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Ankmar, a poco más de media hora de vuelo de Gorhgró, era en tiempos de Ígur Neblí una turbulenta población portuaria, con la fachada de mar triturada por la infraestructura de transportes y abastecimientos y la industria pesada, toda ella gris y atronadora, y las calles manchadas a perpetuidad por petroleosas acuosidades que parecían emerger de una profundidad inevitable y maligna.

Ígur llegó a mediodía, con un calor asfixiante que contrastaba violentamente con el aire aún fresco de Gorhgró, y sin perder tiempo se ocupó de localizar al tal Beremolkas, lo que no le resultó difícil, porque la dirección estaba en el índice del Cuantificador. Llegó a las cuatro de la tarde, y encontró la casa rodeada por la Guardia de la Mayoría de la ciudad.

– No se puede pasar -le dijo un Suboficial; Ígur le mostró el sello, y cuando el otro se cuadró le ordenó que fuera a buscar al oficial en jefe; un minuto más tarde tenía delante a un hombre de unos treinta años y aspecto preocupado.

– ¿Caballero Neblí? -se presentó-. Teniente Leonid. ¿En qué puedo serviros?

– Vengo a ver a una persona de este edificio.

– Por supuesto me tenéis a vuestra disposición. Pero, lo lamento, ha habido un homicidio y tengo que acompañaros. ¿Puedo saber a quién venís a ver?

El Teniente se comportaba con amabilidad, e Ígur prefirió no discutir.

– Al señor Beremolkas.

Leonid lo miró con atención.

– Tened la bondad de seguirme.

Lo llevó por un pasillo lleno de Guardias y gente de prensa hasta una habitación interior. Allí, colgado del techo por el cuello, pendía un hombre desnudo con la mitad derecha del cuerpo perfectamente desollada, cráneo y sexo incluidos, y un charco de sangre y excrementos aún fresco en el suelo. Ígur levantó la vista hasta lo que quedaba de las facciones, impresionado por el insoportable hedor y el bochorno y el enrarecimiento del aire.

– ¿Beremolkas? -preguntó; el oficial asintió.

– Hace dos horas que ha muerto. Las manchas de semen en la pared -se las señaló-, que el laboratorio me acaba de confirmar como suyas, y la altura, que corresponde perfectamente a la trayectoria parabólica, indican que lo desollaron nada más colgarlo, cuando aún tenía convulsiones, observad las manchas de sangre en el techo y las paredes. Es un ritual de los traficantes de la Séptima Demeterina de La Muta.

Ígur procuró que la sonrisa naciente no le aflorase a los labios. No tenía duda de que era cosa de Meneci.

– ¿Tenéis algún indicio?

Había moscas en abundancia. Ígur se puso de espaldas al ahorcado.

– Lo único mínimamente significativo que nos han dicho los vecinos es que la última visita que ha recibido ha sido la de un viejo jorobado que ha salido a una hora muy aproximada a la del homicidio.

He aquí cómo se ha disfrazado la Expedición Simbri, pensó Ígur.

– Debía ser la primera vez que lo veían, me imagino.

El Oficial lo miró con atención; le propuso salir, e Ígur aceptó inmediatamente.

– Caballero Neblí -dijo, ya al aire libre y alejados de los demás-, las razones de vuestra presencia aquí no son de mi incumbencia, pero tengo la obligación de preguntaros el motivo de vuestra visita a la víctima. Espero que lo comprenderéis.

– Os comprendo perfectamente, y lamento no poder comprenderos ni una palabra más. Las competencias son las competencias.

– Si al menos me pudieseis proporcionar algún indicio. De alguna forma debéis situar lo que ha pasado.

Para Ígur, el problema era saber si el hecho de asesinar a Beremolkas siguiendo el ritual de un sector de La Muta obedecía al simple deseo de hacer recaer las sospechas en otro para, por lo menos, quitarse de encima a la Guardia de la Mayoría, o bien si, verdaderamente y al margen del asunto del Laberinto, o incluso formando parte de él, había alguna cuestión con La Muta y las Demeterinas. Como última posibilidad pensó que acaso el hecho no guardara relación con la Expedición Simbri, lo que tampoco era inaudito, pero añadía el problema de convertir al azar en protagonista de la función. Aun así, la solución le gustó.

– Teniente, éste es un asunto entre la Agonía de los Meditadores y la facción financiero-militar de La Muta. Ese hombre era un enlace que jugaba a tres bandas con otra institución cuyo nombre no estoy autorizado a revelaros. -El otro lo miraba con toda la desconfianza del mundo-. Ahora, a cambio, quisiera que me informaseis acerca de sus actividades públicas.

– Poca cosa. Jefe del Departamento Comercial del Monopolio de Transportes con las Jéiales.

– ¿No dependen del Príncipe Simbri?

– Efectivamente, Caballero.

Ígur maldijo el retraso de las gestiones. Meneci le llevaba ventaja, y tal y como Debrel había dicho, no tenía escrúpulos a la hora de jugar sucio; Ígur sabía que después de arrancarle a Beremolkas la información deseada, lo había matado para que la competencia no la obtuviese, y sonrió pensando si Leonid acabaría por descubrirlo. Le agradeció las atenciones y, como a partir de las cinco cerraban las oficinas, buscó un hotel, finalmente un mal menor porque en Ankmar hasta el mejor barrio estaba negro de humo y apestaba a basuras y a verdura podrida, cenó y se fue a dormir.

Al día siguiente, Ígur recordó que tan sólo le quedaban veinticinco días para el límite de la Entrada al Laberinto, y se fue a la Delegación General de Transportes de las Jéiales. El escudo del Príncipe Simbri le advertía desde el frontispicio del espléndido palacio que ocupaba. En el interior topó con toda clase de impedimentos burocráticos, desde empleados reunidos hasta empleados ausentes, documentos no disponibles y terminales fuera de servicio. Pronto se dio cuenta de la ingenuidad que había cometido al imaginar que en una empresa dependiente de la expedición rival le facilitarían las cosas. Acabó estrellado en la mirada hostil de una Secretaria de enormes gafas; no había duda de que allí todos sabían quién era el Caballero Neblí, y de las instrucciones que habían recibido. Inició la retirada y, en mitad del vestíbulo de salida, un hombrecillo cargado con un gran bulto se le echó encima. Ígur se quedó quieto esperando una excusa.

– En diez minutos en la terraza del paseo -dijo el otro en voz baja, y desapareció muy atropellado.

Ígur salió y, a unos cien metros bajando el paseo, encontró una terraza protegida por cuatro parras raquíticas. Se fue hacia allí pensando en si había sufrido una alucinación auditiva. Esperó más de media hora, totalmente desesperanzado: Debrel invisible, Beremolkas muerto…, tan sólo le quedaba volver a Gorhgró a buscar a Silamo, y averiguar alguna otra conexión para dar con Arktofilax. Ya se iba cuando apareció el hombrecillo.

– Caballero, sólo dispongo de un minuto. Decidme qué necesitáis -dijo, mirando a su alrededor con nerviosismo.

– ¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis?

– Mi nombre no tiene importancia; como vos, trabajo para el Príncipe Bruijma.

– Necesito el extracto completo de este último año del sello de Beremolkas.

El hombre lo miró con incredulidad.

– Os traeré el de los últimos dos meses, y aun así no sé dónde lo esconderé. ¿Qué más?

– Necesito las causas de su muerte.

– Vos las sabéis mejor que yo. Oficialmente es La Muta, pero ¿quién se lo traga? Lo siento, no puedo concretar más.

– Muy bien; os espero dentro de una hora.

– Mañana a las doce de la mañana en vuestra residencia. Dadme la dirección.

– Dónde duermo no tiene importancia -dijo Ígur-; quedemos en otro sitio.

– A las doce en el Faro Groila.

El hombrecillo desapareció, e Ígur, después de una espera prudencial, se levantó y se pasó el resto de la tarde dando vueltas por el puerto. Hacia el atardecer le pareció que lo seguían, y cambió de hotel.

Al día siguiente vagó hasta la hora convenida, tiempo suficiente para controlar urbanísticamente una población de menos de dos millones de habitantes y descubrir dónde era la cita, y llegado el momento fue hacia allí; se trataba de un mirador sobre un promontorio que se alargaba mar adentro en farallón, medianamente concurrido por parejas más o menos fogosas, y del faro no quedaba más que ruinas ajardinadas. Buscó con la mirada al hombrecillo y, aunque el sitio era intemperie pura y se dominaba desde muy lejos, no vio de él ni la más remota señal. Pasaban tres minutos de la hora cuando se le acercó muy sonriente una mujer joven y, después de saludarlo de lejos con la mano, sin darle tiempo a preguntar nada se le echó en brazos.

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