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– Es posible -dijo Ígur, sin atreverse a reconocer que a pesar de todo pensaba que si lo había conseguido era por méritos propios-. ¿Qué creéis que debo hacer?

Cuimógino lo miró con gravedad.

– No entréis en el Laberinto. -Ígur receló de repente; ¿y si tenía delante a un enviado de Simbri?-. Estoy convencido de que os espera una sorpresa horrible. -Se movió nerviosamente-. ¿Habéis reflexionado? ¿Qué pasó en el interior del de Bracaberbría? ¿Qué monstruosidades se cometieron, que nunca se han sabido y que convirtieron al único superviviente en un misántropo? Y eso puede ser todavía peor esta vez, porque éste es el Ultimo Laberinto; hasta ahora los anteriores se referían a los restantes y explicaban el camino a seguir, pero éste no tiene ninguno detrás, ¡su protocolo no se proyecta en ninguna parte! La clave, en caso de que lo abráis, contiene una profecía monstruosa que quién sabe hasta dónde destruirá, pero a buen seguro a vos. Cada Laberinto ha resultado más sangriento que el anterior, ¡y éste es el definitivo!

– Los Laberintos están construidos desde hace muchos años.

– Pero sus cuantificaciones, como sabéis mejor que yo, se reordenan de acuerdo con el paso del tiempo y las Entradas fallidas. -Cuimógino miró a Ígur con afabilidad-. Caballero, no me conocéis y supongo que ahora mismo soy objeto de todas las sospechas, lo que, por otra parte, no podría ser de ninguna otra forma, ya que, a pesar de lo que os he dicho, si habéis llegado hasta aquí es porque sois prudente y reflexivo, aunque -sonrió- hay pequeñas anécdotas que no dicen a vuestro favor. En fin, no os pido respuestas, no os pido nada; he expuesto lo que sé y creía conveniente, y a vos os corresponde reflexionar sobre ello, aunque no disponéis de mucho tiempo. -Abrió los brazos-. Supongo que no dejaréis de entrar en el Laberinto, y probablemente yo haría lo mismo en vuestro lugar; espero que mis palabras, por lo menos, os sirvan para después.

A Ígur le pareció oportuno aprovechar la buena voluntad del interlocutor.

– Si os puedo pedir algo -el otro le hizo un gesto de total disposición-, quisiera que me hablaseis de Arktofílax y Madame Conti.

– Se separaron poco después del Laberinto de Bracaberbría, pero se dice que han quedado ligados por pactos secretos muy fuertes.

– ¿Hasta dónde secretos?

Cuimógino lo miró con curiosidad.

– Ya veo que no lo sabéis -sonrió-; Hydene y la Conti son marido y mujer.

Quedaba poco por decir. Cuimógino había puesto el énfasis en los peligros que amenazaban a Ígur, pero lo que había impresionado al Caballero eran los detalles laterales; los antecedentes de Sadó trabajaban ineludibles en su pensamiento como una enfermedad placentera y consumidora.

– Señor, os estoy muy sinceramente reconocido por tan gentiles observaciones, y os prometo tenerlas en la más alta consideración.

Cuimógino rió afablemente.

– Dejaos de cortesías, Caballero; los designios oscuros raramente salen de una mente o de dos, sino de los residuos de lo peor de muchas mentes. He visto cómo actuáis entre tanta insidia y, guiado por un elemental sentido de la gratitud, me ha parecido que era lo mínimo que podía hacer por vos.

Fue hacia la puerta.

– Permitidme, pues, que os lo agradezca sin más.

– Caballero, estoy a vuestra disposición para todo lo que queráis. Os deseo todo el buen tino y la fortuna del mundo.

Y se despidieron.

Ígur sentía terreno pantanoso por todos lados. En las veladas alusiones de unos y de otros a Debrel y Guipria imaginaba de todo: temor y discreción cuando se quería tranquilizar, o aun ignorancia; en otros momentos, reproches, amenazas, burlas. ¿Cuántos creían que los había matado? ¿Cuántos sabían la verdad, hasta donde ni él mismo la sabía? ¿Había obrado bien dejándolos con vida, o, por lo menos, había hecho lo que ahora desearía haber hecho? Llegó la hora de ir al Palacio Conti, e Ígur se enfangaba más y más en fantasías sobre Sadó y su padre, Sadó y su cuñado, Sadó y Silamo, Sadó en toda partes desnuda y abierta, Sadó y su indiferente y delicado furor universal, y a todo eso se mezclaban los recuerdos de Lamborga, la suposición de Milana y Omolpus, el ejemplo inalcanzable de Arktofílax.

Cuando salió, el payaso de cada día revolvía en los cubos de basura, y la mirada de Ígur se cruzó con la suya, sorprendidos ambos en una inesperada inmovilidad común; Ígur se dio cuenta de que era un hombre más viejo de lo que parecía. Mientras lo miraba sorber la grasa de un papel sucio, se le antojó víctima y espía a la vez, ¡y a la vez espejo de tantas cosas! El payaso temblaba de inanición y cansancio, baba y costra aquí y allá, y de tanta lástima como le hacía a Ígur, de tanto como le despertaba el instinto de protección, de tan fuerte como era el pesar de no poder dejar pasar por alto nada, de no poderle dar todo lo que tenía y llevárselo a vivir a su casa, quería y no acababa de querer: ¿y por qué éste y no otro?; y sin embargo, pensaba, si todos lo hiciéramos, ¡vaya principio de remedio para los males del mundo!, ¡cuánto dolor ahorrado, aunque el origen y el porvenir del mal quedasen intactos! Y pensando en eso, y pensando que no lo haría, le entraban unas ganas terribles de abofetearlo hasta la sangre, de estrangularlo y descuartizarlo con la más amorosa furia con su espada de Caballero.

El payaso se atragantó y desvió la mirada, y la emoción de Ígur cambió violentamente de rumbo. He aquí la renovación de un malentendido, carne mortificada hacia la completación de la sangre. ¡Que los ojos que no quieran apagarse en el desastre rehusado no se aparten del espejo que sobrevive a todos los apedreamientos! El payaso retrocedió tambaleándose, ¡tienen que verlo los niños! El payaso volvió al rincón, finalmente objeto informe en posición de reposo, e Ígur se fue al Palacio Conti.

Cruzado sin la complacencia habitual el Puente de los Cocineros, Ígur abrió la puerta de servicio y fue recibido por la camarera de los grandes días.

– ¡Caballero Neblí, qué bien os sienta este peinado!

Ígur la miró torvamente, pero ella ni lo debió notar; por el camino de siempre fueron a la sala privada donde ya estaban Madame Conti, Fei y el Barón Boris Uranisor. Todos se fijaron en el pelo severamente cortado de Ígur.

– Querido Caballero -dijo Isabel-, ¿qué te ha pasado? ¿Tienes piojos?

Boris tomó cartas en el asunto.

– Los motivos del Caballero exceden las posibilidades de esta conversación.

– No hay nada que exceda las posibilidades de una conversación en mi casa, Barón -dijo Madame-, y no creo que nuestro amigo sea ningún alma indefensa que reclame tu protección.

En ese momento entró Sadó, e Ígur sintió la sacudida de la sangre. Estaba más bella que nunca, de negro y rojo y con el esplendor de todos los astros en la cara. Una vez hubo saludado a todos, hizo un aparte con Ígur.

– Hace tiempo que no vienes a verme -le dijo con una sonrisa inquietante y que tranquilizaba a la vez.

Ígur quería preguntar, pero temía revelaciones destructivas, y miró de reojo a Fei, que parecía estar muy animada charlando con Boris.

– Me han hablado de tu padre, de cuando eras pequeña y te fuiste a vivir con Debrel y Guipria.

– ¿Ah sí? -dijo ella sonriente, e Ígur perdió el control de su propia expresión. Cuando Sadó soltó una carcajada, Ígur se dio cuenta de que le había puesto en las manos un arma para aniquilarlo cuando quisiera. Ella continuaba riendo-. ¡Fue una época divertida! Los que más me querían eran el Duque y su hijo.

Puso una cara evocadora. Ígur apuntó.

– ¿El Duque y su hijo?

– Pero yo con ellos no estaba demasiado por la labor -le tocó la mejilla riendo-; la verdad es que nada de esa época tiene demasiada importancia -se reía mirándole a los ojos-, porque no llegué a querer a nadie de verdad. -Ígur se complació imaginando a su padre, al Duque, al hijo del Duque… ¿uno por uno, en épocas sucesivas?, ¿con alternancias caprichosas?, ¿todos a la vez, en orgías? Ella suavizó la sonrisa y detuvo el mariposeo de sus ojos de oro-. Con Kim fue diferente -levantó la vista y volvió a reír-. ¡Te sienta muy bien el pelo corto!

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