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– Ígur ya lo sabe.

La hermana mayor le clavó una mirada fría, e Ígur operó con el sello en la máquina. Cuando salió el mensaje, Ígur respiró aliviado. Lamborga lo convocaba a la ceremonia de presentación de su acceso a la Capilla; Ígur debía estar presente como Caballero dispensador, y le ofrecían tres fechas para que escogiera; eligió la más próxima, esa misma tarde.

– Nada grave, espero -dijo Guipria.

– Si tienes que irte, no te queremos entretener -dijo Sadó: Ígur intentó decir adiós expeditivamente, pero Sadó lo abrazó por la cintura-, te acompañaré a la puerta.

– Adiós, Guipria -dijo Ígur; sin moverse, ella le sonrió.

Bajando la escalera, Sadó iba jugando y riendo como una niña, y metiéndole mano entre las piernas, pero Ígur no se quitaba de la cabeza la orden recibida; esto no es como con Galatrai, pensó, que siempre se está a tiempo de decir «si no los mato yo ya los matará otro», no es posible ninguna operación autoexculpadora, es inútil evadirse.

– ¿Qué pasa, ya no te gusto? -dijo Sadó.

– Me gustas más que nunca -dijo Ígur, completamente sincero.

En la puerta de la calle, ella se le echó al cuello y lo besó apasionadamente con los ojos cerrados. He aquí lo que vale un hombre para la Ley hegemónica antisecuestro, he aquí lo que vale un hombre para la Apotropía de Juegos; ahora veremos qué está dispuesto a pagar el serenísimo Equemitor Noldera por un hombre y una mujer.

Por la tarde, turbulentamente torturado no tan sólo por la obligación de cumplir la orden si no quería arruinar su carrera en Gorhgró, y probablemente su vida, sino también por el movimiento de defensa instintivo que intenta podar y reducir toda aparición que devora terreno sentimental sin control, Ígur se presentó en los locales de la Capilla y, conforme a su rango, fue recibido por el Secretario de la Apotropía en persona.

– Sed bienvenido, Caballero Neblí, a ésta vuestra casa -sonrió-. Sé que estáis aquí en representación del Caballero de Preludio Kuvinur Lamborga, pero el adversario que le ha correspondido es un antiguo conocido y amigo vuestro, y me ha rogado tener un encuentro a solas con vos un momento antes de la ceremonia.

– Claro que sí -dijo Ígur, desconcertado-; ¿puedo saber de quién se trata?

– Naturalmente, si me lo exigís os lo diré, pero -el Secretario sonrió-, el Caballero en cuestión me ha dicho que quería sorprenderos.

Ígur se encogió de hombros.

– No tengo inconveniente.

Sin que Ígur tuviera tiempo de pensar quién podía ser, el Secretario lo guió a una salita donde aguardaba de pie un Caballero.

– ¡Sari Milana! -exclamó Ígur, y el otro sonrió satisfecho.

– Os dejo -anunció el dignatario con una media sonrisa, y cerró la puerta tras de sí.

– No me esperabas, ¿verdad? -dijo el adversario de Ígur en Cruiaña.

– ¡Claro que no! -se admiró Ígur, y después reaccionó-: ¡Cómo puede ser que estés aquí! El Código de los Caballeros exige que pase un año antes de una nueva opción al Combate de Acceso.

– Sí -dijo Milana-, pero hay dispensas especiales; tú lo debes saber muy bien, dentro de pocos minutos otorgarás una.

– ¿Cómo lo has conseguido? -insistió Ígur.

– Lo pacté. -La expresión de Ígur se endureció-. Da lo mismo, si tanto te interesa te lo explicaré más tarde. -Cambió el tono por otro aún más malicioso-. ¿Y a ti cómo te va? -Esbozó una sonrisa capciosa-. En Cruiaña todos están muy orgullosos de ti.

– ¿Cómo está el Magisterpraedi?

– ¿Omolpus? -Milana ladeó la cabeza con un gesto de tristeza más bien indiferente-. El pobre, murió el mes pasado.

– ¡El Magisterpraedi, muerto! -exclamó en un susurro Ígur, bajando la mirada; de repente reaccionó-. Un momento, ¿qué relación tiene eso con el hecho de que ahora tú…?

– Despacio, amigo mío -rió Milana-, no está nada bien que un Caballero de Capilla ofenda a un Caballero de rango inferior -lo miró con una sonrisa feroz-, aunque te aseguro que no me importa, incluso estoy dispuesto a no decírselo a nadie.

Ígur pensó en una réplica adecuada, pero estaba demasiado ofuscado; entonces regresó el Secretario.

– Caballeros, si queréis tener la bondad.

Acompañó a Ígur a otra salita donde le esperaba Lamborga, y desde allí el Jefe de Protocolo los condujo al salón ceremonial que Ígur ya conocía; por el camino, Lamborga se dirigió a él en voz baja.

– Me han dicho que conoces a mi adversario.

– No te preocupes -dijo Ígur con furia-, no tienes ni para empezar. En Cruiaña lo vencí con una mano en el bolsillo.

Lamborga lo miró entre incrédulo y agradecido, y poco después entraron al salón Milana y su padrino de inscripción. La inquietud de Ígur aumentó cuando vio que se trataba de Per Allenair.

La ceremonia de sorteo de orientaciones y defensas transcurrió sin más particular, salvo que Ígur, otorgada la dispensa con su presencia y padrinazgo, se la pasó toda con la mirada en el suelo, levantándola tan sólo de vez en cuando para mirar la provocativa figura de Milana, y la imponente de Allenair.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Lamborga en voz muy baja.

– Perdóname.

Una vez determinadas las posiciones, el Juez concluyó la ceremonia.

– Fijo el Combate para el día diecinueve de Abril.

En el momento de salir, Ígur se creyó obligado a animar a Lamborga.

– ¿Seguro que estás totalmente restablecido? -El otro asintió-. Por cierto, no te ha acompañado ninguno de los Meditadores.

Lamborga lo miró sorprendido y entristecido.

– ¿No lo sabes? Cuando cayó el Agon Malduin, se acabó mi adscripción a la Orden. El futuro campeón del nuevo Agon Oibuleus es tu amigo Milana.

– ¿Mi amigo, has dicho? -dijo Ígur, a purnto de explotar de rabia-. Ahora verás.

En ese instante coincidían en la puerta Allenair, Milana, el Secretario de la Capilla, el Jefe de Protocolo y tres funcionarios más. Ígur les abordó imperiosamente.

– Permítanme -dijo, y todos se volvieron en silencio-. Creo que el Caballero Milana tiene que explicarnos la rapidez con la que ha llegado hasta aquí.

– Ahora está fijada la fecha para el Combate, y si no hay una razón criminal, no puede impugnarse -dijo el Jefe de Protocolo.

– Es que creo que puede haber una razón criminal -dijo Ígur levantando la voz.

– ¿Cómo os atrevéis? -dijo Allenair, con la mirada encendida, y avanzó un paso.

– No importa -lo detuvo Milana con calma-, no tengo ningún inconveniente en explicarme. Hace unos meses, se nos planteó desde Gorhgró la necesidad de que Neblí acudiese como Caballero de Pórtico, y se me pidió como favor especial, confío en el honor de los presentes para que esto no salga de aquí, que, dentro de la legalidad del Código de los Caballeros, en virtud de la bula veintitrés sacrificase mi historial para permitirle que venciera el primer Combate de Acceso. A cambio, se me prometió un Combate legal de Acceso a la Capilla.

– Mientes, hijo de puta -dijo Ígur, decidido a no callarse nada ni a descontrolarse; hubo diversos movimientos de impulso de unos y contención de otros, e Ígur se sintió imparable-. Te vencí netamente y puedo volver a hacerlo cuando quieras -Milana sonreía desafiante-; en cambio tú, ¿sabes cómo has conseguido llegar al Acceso? ¿Quieres que te lo diga, eh?

– Ígur, salgamos de aquí -Lamborga tiraba de él-, te estás perjudicando.

– Esto es intolerable -dijo Allenair con la voz oscurecida por la ira-. Exijo una explicación inmediatamente.

Pero Ígur se había cegado y, desasiéndose de Lamborga, se acercó a medio metro de Milana.

– ¿Quieres que te diga cómo lo has conseguido? Has envenenado al Magisterpraedi Omolpus y le has mamado la polla al nuevo Agon de los Meditadores.

– No quiero oír ni una palabra más -dijo Allenair-, vamonos ahora mismo.

Un minuto más tarde, sin Milana ni Allenair, el Secretario de la Capilla se dirigió a Ígur con expresión compungida.

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