

Ígur se volvió a contemplar al mito viviente, conmovido por la encantadora familiaridad que le dispensaba, y también por el sonido de aquella palabra mágica, Fidai, el nombre utilizado por los Caballeros de Capilla para referirse a sí mismos, y que nadie más, ni tan siquiera el Apótropo tiene derecho a utilizar, salvo el propio Emperador. Se le ocurrió que acababa de adquirir ese derecho, y se extrañó de que el tiempo hubiera pasado tan deprisa. Y ahora era su momento… La obsesión de saborear el triunfo a menudo lo priva, porque el triunfo conlleva un desconcierto y una confusión inexplicables. Ígur buscó a Mongrius con la mirada, y lo vio solo, cerca de la salida.

– Estáis convocados mañana a las siete de la tarde en la Capilla del Emperador -anunció el Secretario, y los asistentes iniciaron un movimiento hacia la salida.

– Imagino -dijo Vega plácidamente- que querrás estar con tus amigos -con un gesto le impidió cualquier excusa-; tendremos más horas de las que imaginas para charlar. -Y se retiró.

Ígur y Mongrius se dirigieron juntos a la salida del edificio, y en la puerta les esperaba el Secretario Ifact con un transporte. De allí fueron en silencio hasta la Equemitía. Ígur no acababa de saber qué comportamiento se esperaba de él, y de reojo miraba a sus taciturnos compañeros de viaje. Ifact parecía absorto en pensamientos inaplazables, y Mongrius le dedicaba una discreta sonrisa cada vez que se notaba observado. Al final del camino relajó los nervios y pudo sentir el dolor de las heridas de garfio en su espalda.

Una vez en su despacho, el Secretario se dirigió a Ígur Neblí.

– Puedo anticiparte la complacencia del poder de esta Equemitía por tu victoria -sonrió-; no contábamos con un Caballero de Capilla en este momento. Esta misma noche informaré al Equemitor, que seguramente querrá conocerte; convendría que estuvieras dispuesto. -Dejó una pausa para el asentimiento de Ígur-. El primer día te dije que quedabas exento del servicio regular, y disponible para misiones especiales; huelga decir que, si bien sustancialmente eso no va a variar, la naturaleza y las dimensiones de la contingencia no son las mismas. Para empezar, tu sueldo ha de adecuarse a tu nueva categoría; se te asignan sesenta mil créditos al año, si estás de acuerdo. -Ígur asintió antes de que Ifact acabase la frase, pensando que seguro que podría conseguir más si quisiera, y de inmediato se sintió como un imbécil, porque el conformismo se podía asimilar a la falta de ambición o de autoestima, a la cobardía o, si la cantidad estaba por debajo de lo exigible, a un imperdonable desconocimiento de los baremos de la Administración; el Secretario prosiguió-: Por otra parte, a ninguno de los dos se os debe escapar que las relaciones entre vosotros se han visto alteradas en el aspecto jerárquico; aun así, si me permitís una opinión, creo que, atendiendo a la circunstancia de la falta de experiencia del Caballero Neblí en las cuestiones de Estado, sería interesante encontrar una fórmula transitoria para que el Caballero Mongrius te guiara por donde a ti…

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